El enorme establecimiento se hallaba en silencio prácticamente, pero había captado el ruido de unas zarpas contra el mármol muy cerca de mí.
Me obligué a darme la vuelta muy despacio. El leopardo no dejaba de mirarme. Se había detenido en uno de los bancos de la pared y estaba sentado como un bañista en el cuarto de vapor, entre la puerta y yo.
—Sé buena chica…
La fiera emitió un gruñido. Resultó aterrador y muy claro. Yo nunca había tenido mucha suerte entre el género femenino.
Guardé silencio. No tenía salida. El puñal era la única arma de que disponía. Incluso mi manto se me había caído en el asiento de mármol, más allá del leopardo. El suelo estaba resbaladizo, con una gran mancha de aceite de baño derramado que contribuía a empeorar las cosas. El perfume era de flor de vid, el que más me desagrada, pues me resulta más soso que festivo. Entre el aceite se veían desparramados también los fragmentos, afilados como agujas, de una pieza rota de alabastro.
Noté enseguida que algo iba mal. Y esperar lo peor hace que suceda. Ojalá el éxito fuera así de sencillo.
Me sentía exhausto debido a la humedad. Aquello no era para mí. Yo nunca había sido cazador. Con todo, sabía que nadie con experiencia y armado sólo con un puñal pequeño, intentaría enfrentarse a un leopardo grande y en buena forma.
El felino moteado se lamió los bigotes. Se le veía completamente relajado.
Unos ruidos me sorprendieron: por el pasillo exterior se oían unas voces y unas pisadas apresuradas que se acercaban. El leopardo sacudió las orejas y lanzó un gruñido amenazador. Noté la garganta demasiado seca como para pedir ayuda a gritos; de todos modos, no era buena idea. Muy despacio, me agazapé con la esperanza de que el animal hubiese aprendido a reconocer aquella postura amenazadora de los humanos. La suela de una bota patinó sobre el suelo aceitoso. El olor nauseabundo del
oenanthium
derramado me puso al borde de la asfixia. El leopardo al moverse también resbaló, yendo a quedar colgando del asiento una de sus grandes zarpas. Con gesto de dolor, volvió a colocarla con cuidado, al tiempo que emitía un grave y ronco rugido. En ese momento nos miramos, mutuamente, aunque yo intentaba fingir desinterés y que no le presentaba el menor desafío. La fiera seguía teniendo espacio suficiente para escapar. Podía saltar, dar media vuelta y marcharse. Al menos podía oír las voces que se acercaban poco a poco. Los dos supimos con certeza que el animal iba a ser atrapado.
La cámara donde nos hallábamos era un lugar espacioso, de paredes altas y techo abovedado. Había espacio suficiente para que un grupo de augures procedente del templo de Minerva en la Saepta, tomara una sesión de vapor sin rozarse. Para un hombre solo allí encerrado con un gran felino carnívoro, resultaba un lugar angosto.
Las voces se oían ya en la misma puerta.
—¡Que no entre nadie! —grité. Pero los recién llegados entraron, pese a mi aviso.
El leopardo comprendió que en aquel momento unos humanos detrás de ella significaban un peligro. Yo debía de haberle parecido completamente inofensivo. Se incorporó y avanzó por el banco de mármol en mi dirección, pendiente del alboroto pero más aún concentrado en mí. Retrocedí hasta dar con el cuenco de piedra; después, empecé a protegerme tras la pila. El sólido y pesado objeto ornamental me llegaba por el hombro y quizá me ofreciera cierta protección. No llegué a averiguarlo. Fuese porque decidió saltar hacia la pila o porque me convertí en su objeto de deseo, la cosa es que se me echó encima de un salto. Lancé un grito y levanté el puñal, aunque no tenía la menor oportunidad.
Enseguida, al enredársele una de sus zarpas en una tapa de alcantarilla, una de aquellas pequeñas rejillas cuadradas con diseños en forma de flor que permitían que el vapor condensado se recogiera allí y se eliminara, el animal trató de equilibrarse, abriendo para ello las patas. Fuera con la reja o con un trozo del alabastro roto, el caso es que el animal se había lastimado. Con evidentes signos de irritación, se mordía una zarpa de la que manaba un reguero de sangre. Yo continué gritando y lanzando alaridos, en un vano intento de ahuyentarla.
Alguien se abrió paso entre el grupo de hombres congregado en el umbral de la entrada. Una silueta de algo negruzco revoloteó en el aire, se abrió paso brevemente como una vela y, de inmediato, se cerró en torno al leopardo. La fiera terminó enredada y agitándose entre babas y resoplidos, retenida en los pliegues de una red que alguien le había arrojado encima. No era suficiente. Una pata moteada quedó libre y lanzó desesperados zarpazos. El amasijo de piel y garras seguía intentando darme alcance.
Levanté el brazo tratando de protegerme el cuello, pero fui derribado al suelo. La masa poderosa, toda ella pelaje húmedo, dientes y colmillos, me derribó de costado, golpeándome contra la pared. Olía a animal carnívoro y jadeé. Debí de estrellarme con uno de los tubos de la caldera, pues al principio no me di cuenta, pero luego noté que me había hecho una rozadura en el brazo desnudo, desde la muñeca hasta el dobladillo de la manga.
Varias siluetas se abalanzaron contra el leopardo; eran figuras apresuradas que resbalaban sobre el piso húmedo. Una segunda red trazó un arco en el aire, se abrió y cayó. Varios hombres inmovilizaron al animal con largas pértigas forradas de acero. Las órdenes se sucedían, seguidas de unos ruidos tranquilizadores dirigidos al animal. Más tarde unos hombres entraron en la estancia una jaula, que situaron rápidamente junto al enfurecido leopardo. La fiera seguía furiosa y aterrorizada, pero se daba cuenta de que aquellos humanos sabían lo que se hacían. Yo también lo advertí con alivio.
—¡Sal de ahí, Falco! —me ordenó la voz áspera de la mujer, alta y esbelta, que había arrojado la primera red, con la que, sin duda, me había salvado la vida. No era la suya una voz con la que se pudiera discutir. Ni ella una mujer a la que contradecir. Yo había tenido algún trato con ella, aunque tenía la impresión de que había pasado un siglo desde la última vez que la vi allá por tierras sirias. Se llamaba Talía—. Deja espacio para los expertos… —me gritó.
Luego me agarró por el brazo lesionado y lancé un grito involuntario de dolor. Me soltó pero volvió a cogerme con más fuerza y procurando tirar fuerte de la túnica. Dejé que me sacaran de la sala de vapor como un beodo al que expulsaran de una taberna a la que fuera especialmente aficionado. Luego, me quedé apoyado en la pared del pasillo, sudando y con el brazo derecho separado del cuerpo para ahorrarme rozaduras. Me daba la impresión de que nunca más volvería a respirar con normalidad.
Mi rescatadora se volvió para comprobar que el leopardo quedaba encerrado como era debido.
—Ya está dentro. Podrías haber esperado un poco, querido. ¡Desde luego, eres un tipo impetuoso que quiere hacerlo todo a su manera!
La insinuación tenía un tono seductor. Parecía mejor aceptar la crítica, fuera como tópico o como alusión sexual. Talía siempre me hacía comentarios atrevidos, pero yo fingía no oírlos. Me dije que estaba a salvo gracias a su amistad con Helena. Si le hubiese dado por empezar a sobarme, no habría estado en condiciones de resistirme.
Conocía a Talía desde hacía bastantes años. Se suponía que éramos amigos y la trataba con nervioso respeto. Trabajaba en el circo; por lo general, en un número con serpientes. Era una mujer a la que cabía comparar con una estatua… pero no precisamente con una escultura de una ninfa delicada de tierna sonrisa y aires virginales. Para colmo, tenía un carácter a juego con su presencia física. Me parece que me caía bien.
Como de costumbre, Talía lucía una mínima indumentaria teatral diseñada ex profeso para ofender a los puritanos. Para aumentar el efecto provocador llevaba unas botas de plataforma que la hacían tambalearse y unos brazaletes como cadenas del ancla de un barco. Se recogía el abundoso cabello en un tocado altísimo que debía de llevar varias semanas sin deshacerlo. Os juro que vi por un instante una alondra disecada entre la masa de peinetas y de alfileres de cabeza.
Talía tiró de mi arrastrándome hasta el
frigidarium
, me obligó a arrodillarme junto a la piscina y metió mi brazo herido en el agua, hasta el hombro, con lo que apagó parte del ardor que sentía.
—Quédate quieto.
—Supongo que eso les dices a todos los hombres a los que pones la mano encima…
Era un pensamiento insinuante. Talía lo sabia.
—Sigue mi consejo o mañana tendrás fiebre y te quedará una marca de por vida. Te daré un ungüento, Falco.
—Prefiero que me des conversación.
—Te daré lo que te conviene.
—Lo que tú digas, princesa.
Por fin, consintió que me levantara. Mientras me conducía amistosamente por las termas, encontramos a un hombre que llevaba en las manos un látigo y un taburete de patas cortas.
—¡Oh, mira! —exclamó Talía en tono sarcástico—. ¡Aquí tenemos a un muchachito que quiere ser domador de leones, cuando sea mayor!
El individuo puso cara de desconcierto.
Talía acababa de burlarse de un hombre alto, corpulento, de atezada piel, de nariz rota y rizados cabellos, en fin, la constitución física de un luchador, aunque sorprendentemente bien vestido. Llevaba una túnica con ricos galones unos azules y otros dorados, se cubría con un manto de lana fina con adornos celtas de plata y se ceñía con un cinturón caro con hebilla digna del propio Aquiles para llevar en alguna de sus fiestas. Lo seguían por el pasadizo un grupo de hombres, sus esclavos sin duda, algunos cargados con cuerdas y largas estacas ganchudas.
—Lo he capturado para ti —insistió Talía por encima del hombro cuando nuestros pasos se cruzaron. Al parecer, aquél era el dueño de la fiera—. Cuando la tengas a buen recaudo, ven a verme y hablaremos de cuánto te costará el rescate.
El hombre le dirigió una débil sonrisa e intentó convencerse de que Talía no hablaba en serio. A mí me parecía que sí. Y a él también.
Talía continuó caminando y yo la seguía, cojeando.
—¿Quién era?
—Un idiota llamado Saturnino.
—¡Saturnino! ¿Lo conoces, Talía?
—Estamos en el mismo negocio, digamos.
—Vaya, qué suerte. —comenté. Puso cara de sorpresa. Después tuve que prometer que le dejaría embadurnarme el brazo con el ungüento si me contaba lo que sabía de los hombres que importaban fieras para la
venatio
.
—¿Sobre Saturnino, en concreto?
—Sobre Saturnino y sobre Calíopo, claro.
—¿Calíopo? —Talía entornó los ojos. Probablemente había oído que éste era objeto de una auditoría para el censo—. ¡Oh, no me jodas Falco! ¡No me digas que tú eres el gilipollas que se dedica a inspeccionar la vida de los demás! Supongo que yo seré la siguiente, ¿no?
—Talía, te prometo que estás totalmente a salvo, no importa qué mentiras hayas decidido contar a los censores. Nunca me atrevería a investigar tus finanzas… y mucho menos tu vida.
Talía solía rondar por las afueras de la ciudad, cerca del Circo de Nerón. Cuando la conocí era una bailarina exótica del montón. Ahora se había convertido en representante de bailarinas de banquetes furtivos, de encantadores borricos capaces de realizar grandes demostraciones de memoria, de músicos sumamente caros, de echadoras de la buenaventura que habían nacido con pico de águila y de enanos que sostenían sobre la cabeza una pila de diez ánforas en vertical. Su actuación personal tenía como punto fuerte un contacto cercano con una pitón, una combinación eléctrica con la clase de número pornográfico que normalmente no se ve fuera de los peores burdeles soñados por villanos de la alta sociedad.
Se había hecho con el negocio de un empresario, del que hablaba con desprecio, como de la mayoría de los hombres, y pese a haber tenido un encuentro fatal con una pantera (de lo cual ella parecía aún bastante satisfecha), el negocio bajo la nueva y férrea dirección de Talía parecía ir viento en popa, aunque ella vivía en una tienda hecha jirones. Ah, eso sí, en el interior había cojines de seda y trabajos de metalistería orientales, luchando por hacerse sitio con viejas cestas desvencijadas, de las cuales alguna acogería probablemente, como yo bien sabía, más de una serpiente de poco fiar.
—Aquí tienes a Jasón. Salúdalo, Falco. —Jasón no andaba nunca metido en una cesta, no era su pareja de baile, lo tenía como un animal de compañía más pequeño. Se trataba de una pitón en rápido crecimiento de la cual Talía intentaba convencerme de que era un animal tierno al que le gustaba mucho mi compañía. Talía sabia que el bicho me despreciaba y que a mí estos bichos me producen un pavor letal. Con eso sólo conseguía que el animal redoblase sus intentos por acercarnos; típico de una organizadora de combates—. Ahora mismo lo está pasando mal y se siente deprimido. Estás cambiando de piel ¿verdad, querido?
—Será mejor que lo dejes tranquilo —repliqué, y me sentí débil por decirlo—. ¿Cuánto hace que has vuelto a Roma, Talía?
—Estoy aquí desde el verano. —Me ofreció un vaso de agua y esperó a que la bebiera. Sabía ser un buen paciente si la enfermera me obligaba a ello—. Pregunté por ti. Tú y Helena estabais en Hispania. ¿Más espionaje de inocentes comerciantes?
—Viaje familiar. —Nunca me ha gustado hacer alarde de los trabajos que realizo para el emperador. Apuré el vaso. Cuando lo dejé sobre una bandeja de marfil, Jasón se arrastraba hasta ella y lamía los restos—. ¿Qué tal van las cosas, Talía? ¿Davos sigue contigo?
—Sí, está ahí, en alguna parte.
Davos era un actor al que Talía había sacado de su vida apacible en la que representaba dioses ya apolillados de la vieja escena y le había convencido para que revitalizase su número circense unido a ella. Probablemente tenían relaciones personales, aunque evité preguntárselo. Davos era un hombre reservado y eso me merecía respeto. Talía, en cambio, podía hacerme sacar los colores con detalles procaces y comparaciones forzadas.
La vi ocupada en revolver un baúl de madera tallada, del cual extrajo una bolsita de cuero en la que guardaba medicamentos. En cierta ocasión le salvó la vida a Helena con un exquisito brebaje parto, denominado
Mithridatios antidotus
. Nuestras miradas se encontraron y los dos recordamos. Yo le debía mucho, no era preciso mencionarlo. Talía no sería auditada por Falco y Socio bajo ninguna circunstancia y, si alguien la molestaba, se las tendría que ver conmigo.