Nuestra primera visita fue breve. El día anterior conocimos a nuestro sujeto, vimos el león encerrado en una jaula de madera poco segura y cogimos algunos documentos para saber a qué atenernos. Hoy las cosas serían distintas.
Se suponía que Anácrites tendría el privilegio de dirigir la entrevista inicial. Mi propio estudio de los informes me decía que Calíopo poseía once gladiadores. Eran «bestiarios» del rango profesional. Con eso quiero decir que no eran simplemente criminales de los que se arrojaban al cuadrilátero por parejas para que se mataran entre si durante las sesiones de precalentamiento de la mañana, en las que el último superviviente era liquidado por un ayudante. Se trataba de once luchadores debidamente entrenados y luchadores armados contra animales. Los profesionales de ese tipo ofrecían un buen espectáculo, y se intentaba que volvieran con vida al túnel después de cada asalto. Tenían que luchar de nuevo, y esperaban que un día la multitud los vitoreara y pidiera a gritos que se les concediera una gran recompensa y tal vez la libertad.
—Muchos de ellos no sobreviven, ¿verdad? —pregunté a Calíopo para que se tranquilizara.
—Bastantes más de los que usted cree, sobre todo entre los bestiarios. Nos es indispensable tener supervivientes. La ambición de dinero y fama es lo que les hace apuntarse a esta actividad. Para los chicos jóvenes de familias pobres, tal vez represente la única oportunidad de triunfar en la vida.
—Como usted sabe, todo el mundo piensa que los combates están decididos de antemano.
—Yo también lo pienso —dijo Calíopo en tono evasivo.
Probablemente también sabía lo que todos los romanos honorables murmuraban cuando el presidente de los Juegos agitaba su sucio pañuelo blanco para intervenir en la acción: que el árbitro era ciego.
Una de las razones por las que los gladiadores de este lanista eran considerados especímenes débiles era porque se especializaba en cacerías bufas, aquella parte de los Juegos conocida por
venatio
. Era propietario de varios animales salvajes a los que soltaba en la arena en escenarios preparados. Luego sus hombres los perseguían a caballo o a pie, matando el menor número posible pero complaciendo a la multitud. A veces, las fieras se enfrentaban las unas a las otras, en combinaciones impensables: elefantes contra toros o panteras contra leones. A veces era un hombre y un animal los que se enfrentaban entre sí. Sin embargo, los bestiarios eran poco más que cazadores expertos, y comparados con los tracios, los mirmillones y los reciarios, cuya misión era morir en la arena, poco era el aprecio que les dispensaba el público.
—Perdemos al hombre que hace varios trabajos, Falco. Las cacerías tienen que parecer peligrosas.
Eso no se correspondía con los acontecimientos que yo había presenciado, en los que unos animales renuentes tenían que ser atraídos a su destino golpeando corazas o agitando hierros candentes,
— Así que le gusta que sus cuadrúpedos sean feroces, ¿no? Y los consigue en Tripolitania, ¿verdad?
—Básicamente si. Mis agentes recorren todo el norte de África: Numidia, Cirenaica, incluso Egipto.
—Encontrar esos animales, alojarlos y alimentarlos debe costar mucho dinero.
Calíopo me miró con severidad.
—¿Adónde quiere ir a parar con todo esto, Falco?
Habíamos decidido que Anácrites hiciera las primeras preguntas, pero a mí me encantó empezar de ese modo porque Calíopo se puso nervioso antes de comenzar los interrogatorios formales. Y por lo que a Anácrites se refería, le ocurrió lo mismo. Había llegado la hora de ser sinceros.
—Los censores nos han pedido a mí y a mi socio que realicemos un control de lo que llamamos estilo de vida.
—Un ¿qué?
—Bueno, usted ya me entiende. Se preguntan cómo es posible que posea esa hermosa villa en Sorrento si dice que su negocio sólo le acarrea pérdidas.
—¡Tengo declarada esa villa! —protestó Calíopo. Desde luego, aquí empezó el primer error. Las propiedades en la bahía de Nápoles cuestan un riñón. Las villas en los acantilados con espléndidas vistas al mar azul y la isla de Capri son la meta de los millonarios, ya sean familias consulares, funcionarios imperiales del departamento de peticiones o los chantajistas más afortunados.
—Muy conveniente —lo tranquilicé—. Como es natural, Vespasiano y Tito están seguros de que no es usted uno de esos hijos de puta que alegan modestamente que trabajan en un negocio que tiene enormes gastos generales, mientras al mismo tiempo tienen caballos de pura raza y se desplazan en carruajes con ruedas rápidas y adornos dorados. Por cierto, ¿qué vehículo tiene? —pregunté con inocencia.
—Tengo un carro estilo familiar tirado por una mula y una silla de mano para uso personal de mi mujer —respondió Calíopo. Era obvio que había decidido venderse rápidamente su cuádriga de carreras y sus cuatro briosos caballos españoles.
—De lo más frugal. Pero ya sabe usted lo que causa verdadera excitación entre la burocracia. Los carruajes grandes, ya se lo he dicho. Apuestas muy altas, túnicas centelleantes, cómplices chismosos, noches de juerga con chicas que ofrecen servicios inusuales. —El lanista se sonrojó—. Nada de lo que puedan acusarlo, ya veo: desnudos de mármol del Pentélico, amantes de esas que hablan cinco lenguas, lucen zafiros tallados y a las que se aloja en discretos áticos de la calle del Azafrán.
Se aclaró la garganta nervioso. Apunté que debíamos localizar a la amante. Un trabajo para Anácrites, tal vez. Quizá la mujer sólo hablase dos o tres dialectos, uno de ellos una mera lista de la compra en griego, pero seguramente había conseguido de su amante un pequeño apartamento «en el que albergar a mi mamá», y el nombre del estúpido de Calíopo debía de constar en los documentos de compra.
¡Cuántos enredos teníamos que desentrañar en nuestro noble trabajo! ¡Por todos los dioses, qué mentirosos eran mis conciudadanos!, pensé complacido.
Calíopo todavía no nos había ofrecido nada para que lo dejáramos en paz. Aquello, como Falco y Asociado, nos convenía. Aún no éramos unos interventores formales. Lo que queríamos era arrestarlo, mala suerte para él. Queríamos empezar con un porcentaje de aciertos alto y cobrar lo que nos correspondiese del tesoro para demostrar a Vespasiano y a Tito que merecía la pena habernos dado el empleo.
Con eso también alertaríamos a la población de que la investigación que nosotros hiciéramos era un peligro, con lo que la gente que constaba en nuestra lista tal vez quisiera llegar a un acuerdo de antemano con las autoridades.
—¿Así que también posee once gladiadores? —intervino por fin Anácrites—. ¿Puedo preguntarle cómo los adquirió? ¿Los compró?
Una extraña expresión de ansiedad cruzó la cara de Calíopo mientras veía que esa pregunta precedería a la de sonsacarle de dónde había sacado el dinero para esa compra.
—Algunos,sí.
—¿Son esclavos? —prosiguió Anácrites.
—Algunos, sí.
— ¿Se los han vendido sus dueños?
—Sí.
—¿En qué circunstancias?
—Por lo general son tipos problemáticos que han ofendido a sus dueños o que éstos pensaban que era mejor convertirlos en dinero.
—¿Pagó mucho por ellos?
—Con frecuencia, no; pero la gente siempre espera que sea así.
—¿También ha adquirido prisioneros bárbaros? ¿Ha tenido que pagar por ellos?
—Sí. Originariamente son propiedad del Estado.
—¿Pueden comprarse siempre?
—En tiempos de guerra.
—Ese mercado podría acabarse si nuestro nuevo emperador instaura un glorioso periodo de paz… ¿De dónde los sacará entonces?
—Siempre hay hombres.
—¿Eligen ellos mismos este género de vida?
—Hay mucha gente que anda desesperada por dinero.
—¿Les paga mucho?
—No les pago nada. Sólo los alimento.
—¿Y eso basta?
—Si antes no comían, claro está que sí. Los hombres libres que se apuntan voluntarios cobran una paga inicial.
—¿De cuánto?
—De dos mil sestercios.
Anácrites arqueó las cejas.
—¡Eso no es mucho más de lo que el emperador paga a los poetas por declamar una oda en un recital! ¿Les resulta razonable venderse por esa cifra?
—Muchos de ellos nunca han visto tanto dinero junto.
—Pero no es una cifra muy alta a cambio de la esclavitud y la muerte. Y cuando se alistan, ¿tienen que firmar un contrato?
—Asumen un compromiso.
—¿Por cuánto tiempo?
—Para siempre. A menos que ganen la espada de oro y sean liberados. Pero cuando ya han alcanzado el éxito, incluso los que ganan los premios más grandes se sienten incómodos y vuelven a alistarse.
—¿En las mismas condiciones?
—No. La paga de ingreso es seis veces mayor.
—¿Doce mil?
—Y como es natural, esperan cosechar más premios. Se consideran unos ganadores natos.
—Bueno, pero eso no dura siempre.
—No. —Calíopo sonrió en silencio.
Anácrites se enderezó con aire pensativo. Su estilo de interrogatorio era distendido y tomaba abundantes notas. En apariencia se encontraba tranquilo, como si se limitase a familiarizarse con la escena que lo rodeaba. No era eso precisamente lo que yo esperaba. Sin embargo, para haber llegado a jefe del Servicio Secreto, tenía que haber sido bueno.
Llegamos a la conclusión de que Calíopo había sido aconsejado por su asesor para que cooperase siempre que fuera posible, pero también le había advertido que no tomase la iniciativa en ningún momento. A partir de la intervención de Anácrites sus pausas eran cada vez más largas.
—Sé lo que piensa —farfulló—. Se pregunta cómo puedo permitirme esos gastos cuando les he dicho a los censores que la mayor parte de mis negocios son a largo plazo y no dan beneficios inmediatos.
—Se refiere al entrenamiento de los gladiadores —apuntó Anácrites.
—Sí, se necesitan años.
—Y durante todo ese tiempo ¿tiene que darles techo y comida?
—Sí, y preparadores, médicos, armeros…
—Y luego pueden morirse en su primera salida.
—Desde luego, señores. Mi empresa es muy arriesgada.
—Nunca he conocido a un hombre de negocios que no lo dijera —interrumpí yo, y al mismo tiempo me incliné hacia delante.
Anácrites se echó a reír, más de Calíopo que de mí y su confianza seguía aumentando. Íbamos a ser tipos amables, dando a entender que no importaba nada de lo que dijese el sospechoso. Ninguna sacudida brusca con la cabeza ni una palabra más alta que otra. Sólo sonrisas, amabilidades, comprensión con todos sus problemas…, y luego escribir un informe que mandara a la víctima al Hades de una patada.
—¿De dónde proceden sus ingresos principales?
—Me pagan por abastecer hombres y animales para la
venatio
. Además, si organizamos una pelea de verdad, algo de dinero como premio.
—Yo creía que era el gladiador vencedor el que se quedaba con él.
—El lanista recibe un porcentaje.
—Mucho mayor que el del gladiador, por supuesto. Pero ¿lo bastante cuantioso como para tener una villa con vistas a la bahía de Nápoles? Bueno, sin duda alguna, eso representa muchos años de trabajo. —Calíopo quería hablar; pero lo teníamos acorralado; yo seguí—: Dado que ha acumulado su capital a lo largo de los años, nos preguntamos si cuando preparó sus cuentas para el censo, habría otras propiedades, fuera de Roma, quizá, o fincas que haga tanto tiempo que las posee que se le hayan olvidado y que fueron sin querer omitidas en su declaración de bienes.
Lo dije en un tono por el que él dedujera que nosotros sabíamos algo. Calíopo intentó tragar saliva.
—Examinaré de nuevo los pergaminos, no sea que…
Falco y Asociado asentimos con un movimiento de cabeza y nos preparamos para oír su confesión cuando le diéramos un aplazamiento inesperado.
Un esclavo sudoroso y despeinado, con barro en las botas, entró corriendo en la habitación. Durante unos instantes clavó avergonzado la vista en el suelo, reacio a hablar con Calíopo en nuestra presencia. Con cortesía, Anácrites y yo juntamos las cabezas, fingiendo discutir nuestro siguiente movimiento cuando, en realidad, lo que hacíamos era escuchar lo que decían.
Por los murmullos que oíamos entendimos que había ocurrido algo terrible, y que se pedía a Calíopo que se presentara inmediatamente en el recinto destinado a los animales. Soltó una airada maldición y luego se puso en pie de un salto. Nos miró unos instantes sin saber qué decir.
—Tenemos un muerto —dijo, lacónico. Era obvio que sentía esa pérdida. Supuse que debía de ser costosa—. Tengo que salir a investigar. Vengan si quieren.
Anácrites que, después del accidente, palidecía con facilidad, decidió quedarse en la oficina. Incluso un mal espía sabe cuándo hay que aprovechar la oportunidad para efectuar un registro. Entonces Calíopo me dijo que el muerto era Leónidas, su león.
El recinto de los animales era un edificio bajo y largo. Por un lado se dividía en jaulas grandes del tamaño de un cubículo para esclavos. De ellas procedían extraños ruidos y crujidos y, de repente, se oyó un grave rugido de algún otro animal grande, posiblemente un oso. Frente a las jaulas habrían corrales más pequeños con barrotes bajos. Casi todos estaban vacíos. En un extremo, cuatro avestruces enjaulados nos miraban curiosos mientras Buxo, el cuidador, intentaba sin éxito contener su curiosidad ofreciéndoles una ración de pienso. Eran más altos que él y tenían ganas de hacer ruido, como buitres torciendo el cuello cuando alguien es atropellado por un vehículo.
Leónidas yacía en su jaula, cerca del lugar donde lo habíamos visto el día anterior, pero en ese momento tenía la cabeza hacia el otro lado y no me miraba.
—Necesitamos más luz.
Calíopo, en tono lacónico, pidió más antorchas.
—No encendamos demasiadas para que las fieras no se alteren.
—¿Podemos entrar? —Puse una mano en un barrote de la jaula. Era más fuerte de lo que podía pensarse por su aspecto mordisqueado. Era de madera con refuerzos de metal. La puerta se cerraba con una cadena corta y un candado. Al parecer, las llaves estaban en la oficina. Calíopo gritó a un esclavo que fuera a buscarlas, lo que Buxo aprovechó para abandonar su tarea de niñera y se unió a nosotros, seguido por aquellos pájaros de patas largas.
—Claro que puede entrar. No le hará nada. Está muerto. —Con la cabeza señaló unos despojos de animal donde revoloteaban las moscas que estaban en la jaula—. Ni siquiera ha probado la ración de la mañana.