Obligué a mis descaradas parientes a meterse en su vehículo, del cual asomaron la cabeza con terquedad.
—Vosotras, par de Mesalinas, será mejor que volváis a casa y os dediquéis a tejer medias para botas como buenas matronas romanas, como perfectas esposas a quienes Famia y yo no tengamos reparo en mencionar en nuestras lápidas mortuorias, algún día. —Maya y Helena soltaron una carcajada. La risa sonaba como si las dos tuvieran intención de sobrevivirnos a Famia y a mí y, tras nuestra muerte, tomar sendos amantes y dilapidar la herencia de sus hijos en algún balneario de placer de baja estofa—. Os daría escolta pero tengo asuntos urgentes que atender. Yo —añadí con altivez— entraré e intentaré ver a Rúmex. Aunque vosotras, encanto de criaturas, me habéis estropeado la oportunidad.
El portero no me reconoció. Sin mi cesta y sin las mandonas de mis mujeres, yo era un ciudadano más; los esclavos, por supuesto, como si no existieran. Era un truco que ya había utilizado en otras ocasiones, cuando quería mantener el anonimato.
Pedí ver a Saturnino. El portero me contestó que su amo no estaba en casa. Le repliqué que acababa de verlo entrar y el muy ladino me contestó que, fuera quien fuese, no importaba lo que hubiera visto: Saturnino no estaba en casa para mí.
Habría podido recurrir al encanto o a la simple insistencia, pero, con Helena y Maya observándome, saqué mi pase oficial de auditor del palacio imperial y lo sostuve a dos dedos de la cara del portero. A continuación, proclamé como un novel estudiante de oratoria que sería mejor que el escurridizo Saturnino me recibiese enseguida si no quería que lo denunciara por obstrucción al censo. Enseguida el portero llamó a un esclavo para que me enseñara el camino.
Antes de que se cerrara la puerta tras el esclavo que iba a trasmitir mi mensaje a Saturnino, el jefe de los cuidadores de Rúmex salió de la estancia. Me quedé de pie, en silencio y con la mirada fija en el suelo. El hombre desapareció sin dar muestras de haberme reconocido como el «esclavo» que había llegado a la casa con Helena y Maya (de cuyo interés por Leónidas debía de haber informado, con toda seguridad). A continuación fui invitado a pasar. No hubo ninguna protesta al respecto.
Encontré al lanista de pie en medio de una salita, donde un esclavo vertía algo —agua, me pareció— en una jarra que Saturnino sostenía en sus manos. Otro esclavo, agachado a sus pies, le quitaba las botas de calle. Saturnino sostuvo mi mirada sin asomo de hostilidad ni de especial curiosidad, aunque lo noté ligeramente ceñudo, como si se preguntara dónde me había visto antes. Dejé que se estrujase el cerebro tratando de ubicarme.
Aproveché aquellos momentos de turbación para observarlo con detenimiento. Él también debía de haber sido luchador en sus buenos tiempos. Era un hombre de mediana edad, recio y fortachón, cuyos músculos de brazos y piernas hablaban por sí solos. Si mi primera presa, Calíopo, tenía más aspecto de vendedor de cojines que de tratante de gladiadores, Saturnino, en cambio, respondía hasta el menor detalle al prototipo de estos últimos, todavía mostrando las cicatrices y el porte de su pasado como luchador. Parecía perfectamente capaz de romper a golpes las patas de la mesa si no le gustaba la cena… y, a continuación, hacer lo mismo con las piernas del cocinero. Se me pasó por la cabeza la imagen de aquel tipo azuzando a sus hombres en la arena del circo. Como preparador de gladiadores, conocía el trabajo por experiencia personal. Había lanistas que, cuando acompañaban a sus luchadores, los animaban con tal entusiasmo que gastaban más energías ellos mismos que sus mirmillones y reciarios. No sé por qué me imaginé que Saturnino era de los tranquilos, de los que asisten a los combates con calma y se limitan a animar con palabras a los suyos en el momento oportuno.
Se había rodeado de símbolos de su vil oficio. Armas y cascos de ceremonias colgaban de una serie de perchas en su oficina, reducida y funcional. En un rincón, guardaba en un baúl una serie de garrotes de los que los lanistas llevan al circo. En una estantería de madera se exhibía un peto delicadamente laqueado. También había varias coronas de vencedor y bolsas forradas, tal vez las mismas que había obtenido en su época de gladiador.
Saturnino tenía una mirada inteligente, lo cual encajaba bien con sus triunfos en la arena del circo. Ningún luchador alcanzaba la libertad sin una aguda inteligencia. Yo esperaba encontrarlo receloso, pero se mostró tranquilo, amistoso —sospechosamente amigable, tal vez— y nada perturbado por mi visita.
Le expliqué quién era, lo que estaba haciendo para Vespasiano y que la auditoría a Calíopo era el primer paso de una revisión más amplia del mundo del circo. Saturnino no esbozó un solo comentario. Ciertamente la noticia había corrido con la velocidad del rayo. No insinué que él sería mi siguiente víctima, aunque debió deducirlo.
—Según mis indagaciones, hay un cabo suelto que quisiera atar. A Calíopo le han secuestrado, ¿te parece que lo llamemos así?, y matado un león. He recibido informaciones de que el responsable es uno de tu camarilla y me gustaría entrevistar a Rúmex, si me haces el favor.
—Gracias —respondió Saturnino— por hablar conmigo previamente.
—Es una cortesía lógica.
—Aprecio tu cortesía.
Sus esclavos nos habían dejado solos un rato antes. Saturnino se acercó a la puerta y habló con alguien que aguardaba fuera. No había duda de que estaba a punto de contarme algún cuento, una historia que pudiera encajar con lo que ellos pretendían hasta que yo descifrase sus intenciones y pudiese presionar donde dolía. Desde luego, yo no tenía la intención de agarrar por los pliegues de la túnica a un gladiador laureado y ponerlo contra la pared con la idea de sonsacarle la verdad a golpes. Esto requería una mayor sutileza.
Me afané por contemplar los trofeos y armaduras. Saturnino no se alejó de mi lado y me explicó qué significaba cada uno. Cuando describía una vieja batalla, era un buen teórico. También sabía contar anécdotas interesantes. El tiempo de espera pasó sin novedad.
Luego, tras una suave llamada a la puerta, un esclavo la abrió y franqueó el paso a Rúmex. Tan pronto lo vi, me di cuenta de que no tenía que haberme preocupado.
Probablemente Rúmex ya era estúpido antes de que los combates maltratasen su cerebro. Era un hombre alto, de pies ligeros, cuerpo perfectamente tallado, facciones que daban espanto y duro de mollera como el pilar de un muelle. Probablemente sería capaz de enlazar un par de palabras en una conversación, siempre que fueran, «¿Cuál es el mío?», «Piérdete» o «Matarlo». Hasta ahí llegaba, no más. Entró en la sala de su amo como si temiese tropezar con el mobiliario, pero aún conservaba el juego de piernas que debía de haberlo convertido en la envidia de sus oponentes. Era muy joven y poderoso y daba la impresión de ser también intrépido.
En el borde de la túnica llevaba una cinta un tanto ridícula y en el cuello una gargantilla de oro que tuvo que costarle una fortuna aunque su diseño era de una vulgaridad espantosa. Los joyeros de la Saepta Julia las confeccionaban especialmente para hombres de ese tipo. Los eslabones de oro se unían a una placa cuadrada con su nombre. Aquello debía de ayudarlo cuando olvidaba cómo se llamaba.
—Saludos, Rúmex. Me siento honrado de conocerte. Me llamo Falco y deseo hacerte unas cuantas preguntas.
—Me parece bien.
Me miró con tal aire de honradez que supe al momento que lo habían aleccionado. Además, accedió a colaborar gustosamente. A la mayoría de los inocentes les desconcierta que uno se fije en ellos, pero allí no era necesaria tal cosa. Rúmex sabía de qué iba el asunto. Y también conocía las respuestas: tanto las que yo buscaba como las mentiras que le habían dicho que contara.
—Estoy investigando la sospechosa muerte de Leónidas, el león devorador de hombres. ¿Sabes algo al respecto?
—No, señor.
—Lo sacaron de su barracón, lo atravesaron con una lanza y lo devolvieron misteriosamente a su lugar.
—No, señor —repitió él, aunque mi última observación había sido una afirmación, y no una pregunta. Si Rúmex hubiera sido tan lento de reacciones en el circo, no habría pasado de la primera pelea.
—Me han dicho que fuiste tú quien mató a Leónidas. ¿Es cierto eso?
—No, señor.
—¿Lo habías visto en alguna ocasión?
—No, señor.
—¿Recuerdas dónde estabas y qué hacías anteanoche?
Rúmex quería mantenerse en su respuesta habitual, pero se dio cuenta de que hacerlo lo convertiría en sospechoso. Sus ojos intentaron volverse a su preparador en busca de consejo, pero consiguió mantener la mirada fija en mí con aquel aire de «sinceridad».
—Yo puedo responderte a eso, Falco —intervino Saturnino. Rúmex hizo una mueca de agradecimiento—. Rúmex estuvo conmigo toda la noche. —Me pareció que aquello sorprendía a su hombre; así pues, tal vez fuera verdad—. Lo llevé a un banquete a casa de un antiguo pretor.
Si lo decía con el propósito de impresionarme con el rango, no lo consiguió.
—¿Lo exhibías? —pregunté, dando a entender que Saturnino era demasiado delicado como para decirlo.
Mi interlocutor aceptó, con una sonrisa, que los dos éramos hombres de mundo.
—Todo el mundo está siempre encantado de conocer a Rúmex.
Me volví hacia éste, que se debió considerar a salvo de nuevas preguntas:
—¿Y le ofreciste al viejo pretor una demostración privada de tus fabulosas capacidades?
Yo sólo hablaba por hablar, pero, esta vez, Rúmex se mostró horrorizado. Su entrenador intervino rápidamente:
—Unas cuantas presas de lucha y unas fintas con una espada de entrenamiento siempre quedan bien.
Los miré alternativamente. Era evidente que había tocado un punto delicado y asumí las consecuencias que eso podía acarrearme. ¿Era posible que a Leónidas lo hubieran matado en casa de un magistrado principal? ¿Estaba presente Saturnino cuando se produjo el hecho?
—Lo siento, Saturnino, pero debo insistir en que me facilites el nombre del anfitrión de esa velada.
—Por supuesto, Falco. Pero me gustaría hacérselo saber al interesado antes de mencionar su nombre a un desconocido. Mera cortesía.
Era muy lógico.
—Y yo debo insistir en que no lo pongas en antecedentes.
—Seguro que no habrá objeciones, tratándose de un hombre de su rango…
Saturnino ya estaba haciendo uno de sus viajecitos a la puerta para murmurar unas órdenes a un corredor.
Dejé que él se saliera con la suya. No confiaba en poder afrontar una queja formal de un pretor por acoso. Vespasiano le daría la razón a él aunque yo tuviese pruebas en su contra… y ni siquiera las tenía. Por lo menos, todavía no. Su rango me traía sin cuidado, pero primero tenía que asegurarme.
Era un progreso interesante. Tan pronto me daba por comprobar confusos libros de contabilidad entre gente de baja estofa como, un rato después, insistía en ver el diario social de un prohombre que sólo estaba un peldaño por debajo del cónsul. Y lo más sorprendente era que, estaba seguro, el individuo ya había sido puesto al corriente de mi interés por él.
—¿Quién más estaba presente en la cena con ese misterioso prohombre? —pregunté como quien no quiere la cosa.
El lanista respondió en el mismo tono:
—Ah, fue un encuentro muy informal.
—¿Con amigos?
Noté que se resistía a decírmelo, aunque tenía suficiente habilidad para ceder en su negativa si veía que no había alternativa.
—Mi mujer y yo, el pretor y una dama amiga suya. Nadie mas.
Las cenas en casa de los personajes importantes solían acercarse más al número clásico de nueve comensales. Un cuarteto era un grupito bastante curioso e inhabitual, en caso de ser cierto.
—Te desenvuelves en un círculo envidiable. Me muero por preguntarte cómo lo haces.
—Por asunto de negocios. —Saturnino sabía hacer que todas sus respuestas parecieran espontáneas y lógicas.
Yo me fingí más crédulo de lo que en realidad soy:
—Creía que los senadores tenían más limitaciones en su libertad para dedicarse al comercio…
En realidad, el comercio era una actividad que tenían prohibida. De todos modos, solían valerse de sus libertos como intermediarios e incluso muchos la desempeñaban ellos mismos.
—No se trataba de cuestiones comerciales —se apresuró a responder Saturnino—. Nos conocimos cuando mi anfitrión organizaba los Juegos.
Ésta era una responsabilidad formal de los pretores durante su año como magistrados. Terminar el año vinculado por amistad con un lanista en concreto podía parecer un abuso de poder, pero algunos miembros del gobierno daban por hecho que el objetivo final de disfrutar de un alto cargo era abusar de su posición. Sería casi imposible demostrar que el dinero había cambiado de manos ilegalmente y, aunque descubriese que así había sido, la mayoría de los pretores no acabaría de entender mi denuncia.
—Es magnífico pensar que habéis mantenido tan buena relación después de su periodo de mandato —comenté. Saturnino me dedicó una sonrisa condescendiente—. Así pues, tu mensajero ya habrá tenido tiempo de trasmitirle tus noticias. ¿Podrías revelarme el nombre de ese pretor?
—Pomponio Urtica —respondió Saturnino como si estuviese realmente encantado de colaborar. Tomé buena nota de buscar una tablilla y registrar aquel dato. Sin que yo se lo pidiera, repitió el nombre. Con la misma calma, yo insistí en que me facilitara la dirección privada del viejo pretor.
Quedó claro que había llegado al final de la entrevista. Sin consultarme, el lanista despidió a Rúmex. El enorme gladiador se escabulló.
—Gracias por la ayuda —dije a Saturnino. Todo aquello era zalamería.
—Me ha encantado hablar contigo —respondió él como si todo hubiera sido una disputada partida de damas. A continuación, para sorpresa mía, añadió—: Pareces un personaje interesante. Mi esposa es muy aficionada a organizar veladas sociales. ¿Qué me dirías de una invitación a cenar con nosotros? Acompañado de tu persona de preferencia… —añadió en un tono muy civilizado que dejaba a mi elección acudir con mi esposa, con una prostituta o con algún muchacho de ojos saltones, de esos que trabajan de masajistas en los baños.
Para un auditor del Estado era una estupidez y un riesgo confraternizar con los sujetos de la investigación que tenía en marcha. Naturalmente, acepté la propuesta.
Pomponio Urtica vivía en el Pinciano. Su mansión se extendía en un terreno elevado al este de la vía Flaminia, más allá del mausoleo de Augusto. Un buen barrio. Espacios abiertos propios de patricios, con vistas panorámicas interrumpidas sólo por altos pinos de anchos troncos donde se arrullan las tórtolas. Hermosos atardeceres sobre el Tíber, a varias millas del alboroto del Foro. Aire limpio, atmósfera apacible, fincas magníficas, vecinos agradables; en resumen, un lugar magnífico para la reducida elite que habitaba aquella zona elegante… y un barrio terriblemente inconveniente para los que acudíamos allí de visita.