¡A los leones! (10 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

Encontramos a Lenia en su oficina, donde el moho, estimulado por el vapor de la lavandería, recubría los muros de una pátina siniestra. Cuando nos oyó, se dirigió a la puerta tambaleándose. Parecía apagada, lo cual significaba que aún no estaba lo bastante bebida como para afrontar el resto de la jornada o que había empinado tanto el codo que se había intoxicado. Cuando asomó a la entrada del negocio sus cabellos, de un tono rojo inusual, producto de violentas sustancias desconocidas para la mayor parte de los vendedores de cosméticos, pendían en mechones revueltos a ambos lados de su cara pálida, de ojos lacrimógenos.

Mientras Helena pasaba delante de mi para acercarse a los lavaderos llenos de agua todavía tibia, me interpuse en el camino de Lenia con un comentario que le impidió ir tras mi compañera.

—Hola, Lenia. He visto que tu fogoso amante ronda por aquí…

—Falco, cuando baje ese cabronazo, sal a su paso y oblígalo a hablar de mi pensión.

—Llámame cuando lo oigas llegar y haré otro intento de razonar con él.

—¿Razonar? ¡No me hagas reír, Falco! Limítate a echarle un lazo al cuello y a tirar fuerte de él; yo sostendré el acuerdo para que lo firme. Cuando lo haya hecho, puedes acabar de estrangularlo.

Lenia hablaba en serio.

Esmaracto debía de estar cobrando alquileres a sus indefensos inquilinos. Así lo indicaban los gritos airados que se oían escaleras arriba y también el hecho de que las dos estrellas en decadencia de su equipo de matones, Rodan y Asiaco, estaban tumbados en el pórtico de entrada de la lavandería con un pellejo de vino al lado. Esmaracto dirigía lo que llamaba una escuela de gladiadores y aquellos dos ejemplares borrachos como cubas formaban parte de ella. El hombre los llevaba consigo como protección personal. Me refiero a que así protegía al resto de la gente de lo que pudiera ocurrírsele hacer a aquel par de idiotas si los dejaba actuar por su cuenta. No era preciso arrastrar a Rodan y a Asiaco hasta el sexto piso de aquellos edificios de apartamentos en alquiler, porque Esmaracto era perfectamente capaz de forzar a sus deudores a vaciar los bolsillos cuando los encontraba. Pero a mi no me asustaba; ni él, ni sus matones.

Bañar a Julia me correspondía a mí (de ahí las alusiones a Catón el Viejo y la hora avanzada a la que me había escabullido de casa).

—Quiero que crezca conociendo a su padre —dijo Helena.

—¿Para asegurarte de que sabrá con quién debe ser desagradable y desafiante?

—Sí, y para que sepa que todo es culpa tuya. No quiero que nunca digas: «su madre la educó y la estropeó».

—Es una niña brillante. Seguro que sabe estropearse sola.

Tardé, al menos, el doble en bañar a la niña de lo que tardó Helena en lavar sus pequeñas túnicas en otro de los calderos. Helena desapareció, quizá para consolar a Lenia, aunque esperé a que volviera a casa a preparar la cena. Me dejó allí para que una vez más intentara inútilmente interesar a Julia en el barco que había tallado para ella, pero la pequeña dedicaba toda su atención a su juguete favorito, el rallador de queso. Teníamos que bajar con él si queríamos ahorrarnos gritos y lloros. La niña había perfeccionado el arte de chapotear con él en el agua sin propósito aparente, pero con gran habilidad para dejar empapado a su padre.

El rallador de queso tenía una historia curiosa. Lo había cogido del almacén de mi padre pensando que era un objeto normal y corriente, producto de una liquidación de mobiliario. Cuando, un buen día, mi padre lo vio en nuestra casa, me confió que procedía de una tumba etrusca. Como de costumbre, no quedó claro si el ladrón de tumbas había sido él mismo o no. Mi padre calculaba que el objeto tenía quinientos años de antigüedad, más o menos. A pesar de ello, funcionaba perfectamente.

Cuando terminé de secar y de vestir a Julia, me sequé yo. Me encontraba cansadísimo, pero estaba claro que no iba a tener un momento de calma, pues, cuando tuve a la inquieta chiquilla bajo mi capa y recogí todos sus accesorios, encontré a Helena Justina, mi supuestamente refinada prometida, apoyada en uno de los pilares del pórtico exterior; donde se arreglaba la estola en torno a los hombros y se arriesgaba a sufrir un grave asalto, pues hablaba con Rodan y Asiaco.

La repulsiva pareja se movía con cierta agitación. Eran tipos mal alimentados y enfermizos, a quienes la mezquindad de Esmaracto mantenía a dieta, con raciones escasas. Esmaracto era su amo desde hacía años. Los dos eran esclavos, por supuesto, un par de pálidos sacos con faldas cortas de cuero y brazos envueltos en sucios vendajes para darles aspecto de hombres duros. Esmaracto aún fingía que los entrenaba en su destartalado local, pero éste no era más que una tapadera y su dueño no se atrevía nunca a sacarlos a la arena, sobre todo porque ambos eran combatientes demasiado sucios para el gusto del público.

En las paredes del local en concreto no había mensajes garabateados por muchachas refinadas ansiosas de amor; ni por damas cargadas de oro que detuvieran su palanquín en la esquina disimuladamente, y se colaran en el interior con regalos para el luchador del mes. Así pues, Rodan y Asiaco debían de haberse sobresaltado cuando les dirigió la palabra Helena Justina, conocida en el barrio como la distinguida pareja de Didio Falco, la chica que había descendido dos peldaños en el rango social para vivir conmigo. La mayoría de los vecinos de la zona pobre del Aventino todavía se preguntaban dónde habría comprado yo el potente bebedizo con el que la había hechizado. A veces, en plena noche, me despertaba bañado en sudor y yo mismo me lo preguntaba.

—¿Cómo anda el mundo de los gladiadores? —acababa de inquirir Helena con la misma calma que si hablara con un amigo pretoriano de su padre y se interesara por los progresos de su último caso judicial en la basílica Julia.

Los abotargados veteranos del circo tardaron unos minutos en interpretar la culta disertación de Helena, pero mucho menos en componer una respuesta:

—Apesta.

—Sí, apesta de mala manera.

Para tratarse de ellos, era una contestación muy elaborada.

—¡Ah! —replicó Helena, prudente. El hecho de que no pareciera tenerles miedo los ponía nerviosos. Y a mí, también—. Vosotros trabajáis para Esmaracto, ¿verdad?

Helena aún no podía verme acechando en las sombras, angustiado y sin saber cómo protegerla si la repugnante pareja se incorporaba y se ponía en acción. Aquellos dos tipos eran problemáticos. Siempre lo habían sido. En el pasado me habían zarandeado varias veces para hacerme pagar el alquiler; y entonces era más joven y no estaba impedido de responder adecuadamente, como sucedía en esta ocasión, en que tenía a la pequeña en brazos.

—Nos trata peor que a perros —refunfuñó Rodan. Este era el de la nariz rota. Un inquilino le había estrellado un mazo en la cara cuando Rodan intentaba evitar que huyera al amparo de la noche. Probablemente, cualquier inquilino desesperado que entreviese una manera de escapar de Esmaracto lucharía a brazo partido por conseguirlo.

—Pobres…

—Pero sigue siendo mejor eso que ser informador —se mofó Asiaco, el más tosco, el de la piel picada de viruelas.

—Casi cualquier profesión lo es —Helena sonrió.

—¿Y qué haces tú viviendo con uno de ellos?

A los dos hombres los roía la curiosidad.

—Falco me contó cuatro fábulas; ya sabéis cómo habla. Me hace reír.

—¡Sí, es un payaso!

—Me gusta cuidar de él. Además, ahora tenemos una hija.

—Todos pensábamos que andaba tras tu dinero.

—Sí, supongo que es eso. —Quizás Helena ya había adivinado que yo estaba escuchando. Era terrible cuando bromeaba—. Hablando de dinero, supongo que Esmaracto espera sacar algo del nuevo proyecto del emperador, ¿no?

—¿De ese lugar nuevo?

—Sí, del circo que construyen al final del Foro, donde Nerón tenía su lago. Anfiteatro Flavio lo llaman. ¿No proporcionará buenas oportunidades, cuando se abra? Imagino que se celebrará una gran ceremonia de apertura; probablemente durará semanas, con exhibiciones regulares de gladiadores… y animales, supongo.

—Sería un auténtico espectáculo —replicó Asiaco, tratando de impresionarla.

—Y muy provechoso para la gente de vuestro oficio.

—Bueno, Esmaracto piensa que lo contratarán, ¡pero anda listo si se lo cree! —dijo Asiaco con una risa burlona—. Allí querrán actuaciones de categoría. Además, los grandes agentes tendrán todos los contratos listos mucho antes.

—¿Ya están moviéndose?

—Desde luego.

—¿Habrá mucha competencia?

—Y seguro que van a cuchillo.

—¿Quiénes son los grandes agentes?

—Saturnino, Hanno… Pero Esmaracto, no. ¡No tiene ninguna posibilidad!

—De todos modos, debería haber mucho beneficio a repartir… ¿O pensáis que las cosas pueden ponerse feas?

—Es probable —asintió Rodan.

—¿Eso es una mera suposición, o estás seguro de lo que dices?

—Lo sabemos de buena tinta.

Helena fingió asombro ante las confidencias que escuchaba.

—¿Han empezado ya los problemas?

—Ya lo creo —dijo Rodan, ufano como un celta bebedor de cerveza—. Entre los lanistas de luchadores no los hay apenas. El suministro de hombres es un negocio que no conlleva muchas dificultades, aunque hay que entrenarlos, por supuesto—. No se olvidó de añadir cómo él y su repulsivo compañero fueron expertos con talento, y no meros brutos—. Pero corre la voz de que habrá una gran
venatio
con tantos felinos como puedan conseguir los organizadores, y prometen miles. Eso ha hecho que los importadores se pongan en acción inmediatamente.

Helena siguió:

—Será un edificio maravilloso, así que supongo que lo inaugurarán con el debido boato. ¿Y los importadores temen no poder cubrir la demanda?

—Mejor, cada uno teme que los otros sí puedan y él quede fuera del negocio. ¡Todos quieren sacar un buen bocado! —Rodan soltó una ronca carcajada y rodó por el suelo, encantado con su agudeza—. Un buen bocado, ¡ja,ja…!

Asiaco dio muestras de una superior inteligencia y arreó un codazo a su compañero en una muestra de desagrado ante una broma tan tonta. Los dos quedaron aún más repantigados en el pavimento mientras Helena, cortés, retrocedía un paso para dejarles más espacio.

—¿Y en qué andan metidos los importadores en este momento? —preguntó, fingiendo que no hacían más que chismorrear—. ¿Habéis oído alguna historia?

—¡Uf!, hay muchas —le aseguró Asiaco, lo cual significaba que no había oído nada concreto.

—Se denigran unos a otros —apuntó Rodan.

—Es que hacen jugadas sucias —añadió Asiaco.

—¿Cómo robarse animales unos a otros, por ejemplo? —les preguntó Helena en tono inocente.

—Apuesto a que lo harían si se les ocurriese —sentenció Rodan—. La mayoría son demasiado duros de mollera como para tener tal idea. Además, nadie querría vérselas con un león rugiente, ¿verdad?

—Hoy Falco ha visto algo muy raro —decidió confesar Helena—. Cree que puede haber habido algún truco sucio con un león.

—Ese Falco es un idiota.

Decidí que era momento de moverme y dejarme ver; antes de que Helena escuchase algo más de lo que una hija de senador bien educada no debe saber.

XIII

Helena me quitó de los brazos a la niña con gesto recatado mientras los dos matones se incorporaban entre risas estentóreas.

—Hola, Falco. Cuidado, Esmaracto te busca.

Los dos habían recuperado cierta animación tan pronto hice acto de presencia para buscarme problemas.

—Olvídalo —repliqué y dirigí una mirada severa a Helena para que mantuviera la compostura—. Esmaracto ha dejado de acosarme. Me prometió que pasaría un año sin pagarle el alquiler cuando le salvé la vida en el incendio de la boda.

—Ponte al día —soltó Rodan con una voz que más parecía un gorjeo—. La boda fue hace un año, y Esmaracto ha comprobado que ya le debes los dos últimos meses.

Emití un suspiro.

Helena me dirigió una mirada con la que me daba a entender que discutiríamos en casa de qué parte de nuestro apretado presupuesto sacaríamos el dinero. Como el alquiler en cuestión era el de mi antiguo apartamento, que en aquel momento ocupaba mi desacreditado amigo Petronio, Helena suponía que él debería contribuir a pagarlo. Pero la vida de Petronio estaba tan liada, en aquellos momentos, que yo prefería no molestarlo. Hice un guiño a Helena, que ella interpretó correctamente, y luego la animé a que se adelantara y empezase a preparar las sartenes para hacer la cena.

—No frías el pescado. Ya me encargaré yo de eso —le ordené, afirmando mis derechos de cocinero.

—Entonces, no te quedes mucho rato de chismorreo; tengo hambre —replicó ella, como si el retraso en la cena fuera culpa mía exclusivamente.

La observé mientras cruzaba la calzada; tenía una figura que hacía babear a los dos gladiadores y caminaba con más confianza de la que debería haber mostrado. A continuación vi la silueta retozona de
Nux
, nuestra perra, que salía de entre las sombras al pie de la escalera y acompañaba a Helena a casa.

No tenía la menor intención de presionar a Rodan y a Asiaco para sonsacarles más información, pero había prometido hablar con Esmaracto respecto al divorcio de Lenia, así que aproveché que el casero bajaba (y era evidente que bajaba, ya que su descenso iba seguido de insultos y gritos de desprecio cada vez más sonoros por parte de los inquilinos) y que sus guardaespaldas ocultaban el pellejo de vino para evitar que el amo lo reventara y se incorporaron a la comitiva arrastrando los pies.

Lancé un grito a Esmaracto. Como esperaba, la satisfacción de anunciarme que el periodo de alquiler gratis había concluido lo llevó a apresurarse escaleras abajo.

Tras salvar los peldaños de dos zancadas con una bota de vino ceñida a la cintura, se tambaleó torpemente al llegar al nivel del suelo.

—Ándate con cuidado con eso —le advertí con tono desabrido—. Esos escalones están deshaciéndose y el casero tendrá que vérselas con una buena reclamación por daños y perjuicios si alguien se rompe el cuello.

—Espero que ese alguien seas tú, Falco. Pagaría con gusto la indemnización.

—Me alegra comprobar que las relaciones entre nosotros son tan amistosas como siempre. Por cierto, me sorprende que no hayas vuelto a reclamarme el alquiler. Eres muy amable al haber ampliado el plazo de gratuidad…

Fuera de sí ante mi desvergüenza, a Esmaracto se le subió al rostro un tono púrpura horrible y se llevó la mano a un grueso collar de oro que acostumbraba a llevar. El casero siempre había sido dado a despreciar a sus inquilinos luciendo grandes piezas de joyería de dudoso gusto.

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