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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

¡A los leones! (13 page)

Cuando me vio, Famia se apresuró a darse por vencido. El caballo lanzó un relincho que sonó a burla.

—¿Precisas ayuda?

—¡Aparta, Falco!

Aquello me salvó de un buen mordisco en los dedos en mi pretensión de susurrar bobadas a la oreja del semental. En cualquier caso, daba igual intentar fingir ante Famia. Aunque consiguiera que el caballo tordo tomara su medicina, mi cuñado se atribuiría todo el mérito.

—Quiero cierta información, Famia.

—Y yo quiero una copa. —Yo iba dispuesto a sobornarlo—. ¡Vaya, Marco, gracias!

—Tienes que beber menos.

—Lo haré… después de este trago.

Hablar con Famia era como intentar limpiarse las orejas con una esponja. Uno se decía que el procedimiento podía funcionar pero podía perder horas hurgando sin conseguir penetrar apenas en el conducto auditivo.

—Parece que oigo a Petronio — dije, ceñudo.

—Buen tipo. Siempre le gusta echar otro trago.

—Pero él sabe cuándo parar.

—Quizá sepa, Falco… Pero, por lo que me han dicho, últimamente no lo hace.

—Bien, su esposa lo dejó y se llevó a sus hijos y él estuvo a punto de perder su empleo.

—Además, ahora vive en tu viejo apartamento, tan poco agradable; su enamorada ha vuelto con su esposo y sus perspectivas de promoción son una broma —dijo mi cuñado con un tono de voz irónico; sus ojos como rendijas se hicieron casi invisibles—. Y tú eres su mejor amigo. Tienes razón. Pobre tipo, ¡no me extraña que quiera olvidar!

—¿Has terminado, Famia?

—Ni siquiera he empezado.

—Buena retórica. —Estaba obligado a fingirme tolerante—. Escucha, tú eres la fuente de conocimiento sobre el mundo del espectáculo. ¿Me concedes eso? —Famia estaba demasiado ocupado en darle a la garrafa como para decir que no—. ¿Qué se comenta de una bronca entre los importadores de fieras? Alguien me ha dicho que todos los lanistas están muertos de impaciencia; esperan que el nuevo anfiteatro del Foro sea una riada de oro para enfriar el vino en las mesillas auxiliares.

—Lo único que conocen es la codicia. —Viniendo de él, su comentario era una broma.

—¿Su rivalidad se ha agudizado? ¿Estamos en vísperas de una guerra de preparadores?

—Siempre están así, Falco. —El vino había calentado ciertos atisbos de inteligencia en mi cuñado. En aquel momento, casi era capaz de mantener una conversación provechosa—. Pero sí, todos ellos calculan que el nuevo anfiteatro significará la puesta en marcha de grandes espectáculos, y eso es cierto. La inauguración es una buena noticia para todos. Aunque todavía no ha corrido la menor indicación de cómo se organizará.

—¿Qué opinas tú?

No se me había escapado que Famia reventaba por contar su teoría favorita.

—Supongo que los malditos lanistas con sus fuentes de aprovisionamiento de animales salvajes celosamente guardadas y sus grupos privados de luchadores se van a llevar una gran sorpresa. Si quieres saber mi opinión… ¡Ah, sí, claro que quieres…!

—Déjate de chanzas.

—Pues bien, yo apuesto a que todo será organizado y dirigido por el Estado.

—Vespasiano es un buen organizador —asentí—. Ofrece el Anfiteatro Flavio como regalo al pueblo: el emperador magnánimo que saluda con afecto al Senado y al pueblo de Roma, SPQR. Todos sabemos lo que supone eso. Esas siglas significan una catástrofe oficial. Esclavos públicos, comités, control consular…

—Vespasiano tiene dos hijos, los dos jóvenes —dijo Famia, y cortó el aire con el pulgar para hacer hincapié en sus palabras—. Es el primer emperador de que se tiene memoria que posee tal ventaja: viene equipado con su propio comité de los Juegos. Ofrecerá un espectáculo espléndido al mundo… y recuerda bien lo que te digo: todo este asunto será dirigido desde un despacho de la Casa Dorada, bajo las órdenes de Tito y de Domiciano.

«Un proyecto de Palacio», me dije a mí mismo que, hasta aquel momento, nadie había expuesto semejante plan. Quizá me resultara favorable sugerírselo a Vespasiano. Mejor aún, se lo sugeriría a Tito César para que éste tuviera ocasión de plantearlo de forma oficial, adelantándose a su hermano menor antes de que Domiciano se enterase de lo que sucedía. Tito era el heredero, el sucesor. Me gustaba la idea de granjearme su gratitud.— Quizá tengas razón, Famia.

—Ya sé que la tengo. Van a arrebatárselo a los lanistas privados con la excusa de que el nuevo anfiteatro es demasiado importante como para dejarlo en manos de la empresa privada sin intervención oficial.

—¿Y supones que, una vez que se haya instalado la organización estatal, será permanente?

—Rotundamente, sí. —La idea de Famia de lo que debía ser un comentario político tendía a seguir senderos trillados. Las cuatro facciones de aurigas eran financiadas por patrocinadores privados, pero siempre se comentaba que las gestionaba el Estado; quizá no fuera así, pero Famia y todos sus colegas habían desarrollado prejuicios muy firmes al respecto.

—Control imperial: fieras atrapadas por las legiones y traídas a bordo de la flota nacional; gladiadores entrenados en cuarteles al estilo militar; funcionarios de palacio encargados de la dirección. Toda la gloria al emperador. Y todo pagado con fondos de la cámara del tesoro de Saturno. —Musité tontamente:

—Es decir, con la plata que con duro esfuerzo he proporcionado recaudando impuestos con el jodido censo.

Afortunadamente, Famia todavía no estaba al corriente de mi actual empleo. Mi cuñado estaba llegando al punto de querer confiarme los problemas de su vida privada. Supuse que eran todos culpa suya; en cualquier caso, yo estaba del lado de mi hermana. Interrumpí sus gemidos y le pedí si podía decirme algo de Calíopo o, mejor aún, de Saturnino, el rival que parecía tener un papel tan importante en la vida comercial de mi sospechoso. Famia respondió que los importadores de animales y los preparadores de gladiadores eran desconocidos en su ambiente, más refinado, de las carreras de caballos. A duras penas conseguí no atragantarme de la risa.

Por casualidad, mencioné la conexión tripolitana. En esta ocasión, Famia demostró cierto interés. Al parecer, alguno de los mejores caballos procedía de África.

—Numidia, Libia…, todos proceden de allí, ¿verdad?

—Casi todos. Pero yo creía que los buenos caballos venían de Hispania, Famia…

—En realidad, los mejores vienen de tierras de los malditos partos. Ese enorme ejemplar de ahí —señaló el caballo tordo que había rechazado su medicina— procede de Capadocia; debe de tener sangre parta o meda en su ascendencia. Eso le convierte en un ejemplar con la potencia necesaria para tirar de un carro incluso en las curvas y desde la parte externa del grupo. Eres el mejor, ¿verdad, muchacho? —El caballo tordo enseñó los dientes encabritándose. Famia decidió no darle una palmadita. Aquello le había sucedido por ser bueno con los animales—. Después de los partos, los de Hispania y los de África están a la misma altura, más o menos. Los caballos libios son famosos por su resistencia, lo cual es bueno en una carrera. Nadie quiere un tronco de caballos que se coma la barrera de salida pero que sólo aguante un breve sprint. Se necesita un equipo que resista sin problemas siete vueltas a la pista.

—Exacto. —Conseguí no burlarme de él con un comentario del estilo de «¿Te refieres a uno como el que tenemos los Azules?»—. Supongo que los importadores de caballos son la misma gente que trae los grandes felinos y demás animales exóticos para la
venatio
, ¿no?

—Supones bien, Falco. Lo cual significa que conozco a un suministrador que puede decirte lo que quieres averiguar. Sea lo que sea.

Le toleré una risita maliciosa. Era lo que uno podía esperar de la familia. Como de costumbre, yo tampoco estaba muy seguro de qué andaba buscando en concreto, pero le oculté a Famia mi incertidumbre y me limité a agradecerle el ofrecimiento de presentarme a su colega. Probablemente se olvidaría de todo al momento, de modo que no me molesté en mostrarme demasiado efusivo.

—Por cierto, ¿has oído hablar alguna vez de un tal Rúmex?

Famia me miró como si estuviese loco.

—¿Dónde has estado, Falco?

Era evidente que sabía más cosas que yo pero, antes de que pudiera contármelas, lo detuvo a media frase un esclavo que, con los ojos casi fuera de las órbitas, entró apresuradamente en los establos, vio a Famia y se puso a gritar:

—¡Tienes que venir conmigo enseguida! ¡Y trae una cuerda!

—¿Qué sucede?

—¡Se ha escapado un leopardo y está en el tejado de la Saepta Julia!

XVII

Famia no se molestó en buscar la cuerda. Como a la mayoría de bebedores, el vino ingerido apenas le había afectado. Estaba lo bastante sereno como para saber que aquello no era lo mismo que cuidar caballos. Para atrapar un leopardo se precisaría algo más que aproximarse sigilosamente con una zanahoria en la mano y un bozal a la espalda. Los dos corrimos hacia la Saepta, pero no necesitaba preguntar nada para saber que Famia sólo acudía para que lo vieran allí. Esto me hizo preguntarme quién se consideraría adecuado en Roma para afrontar aquella situación. Yo, desde luego, no. De eso estaba seguro. Yo también iba a contemplar el espectáculo.

Cuando llegamos y vi el tamaño y la ferocidad de la fiera —un leopardo hembra, para ser más exactos— me reafirmé en el deseo de no verme involucrado en aquella aventura. El animal estaba tumbado en el tejado con la gruesa cola colgando como una épsilon griega. De vez en cuando, si la multitud que abarrotaba la calle le molestaba, daba un rugido tal que temblaba todo el mundo. Siguiendo los hábitos típicos de las turbas romanas, aquello era precisamente lo que la gente intentaba conseguir. Olvidándose de los leopardos que habían visto en el circo, abriendo a dentelladas cuellos humanos y desgarrando la carne como si tal cosa, los presentes agitaban la mano, lanzaban gritos, permitían que sus hijos corriesen por las inmediaciones haciendo muecas e incluso ofrecían palos de escoba intentando con los más largos azuzar a la fiera.

Alguien iba a resultar muerto. Una mirada a los ojos entrecerrados del leopardo hembra me confirmó que la fiera estaba decidida a no ser ella.

Era un animal hermoso. A veces, el largo viaje por mar a través del Mare Nostrum, por no hablar del estrés de la cautividad, provocaba que los felinos del circo tuvieran un aspecto horrible. Este ejemplar estaba muy sano y en perfectas condiciones. Tenía un pelaje moteado muy tupido y el tono muscular gozaba de su mejor momento. Era ágil, robusto y poderoso. Cuando Famia y yo llegamos al exterior de la Saepta, la fiera estaba tumbada e inmóvil. Levantó la cabeza y observó a la gente como si fueran potenciales presas en la sabana. No se le escapaba un solo movimiento, un solo respiro.

Lo más seguro era dejar a la fiera en paz, a la vista de todos. El recinto de la Saepta Julia sólo tenía dos plantas de altura. No importaba cómo había subido, el animal podía volver a bajar y escapar con facilidad. Todo el mundo debería mantenerse a distancia, en silencio, hasta que acudiera algún entendido, algún bestiario con el equipo adecuado.

En su lugar, se hizo cargo del asunto el cuerpo de vigiles, en vez de estar limpiando las calles y contener a la gente, pero en cambio se comportaban como un grupo de muchachos que hubieran encontrado una serpiente enroscada bajo un pórtico y se preguntaran qué podían hacer con ella. Ante mi mirada horrorizada, acercaron su máquina sifón y se dispusieron a administrar una ducha fría al leopardo para asustarlo y hacerle bajar. Aquellos idiotas pertenecían a la Séptima Cohorte, cuya misión era patrullar el Trastévere, siempre abarrotado de extranjeros y gente de paso. Lo único que sabían hacer era dar palizas a los emigrantes asustados, muchos de los cuales ni siquiera sabían latín, y que salían corriendo en lugar de quedarse a hablar de la vida y del destino con los vigiles. La Séptima no había aprendido nunca a pensar.

El centurión que iba al mando era un patán ridículo incapaz de entender que, si el animal se veía obligado a saltar al suelo, todos correrían a la desvandada y estarían en grave peligro. El leopardo podía ponerse furioso. Peor aún, podía estar perdido algunos días entre los grandes templos, los teatros y los pórticos artísticos del Campo de Marte. La zona estaba demasiado poblada como para darle caza y, al mismo tiempo, era demasiado abierta como para tener muchas esperanzas de arrinconarla. Había gente por todas partes; muchos ni siquiera sabían en el incidente que se habían metido.

Sin tiempo para discutir aquellas ideas razonables, los desgreñados miembros de la Séptima empezaron a entretenerse con su juguete.

—Estúpidos gilipollas —masculló Famia.

La máquina antiincendios era un enorme tanque de agua transportada en un carro. Disponía de dos pistones cilíndricos que funcionaban mediante un brazo móvil. Cuando los vigiles accionaban el brazo —algo que hacían con energía cuando los observaba la multitud— los pistones hacían subir un chorro de agua que salía expedido por una boquilla central, la cual estaba dotada de una articulación flexible que la hacía girar hasta trescientos sesenta grados.

Con más gracia de la que aplicaban a los incendios de viviendas o de graneros, la Séptima proyectó el chorro de agua directamente hacia la fiera. Ésta cayó de costado, derribada más por la sorpresa que por el chorro. Irritado, el animal empezó a resbalar, pero se recuperó y pugnó por agarrarse a las tejas con las zarpas bien abiertas. La Séptima siguió sus movimientos con el fino arco del chorro de agua.

—¡Yo me largo de aquí! —murmuró Famia. Gran parte de los presentes se acobardaron también y se dispersaron en diversas direcciones. Encima de nosotros, el temible leopardo intentaba avanzar por el caballete del tejado. Los vigiles dirigieron el chorro hacia allí para interceptar su avance. La fiera decidió escapar hacia abajo y descendió un par de pasos por las tejas, con cautela, por el lado del tejado que daba a la calle en lugar de hacerlo por el que caía al recinto interior de la Saepta. La Séptima tardó unos segundos en ajustar el chorro a la nueva dirección; cuando por fin acertaron de nuevo en su lomo, el animal se decidió a saltar.

El resto de la gente que allí quedaba, se dispersó. Yo también debería haber escapado pero, en lugar de hacerlo, agarré un taburete abandonado en la calle por una florista, saqué el puñal de la bota y avancé hacia el lugar donde se disponía a saltar la fiera. Se proponía alcanzar la calleja que llevaba al Panteón de Agripa.

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