Por alguna razón, muerto Leónidas, lo último que esperaba ver allí era otro gran felino. Estaba enjaulado, gracias a Júpiter. Aguanté allí donde estaba, pero al mismo tiempo me arrepentí de la demostración de valentía. La fiera medía más de dos pasos de longitud y los músculos de su lomo, largo y recto, se tensaban y destensaban sin esfuerzo en su constante ir y venir. No lograba imaginar cómo pudieron capturarlo. Parecía más joven que Leónidas y mucho más incómodo con su encierro. Un cartel que colgaba entre los barrotes decía que se llamaba Draco. Cuando me vio, saltó hacia adelante y, con un enorme rugido, me hizo saber lo que me haría si tuviera ocasión para ello. Cuando me detuve frente a él, se agitó con rabia, buscando la manera de liberarse y atacar.
Retrocedí hasta salir de la estancia. El rugido del león había atraído la atención de los esclavos, de quien se escaparon silbidos de admiración al observar cómo me había hecho palidecer.
—Draco parece una fiera terrible.
—Es nuevo. Acaban de desembarcarlo de Cartago. Aparecerá en la próxima cacería.
—Algo me dice que todavía no le habéis dado de comer. De hecho, parece tan hambriento como si no lo hubieran alimentado desde que salió de África.
Todos los esclavos sonrieron. Apunté que esperaba que la jaula resistiese.
—Bueno, más tarde vamos a trasladarlo. Normalmente, los tenemos aquí.
—¿Por qué tenéis aislado a éste? ¿Es el chico malo de la clase?
—Bien… —De pronto, las respuestas se volvieron confusas—. A todos los animales se les cambia de lugar con frecuencia.
No había ningún comentario que añadir a lo que me decían, pero se me despertó una clara duda. En lugar de armar un alboroto, me limité a preguntar:
—¿Leónidas también tenía un cartel con su nombre? ¿Podría quedármelo de recuerdo, si nadie más lo quiere?
—Todo tuyo, Falco.
Cuando cambié de tema, los esclavos dieron muestras de alivio. Uno de ellos fue a buscar el cartel y observé que fue a buscarlo a la sala interior. Intenté recordar en qué lugar de la jaula estaba colgado el rótulo con su nombre oficial, pero no fui capaz de recordarlo y, cuando trajeron el cartel y me lo mostraron, no logré reconocer las desiguales letras rojas. Llegué a la conclusión de que era la primera vez que veía aquel rótulo.
—¿Por qué lo guardáis ahí dentro en lugar de tenerlo colgado en su jaula?
—En la jaula estaba cuando la ocupaba el león.
—¿Seguro? —No hubo respuesta por parte de los esclavos—. Todas vuestras fieras tienen nombre, ¿verdad?
—Formamos un grupo amistoso.
—Y al público le gusta poder gritar esos nombres mientras los animales se enfrentan a la muerte, ¿no?
—En efecto.
—¿Qué ha sido de Leónidas, ahora que ha muerto?
Aquellos hombres sabían que yo tenía un interés especial por el asunto, debido a Turio. Adivinaron que habría deducido por mi mismo que el cuerpo del león muerto serviría de alimento barato a otros animales.
—No preguntes, Falco…
No tenía intención de meter las narices donde no debía, en un lugar donde incluso un cuidador podía esfumarse por completo sin dejar rastro. Había oído que un león era capaz de devorarlo a uno con botas, cinto y todo lo demás. Incluso un león hambriento dejaría el plato limpio.
Me pregunté cuántas bajas habría habido en aquellas instalaciones. ¿Y alguna de las víctimas habría muerto de otra forma que no fuese accidental? Aquel era un buen lugar para deshacerse de un cadáver. ¿Era Leónidas, simplemente, el último de la lista? Y, si era así, ¿por qué?
Con el ánimo sombrío, regresé a la oficina donde Anácrites había experimentado uno de sus impredecibles cambios de humor. Ahora estaba impaciente por complacerme. Para librarme de él, fingí que no reparaba en su acogedora sonrisa y me concentré en escribir en mi tablilla hasta que no pudo aguantar más y se incorporó de un salto para ver qué estaba haciendo.
—¡Es poesía!
—Soy poeta.
Se trataba de una vieja oda que estaba garabateando para incordiarlo, pero Anácrites creyó que acababa de componerla de una tirada, mientras él observaba. Era tan fácil engañarlo que apenas merecía la pena el esfuerzo.
—Eres hombre polifacético, Falco.
—Gracias. —Aspiraba a realizar algún día una lectura formal de mis obras, pero no pensaba confiarle tal sueño. Ya oíría suficientes pullas si invitaba a mi familia y a mis amigos de verdad.
—¿Y has escrito esos versos ahora mismo?
—Tengo habilidad para las palabras.
—Eso nadie te lo discute, Falco.
—Ese comentario suena a insulto…
—Hablas demasiado.
—Todo el mundo me lo dice. Ahora, habla tú: antes has mencionado cierta información nueva. Si tenemos una posibilidad de seguir actuando como socios, tenemos que compartir las cosas. ¿Piensas soltar eso que sabes?
Anácrites quería dar la sensación de un socio serio y responsable, de modo que se sintió obligado a contarlo:
—Anoche alguien llevó a casa de tu madre una carta en la que presuntamente se revela quién mató a tu amigo Leónidas.
Advertí la forma cauta en la que mi socio insistía en que sólo se trataba de «presunta» información. Tenía una lengua tan hipócrita que le hubiera dado una patada.
—¿Y quién es el presunto autor, según la nota?
—Esta dice: «Rúmex acabó con ese león». Interesante, ¿no?
—Interesante, si es cierto. ¿Y tenemos muchas esperanzas de saber quién es el tal Rúmex?
—No he oído hablar de él jamás. —El jefe de los espías nunca sabía nada. No conocía a nadie.
—¿Quién llevó la nota?
Anácrites me miró como si, por alguna perversa razón, quisiera ponerme difíciles las cosas.
—Anácrites, sé perfectamente que mi madre finge estar sorda cuando le conviene, pero si algún desconocido está lo bastante loco como para acercarse a su puerta, sobre todo si lo hace después de anochecer en una noche lóbrega de invierno… Entonces, seguro que salta y agarra al forastero sin darle tiempo ni a parpadear. Así pues, ¿a quién le tiró de las orejas anoche?
—A un esclavo que aseguró que un desconocido le había pagado una moneda de cobre por llevarse la tablilla.
—Sí, la historia de costumbre. ¿Tienes el nombre del esclavo?
—Fidelis.
—¡Vaya, un «hombre de confianza»…! —bromeé, haciendo un juego de palabras—. Parece demasiado bueno para ser cierto.
—Para mí que es un seudónimo —reflexionó Anácrites, a quien siempre le gustaba sospechar de todo.
—¿Puedes describirlo?
—Delgado, estatura inferior a la normal, tez muy oscura, barbudo y vestido con una túnica blancuzca.
—¿No es tuerto? ¿No lleva su nombre tatuado en azul? Roma está llena de esclavos idénticos. Por tu descripción, podría ser cualquiera entre un millón.
—Podría ser —replicó Anácrites—, pero no es así. Yo era jefe de espías, recuerda. Lo he seguido hasta su casa.
Sorprendido ante tal iniciativa, fingí que no me impresionaba.
—Has hecho lo que debías, ni más ni menos. Y bien, ¿dónde te ha llevado esa misteriosa pista, sabueso?
Mi socio me dedicó una mirada de inteligencia.
—Directamente aquí otra vez —fue su respuesta.
Nos incorporamos al unísono y salimos a investigar el establecimiento. Encontramos muchos esclavos, la mayoría olían a establo, pero Anácrites consiguió identificar a uno.
—¿Quieres que exijamos su entrega a Calíopo, Falco?
—Ya no eres un torturador de palacio, Anácrites. Déjalo. El tipo dirá que ninguno de sus esclavos encaja con la descripción que le proporcionemos e insinuará que eres un fabulador.
Anácrites puso expresión de ofendido. Era algo típico en un espía. Nosotros, los informadores, podemos ser criticados por cualquiera pero, por lo menos, tenemos las narices de reconocer que nuestra mala fama es terrible. Algunos incluso admitimos, en ocasiones, que la profesión lo exige.
—¿Cuánto tiempo esperaste fuera desde que el hombre entró? —le pregunté.
—¿Esperar? —Anácrites parecía desconcertado.
—Olvídalo. —En efecto, era el espía típico. Un absoluto aficionado.
El mensajero no procedía de allí. De todos modos, si se había acercado por el lugar para ponerse en contacto con alguien, quizá volviera.
—¿Y ahora, qué, Falco? Es preciso que interroguemos a ese Rúmex.
—Lamento mostrarme tan racional pero, para hablar con él, primero tenemos que encontrarlo.
— ¿Te inquieta que perdamos la pista?
—Alguien da por supuesto que conocemos su identidad. Así pues, si seguimos comportándonos con toda normalidad es probable que nuestro hombre salga de debajo de su piedra armando jaleo. En cualquier caso, fuiste tú quien dijo que nadie nos apartaría de nuestro camino. No es preciso que nos ciñamos a ello como corderitos, si alguien intenta darnos otra cosa en qué pensar. Volvamos al despacho y concentrémonos en nuestro informe.
Cuando nos dimos la vuelta para hacerlo, topamos con el bestiario llamado Idíbal.
—¿Quién es tu fabulosa admiradora? —le pregunté.
El joven cabronazo me miró a los ojos y afirmó que la mujer era su tía. Yo también lo miré fijamente, como lo haría un informante que supusiera que aquel cuento era más antiguo que las guerras Púnicas.
—¿Conoces a alguien llamado Rúmex? —le preguntó Anácrites acto seguido, como por casualidad.
—¿Por qué? ¿Quién es? ¿El rascador de espaldas de tu casa de baños?
Idíbal soltó una risotada y continuó su camino.
Aprecié el cambio que se había producido en el bestiario. Parecía más duro, como si albergase una nueva vena de amargura. Mientras el hombre se alejaba en dirección al campo de entrenamiento, Calíopo salió de una dependencia auxiliar y le dijo algo en un tono de voz muy agudo. Tal vez aquello lo explicaba todo. Tal vez Calíopo había preparado a Idíbal para el asunto con su presunta tía.
Esperamos a que Calíopo se uniera a nosotros y le preguntamos por Rúmex.
—No es ninguno de mis chicos —fue su respuesta, como si pensara que nos referíamos a un gladiador. Calíopo sabía sin duda alguna que estábamos al corriente de que no era un miembro de su grupo; de lo contrario, el nombre de aquel tipo aparecería en la lista de personal que el dueño nos había proporcionado (si es que la versión que había dado a los censores se ajustaba a la verdad). Tras su declaración, Calíopo llenó los pulmones para emprender lo que parecía un discurso preparado—. Respecto a Leónidas, no es preciso que sigáis indagando. He investigado lo sucedido. Algunos de los chicos estaban entrenando esa noche y sacaron al león de la jaula por hacer una pequeña travesura. El animal creó problemas y tuvieron que abatirlo. Como es lógico, nadie quería hacerse responsable de ello. Sabían que me pondría furioso. Eso es todo. Es un asunto interno. Idíbal era el cabecilla del asunto y me propongo librarme de él.
Anácrites lo miró. Por una vez, imaginé lo que se sentiría, en tiempos de Nerón, al ser interrogado por la guardia pretoriana en las entrañas de palacio, con la asistencia de los terribles Cuestionarios y de su imaginativa colección de instrumentos de tortura.
—¿Un asunto interno? ¡Qué raro! comentó Anácrites con tono gélido—. Hemos recibido más información acerca de la muerte de Leónidas y no encaja con lo que dices. Al parecer, acabó con él ese tipo, ese tal Rúmex, ¡pero ahora nos dices que éste no es ninguno de tus muchachos!
—Ahórrale que nos tengamos que librar de él como tú proyectas hacerlo de Idíbal —apunté. Plantear un destino dudoso para Rúmex fue, según se vio más tarde, un augurio sumamente preciso.
El lanista refunfuñó y resopló unas cuantas veces; después pensó en algún asunto urgente que requiriese su atención y su presencia.
Anácrites esperó a que estuviéramos de vuelta en el despacho y tuviéramos la estancia para nosotros solos.
—Ahí lo tienes, Falco. Aunque no hayamos oído todo el relato, la muerte del león ya no debe preocuparnos más.
—Como tú quieras —respondí con la sonrisa que reservo a los carniceros que venden por frescos los filetes de la semana pasada—. De todos modos, has sido muy amable al defender mi punto de vista mientras Calíopo mentía descaradamente.
—Los socios deben ir juntos —me aseguró Anácrites con rapidez y soltura—. Y ahora, terminemos de levantar la liebre de sus delitos financieros, ¿de acuerdo?
Como buen chico no levanté la vista del informe de la auditoría hasta la hora de comer. Tan pronto como mi socio hincó el diente a uno de los guisos caseros de mi madre y se encontró ocupado en limpiarse de salsa pringosa la delantera de la túnica, solté una maldición y fingí que Helena se había olvidado de ponerme un poco de pescado en escabeche para acompañar mi salchicha fría. Opté por levantarme e ir a pedir un poco a alguien… Si Anácrites era la mitad de espía de lo que decía, adivinaría que la mía era una excusa para quitármelo de encima y poder interrogar a alguien más sobre el asunto del león.
Yo tenía el sincero propósito de volver a concentrarme en la auditoría más tarde. Por desgracia, se interpusieron en el camino un par de aventurillas.
Mi cuñado Famia trabajaba —si puede decirse tal cosa— en los establos de los caballos de tiro que utilizaba el equipo Verde. Famia y yo no teníamos nada en común. Yo era partidario de los Azules. Una vez, muchos años atrás, Famia había tomado una de sus pocas decisiones sensatas: la de casarse con Maya. Era la mejor de mis hermanas; su única aberración fue establecer una alianza matrimonial con aquel tipo. Sólo Júpiter sabe cómo lograría convencerla. Famia había convertido a Maya en una trabajadora infatigable, le había engendrado cuatro hijos sólo para demostrar que sabía para qué servía y, a continuación, había abandonado cualquier resistencia y se había convertido en blanco fácil de una muerte temprana a causa de la bebida. Ya debía de estar muy cerca de ese objetivo.
Era un tipo bajo, grueso, de ojos entrecerrados y rostro florido, un zángano malévolo, cuyo oficio consistía en administrar linimento a los caballos de carreras. La clase de desastre en el que tenían que confiar los Verdes. Hasta los jamelgos patizambos que tiraban de los carruajes desvencijados sabían evitar los cuidados de Famia. Cuando lo veían acercarse, soltaban tales coces que mi cuñado tenía suerte de no terminar castrado con su propia cuchilla de castrar equinos. Cuando di con él, un caballo tordo de aspecto amenazador se encabritó levantando las manos con furia salvaje en respuesta a un dulce de sésamo que Famia insistía en darle; sin duda, el dulce estaba empapado en una dosis de estimulante —procedente de un siniestro frasco negro de cerámica que ya había caído al suelo de una coz en plena refriega.