—¡Lárgate de aquí! —gritó el centurión, tomándome a mí como un héroe que podía dejarlo a él con las vergüenzas al aire.
—¡Cállate y haz algo útil! —le respondí yo en el mismo tono violento—. Distribuye a tus hombres. Forma una barrera. Cuando la fiera salte, intentaremos conducirla al interior de la Saepta. Si cerramos todas las puertas, al menos estará reducida; luego se puede llamar a un especialista…
El leopardo dio un salto. Yo estaba a diez pasos de él y los espectadores más próximos buscaron refugio entre gritos y carreras. Los vendedores callejeros salieron huyendo con sus tenderetes, los padres cogieron en brazos a sus hijos, los jóvenes treparon por las estatuas. La fiera miró a su alrededor y se hizo una idea de la situación.
—¡Que todo el mundo se quede quieto! —gritó el centurión, bañado en sudor—. Dejádnoslo a nosotros. Todo está controlado…
El animal decidió que aquel tipo le molestaba y se agazapó, pegado al suelo, y fijó en él sus ojos oscuros, amenazadores.
—¡Ah, por todos los dioses! —murmuró en voz baja uno de los vigiles—. ¡Se ha fijado en Piperita!
Uno de sus compañeros soltó una risita burlona y, con tono de voz nada colaborador, le aconsejó:
—¡Es mejor que se quede quieto, señor!
Noté una sonrisa involuntaria en mis labios: de nuevo, encontraba a un subordinado que, como todos, esperaba que su oficial saliera incólume de un apuro. Ahora, el centurión tenía sus propios problemas, de modo que me hice cargo de todo personalmente.
—Evite los movimientos bruscos, Piperita… Probablemente está más asustada que nosotros… —La mentira de siempre—. Famia —añadí sin alzar la voz—, da un rodeo por detrás y entra en la Saepta. Diles a todos que cierren las demás puertas y se encierren en sus palcos. Que un grupo de vigiles rodee el Panteón y se coloque al otro lado y allí forme una falange para conducir a esa fiera al interior…
La Séptima reaccionó al instante. Estaban tan poco acostumbrados a obedecer a un líder que nunca habían desarrollado una sana rebeldía contra él.
La silenciosa leopardo seguía observando al centurión como si éste fuera la presa más interesante que hubiera visto en varias semanas. Acertado o no, Piperita intentó alejarse de allí centímetro a centímetro sin que, al parecer, hubiese reacción del animal. Aquello despertó aún más los instintos cazadores de la fiera. De pronto pudimos ver cómo se ponía al acecho.
Un grupito de vigiles apareció por detrás de los Baños de Agripa, al otro lado del animal, que, en una muestra de sensatez, se protegían con esteras de esparto que, si bien no ofrecían una gran protección por sí mismas, producían la impresión de una barrera sólida en mitad de la calle que podía ayudarlos a conducir a la fiera hacia donde ellos quisieran. Lo mejor era llevarla hacia donde nos hallábamos nosotros, yo y los demás vigiles, pero tendríamos que afrontar el peligro. Dije a los hombres que se encontraban a mi lado que se quitaran el manto y lo usaran para formar una barrera parecida a la de las esteras. No eran muchos los que lo llevaban; incluso en pleno diciembre, lujos como un manto no formaban parte de su uniforme. Por otra parte, todos los vigiles iban desarmados. Un par de ellos, más nerviosos que el resto, se refugiaron detrás del carro de la bomba de agua. Con el taburete frente a mí, conduje a los demás hacia adelante, avanzando muy despacio.
Todo iba bien. Había sido una buena idea. El leopardo nos vio avanzar e hizo un amago de carrera hacia nuestro grupo, pero todos empezamos a pisar con fuerza y a hacer gestos desaforados: el animal nos dio la espalda. Piperita escapó de nuestro grupo y se ocultó de la vista de la fiera. Ésta, sintiéndose acorralada, buscaba una vía de escape. Ahora teníamos dos filas de hombres que avanzaban hacia ella, cercándola con una especie de embudo junto al lateral del Panteón. El cerco le dejaba un buen espacio al otro lado, en una invitación al animal a retroceder hasta una de las grandes entradas laterales a la Saepta. Oí que Famia gritaba desde uno de los pisos altos; era la confirmación de que las demás puertas estaban ya cerradas. El plan empezaba a dar resultado.
Entonces se produjo el desastre. En el mismo instante en que la fiera se acercaba al umbral abierto, una voz familiar resonó en el interior:
—¡Marco!, ¿qué sucede ahí fuera, Marco? ¿A qué diablos estás jugando?
De pronto me encontré frente a una pesadilla que me resultó casi increíble: La silueta baja y rechoncha de mi padre apareció desafiante en la puerta de la Saepta, cara a cara con el felino, se quedó completamente inmóvil en el umbral. Sus rizos canosos, sus ojos castaños prominentes, su aire ceñudo de delincuente… Su presencia allí no tenía sentido. Famia debía de haberle dicho que se pusiera a cubierto, pero el muy estúpido, he de decirlo, había decidido salir a la puerta para ver a qué se debía la orden.
Seguramente, primero pensó en salir huyendo y después, en una reacción típica de mi padre, empezó a batir palmas enérgicamente, como si estuviera conduciendo reses.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Largo de aquí, gatito!
Brillante.
El leopardo le dedicó una mirada asesina, pero decidió que Gémino era demasiado alarmante como para ir tras él e intentó ganar la libertad lanzándose a todo correr contra la hilera de hombres indefensos que cerraban el otro lado del embudo.
Los vigiles se mantuvieron firmes, aterrorizados, hasta qué al final se apartaron precipitadamente. El gran felino escapó por el hueco libre; la musculatura del lomo del animal vibraba intensamente, las patas pisaban con firmeza y la cola alzada en el aire, paralela al suelo, le proporcionaba la típica silueta de los leopardos.
—¡Se larga!
Había escapado, sí, pero no podía haber ido muy lejos. En línea recta, se dirigía hacia lo que debía de parecerle un buen lugar para ocultarse: los Baños de Agripa.
—¡Vamos!
Emprendí la marcha en pos de la fiera e insté a los vigiles a que me siguieran. Cuando pasé junto a mi padre, lo fulminé con la mirada.
—¿No estarás pensando en matarme, verdad, muchacho? —fue su saludo. A la sazón, yo era un romano demasiado virtuoso como para decirle a mi padre que se tirara a una ciénaga sin planchas ni cuerdas. O, mejor, no tenía tiempo para expresarlo con suficiente rudeza—. Iré a buscar a Petronio —le oí decir cuando lo dejé atrás—. ¡Le gustan los gatos!
Aquél, seguro que no le gustaba. En cualquier caso, el animal merodeaba por un territorio que era jurisdicción de la Séptima; no era asunto de Petro. Yo, en cambio, me había involucrado sin que nadie me hubiese llamado. Así pues, ¿quién era el estúpido?
Intentamos por todos los medios indicar a los ayudantes que cerraran las puertas cuando acabáramos de entrar nosotros. No sirvió de nada. Había demasiada gente que salía corriendo por la monumental entrada y los ayudantes decidieron, simplemente, huir con el resto. Todo el mundo chillaba de pánico. Cuando irrumpimos en el interior, el leopardo había desaparecido. El ruido se apagó tras el primer éxodo de hombres desnudos. Empezamos una batida por el lugar.
Yo inspeccioné el
apoditerio
y agité las ropas colgadas de las perchas para comprobar que el felino no se ocultaba entre las togas y los mantos. Los Baños de Agripa se habían planificado para impresionar; formaban junto con el Panteón un complejo de edificios espectaculares que reflejaban la gran actividad del emprendedor yerno de Augusto. Era su monumento visible una vez que se dio cuenta de que, a pesar de décadas de servicio, nunca conseguiría alcanzar el trono. Aquellos baños habían sido públicos y gratuitos desde la muerte de Agripa, según una generosa cláusula de su testamento. Las termas eran elegantes, refinadas, cubiertas de losas de mármol y extraordinariamente funcionales. Cada vez que abríamos una puerta para pasar a la cámara siguiente, nos golpeaba un verdadero muro de aire cada vez más cálido y más cargado de vapor. Cada paso que dábamos se hacía más resbaladizo y peligroso.
El recinto, situado en pleno Campo de Marte, le quedaba lejos a la mayoría de los habituales pero, aun así, por lo general estaba bastante concurrido. La presencia del leopardo lo había dejado vacío. Los primeros en largarse fueron los descuideros y los vendedores de bocadillos. Las cuidadoras de la ropa, que además suministraban el equipo para el baño a los bañistas, gordas donde las haya, nos apartaban a empujones en su huida a lugar seguro. Un esclavo solitario se había acurrucado en la sala de ungüentos, incapaz de escapar de puro miedo. Por una vez, la espartana sala de calor seco y el tepidario lleno de vapor estaban fantasmagóricamente desiertos. Continué la marcha acompañado por alguno de los vigiles. Nuestras botas claveteadas se deslizaban pesadamente y arañaban las baldosas del suelo. Cuando atravesamos con no poco esfuerzo la pesada puerta —que se cerraba sola— que daba a las termas, la ropa se nos pegó al cuerpo al instante. Como no nos habíamos preparado con los procedimientos normales de calentamiento progresivo, el calor húmedo nos resultó sofocante. Los cabellos chorreaban. El corazón nos latía de forma nada natural. A través de las nubes de vapor, distinguimos formas desnudas y la piel sonrosada y brillante de algunos bañistas envueltos en sopor a quienes, al parecer, el caos del exterior apenas perturbaba; de hecho, parecían completamente ajenos a ello. Aquellos hombres no habían sido inspeccionados por ningún leopardo, últimamente.
—¡Imposible que viniera por este lado! —murmuré. La gran puerta de entrada le habría detenido. Estaba construida de modo que cedía fácilmente al contacto, pero la fiera la percibiría como un obstáculo insalvable.
Hicimos un alto con alivio. Varios bañistas curiosos intentaron seguirnos.
—Quedaos dentro. ¡Mantened cerrada la puerta!
Era uno de los vigiles. Lo que decía era razonable, pero perdía el tiempo con aquel consejo. Sudaba tanto que había perdido toda autoridad. Los bañistas querían saber qué sucedía. Teníamos que localizar al animal y sólo entonces podríamos organizar un cordón de seguridad adecuado en torno a la zona donde se hallara.
Aquellas termas no me resultaban familiares. Por todas partes se abrían pasillos que conducían a piscinas privadas, letrinas, cubículos, cuartos de los empleados… Me vino a la cabeza un pensamiento:
—¡Ah, por Júpiter! Tenemos que asegurarnos de que no se meta en el hipocausto.
Uno de los vigiles soltó un juramento. Bajo los suelos suspendidos de los baños estaban las cámaras de calentamiento, alimentadas por hornos enormes. El hombre comprendió, como me había sucedido a mí, que avanzar a rastras entre los pilares de ladrillo de aquel cocedero subterráneo en busca del leopardo resultaría espantoso. No sólo el espacio era apenas suficiente para arrastrarse por él, sino que el calor allí era insoportable. También sería altamente peligroso respirar los vapores. Un ayudante entró por una puerta lateral con un puñado de toallas, lienzos finos tan pequeños que casi habría resultado difícil sonarse la nariz en ellos. Piperita asió por el brazo al ayudante, le hizo soltar de las manos el paquete de toallas y lo forzó a bajar, a empujones, una de las escaleras de acceso, custodiado por un vigil de buena planta.
—Mirad detrás de todas las columnas. Si veis que algo se mueve, gritad…
El hombre de guardia me dirigió una mueca mientras Piperita daba las órdenes; incluso él parecía algo desconsolado:
—Bueno, es un primer paso…
—Pronto se derrumbará —respondí, lacónico. Era una estupidez. Un gran felino que buscara refugio podía deslizarse a duras penas entre los pilares calientes bajo el suelo, pero para un hombre no era asunto para tomarlo a broma.
—Si lo hace, enviaré a otro a rescatarlo.
Sin mas comentarios, retrocedí apresuradamente hacia la sala fría. Allí encontré a otro ayudante, a quien envié corriendo para que avisara al encargado de las calderas.
—¿Dónde puedo encontrar al gerente de los baños?
—Estará almorzando, probablemente.
Típica respuesta.
Por fortuna, los vigiles habían traído de algún puesto de comidas a uno de los subgerentes. El hombre venía dando cuenta de un bocadillo pero no tuvo inconveniente en abandonarlo, pues el queso parecía demasiado pasado. Lo convencimos para que organizara a su gente en una búsqueda metódica. Cada vez que comprobábamos una estancia, dejábamos en ella a un hombre para que nos advirtiese a gritos si la fiera aparecía por allí más tarde. Los esclavos empezaron a convencer al resto del público para que saliera de forma ordenada. Salieron a regañadientes.
El calor y el vapor resultaban asfixiantes. Completamente vestidos, éramos presa de la temperatura y estábamos perdiendo nuestra voluntad de continuar. Se sucedían los falsos rumores de avistamientos. Cuando el edificio se vació por fin, el eco de las carreras y los gritos de los vigiles hicieron aún más tensa la atmósfera. Me pasé el brazo por la frente para que no me goteara el sudor. Un vigil sobrado de peso emergía de un conducto del hipocausto, pero se había quedado atascado. Sus compañeros, entre bromas y risas le secaban el rostro con toallas mientras el hombre jadeaba entre juramentos y disparates.
—Alguien dijo que habían visto al animal aquí abajo. Me he metido a echar un vistazo, pero es inútil. El hueco sólo tiene un metro de altura y hay un bosque de columnas. Si uno se encuentra a la fiera cara a cara, puede darse por muerto. —Con un último esfuerzo, consiguió escurrir el cuerpo por la boca de acceso—. ¡Puaj! ¡Ahí abajo hace calor y el aire apesta!
Fuera de combate por el momento, se quedó recostado cuan largo era contra la pared del pasadizo, donde se recuperó de los efectos de la humedad y de los vahos.
—Es mejor sellar la zona bajo el suelo —apunté—. Si la fiera está ahí abajo, una de dos: o se muere, o sale dentro de un rato por propia iniciativa. Podemos ocuparnos de esto cuando tengamos la certeza de que no está en ninguna otra parte.
Dejamos al hombre y el resto reemprendimos la búsqueda de mala gana. Pronto sacamos la conclusión de que habíamos buscado por todas partes. El animal quizás estaba ya fuera de los baños y causaba el pánico en algún otro lugar mientras nosotros perdíamos el tiempo allí. Los vigiles estaban dispuestos a darse por vencidos.
Yo también estaba agotado, pero decidí hacer una última inspección del edificio. Todos los demás habían salido ya. Cuando me vi solo, eché un vistazo a la sala de vapor caliente a través de una puerta abierta, calzada con una cuña. Gran parte del calor se había escapado ya de la estancia. Avancé hasta el gran cuenco de mármol de agua y me incliné sobre él para humedecerme el rostro y refrescarme. El agua estaba tibia y no me produjo ningún efecto. Cuando me incorporé, oí algo que me erizó todo el vello de la nuca.