Iba a perderlas a las dos a menos que hiciera algo por evitarlo. Corrí hacia el establecimiento con cara de pocos amigos. Las dos mujeres se mostraron sorprendidas. Aquel par de descaradas que merodeaban a la espera de un aparente encuentro fortuito eran Helena Justina, mi compañera supuestamente casta, y mi irresponsable hermana pequeña, Maya. Esta murmuró algo que entendí, por el movimiento de sus labios, como una obscenidad.
—¡Ah, Marco! —exclamó Helena sin el menor pestañeo. Advertí que los párpados le brillaban por el exceso de pasta de antimonio—. Por fin nos has alcanzado. Llévame la cesta, cariño.
Y diciendo esto, me puso la canasta en la mano.
Enseguida me di cuenta de que estaban fingiendo, de que me hacían pasar por un esclavo doméstico. No estaba dispuesto a tolerarlo.
—Querría hablar un momento con vosotras…
— «¡Querría hablar con vosotras…!» —masculló Maya con auténtica cólera—. Me he enterado de que le has hecho beber a mi marido… ¡Si vuelve a suceder, mandaré que te azoten!
—Ibamos a entrar aquí —anunció Helena con el perentorio desdén de clase alta que una vez me había llevado a enamorarme de ella—. Deseamos ver a cierta persona. Tú puedes acompañarnos, o esperarnos aquí fuera.
Al parecer, la propina que habían dado era cuantiosa. El portero no sólo les franqueó la entrada, sino que hizo tal reverencia que estuvo a punto de restregar las narices por el suelo. Luego, les indicó dónde debían dirigirse. Las dos mujeres pasaron ante mi sin hacer caso a mis miradas furiosas. Tan pronto como su presencia fue detectada por la chusma del interior del establecimiento, se escucharon unos silbidos procaces. Me tragué, pues, la indignación y corrí tras ellas.
Las instalaciones de Saturnino se elevaban a la categoría de excelentes si las comparamos con las miserables chozas del local de Calíopo. Pasamos ante una forja situada junto a una armería y luego dejamos atrás toda un ala de oficinas. Los tabiques de madera eran consistentes, las contraventanas estaban pintadas y los pasillos, limpios y barridos. Todos los esclavos que rondaban por el lugar llevaban uniforme. Uno de los grandes patios sólo era para admirar: una arena dorada perfectamente extendida y limpia, con frías estatuas blancas de hoplitas griegos desnudos situadas ostentosamente entre bien regadas macetas de piedra de plantas decorativas verde oscuro. Había suficientes obras de arte al aire libre como para adornar el pórtico de un edificio público. Los macizos de boj estaban recortados en forma de pavos reales y obeliscos.
Más allá estaba la palestra, grande y bien cuidada. La paz del primer patio daba paso a un bullicio sumamente organizado. Se oían allí más voces de preparadores que en el establecimiento de Calíopo, más golpes y empujones contra sacos de entrenamiento, más pesas y más espadas de madera que se abatían sobre los maniquíes. En un rincón se alzaba el tejado en arco distintivo de unos baños privados.
Mis dos familiares se detuvieron, pero no fue, como yo esperaba, para disculparse, sino para exhibir todavía más sus escotes. Mientras se colgaban la estola sobre los hombros con un contoneo insinuante y echaban hacia atrás el velo que debía cubrir su rostro, hice un último intento por razonar con ellas.
—Estoy horrorizado. Esto es escandaloso.
—Calla —dijo Maya.
Me volví a Helena.
—¿Y puedo preguntar dónde está nuestra hija, mientras tú te pones en evidencia en una escuela de asesinos?
—Cayo cuida de Julia en mi casa —intervino Maya.
Helena condescendió en dar rápidas explicaciones:
—Tu madre nos ha contado lo de la nota que ha recibido Anácrites. Estamos aquí por propia iniciativa. Ahora, por favor, no te interfieras en nuestro asunto.
—¿Y para eso vienes a visitar a un maldito gladiador? ¿A plena luz del día, a la vista de todos? ¿Habéis venido las dos sin una acompañante, sin una dama de compañía… y sin decírmelo antes?
—Sólo tenemos intención de hablar con ese hombre —dijo Helena, con tono tranquilizador.
—¿Y para eso necesitáis cuatro brazaletes cada una y los collares de las Saturnales? Ese hombre sin duda ha matado al león.
—¡Oh, magnífico! —dijo Maya con pose afectada—. Pues a nosotras no querrá matarnos. Sólo somos dos admiradoras que quieren desmayarse en sus brazos y palpar la longitud de su espada…
—Eres odiosa.
—Ese es el efecto que nos proponíamos —me aseguró Helena con toda la calma.
Me di cuenta de que estaban divirtiéndose de lo lindo. Debían de haber dedicado horas enteras a planificarlo. Habían rebuscado en sus joyeros en busca de piezas que llamaran la atención; después, se lo habían puesto todo. Vestidas como chicas fáciles con demasiado dinero, se habían lanzado al asunto. Empecé a sentir verdadero pánico. Aparte del peligro que pudieran correr en aquella situación ridícula, tenía la terrible sensación de que mi sensible hermana y mi escrupulosa prometida podían convertirse rápidamente en unas busconas si tenían ocasión y dinero para ello. Pensándolo bien, Helena tenía su propio dinero. Maya, casada con un bebedor empedernido que nunca se molestaba en saber cómo se las arreglaba, podía perfectamente decidirse a aprovechar la oportunidad.
Rúmex era atendido por cuatro esclavos aburridos de la vida. Como él también era un esclavo, no podía considerarse amo de sus servidores, pero Saturnino se había asegurado de que su luchador estrella fuese mimado por un generoso equipo de sirvientes. Quizá pagaban todo aquello algunas admiradoras femeninas.
—Está descansando. Nadie puede verlo.
El sirviente no añadió de qué descansaba. Imaginé varias posibilidades poco agradables.
—Sólo queríamos decirle cuánto lo adoramos. —Maya dirigió una sonrisa radiante a los esclavos. El portavoz de Rúmex la miró de arriba abajo. Maya siempre había sido atractiva. Pese a sus cuatro hijos, conservaba todavía su belleza. Sus rizos negros y apretados enmarcaban delicadamente su rostro redondo y tenía unos ojos inteligentes, alegres y aventureros.
No presionó a los esclavos. Sabía conseguir lo que quería y esto era casi siempre un poco diferente. Mi hermana menor, a veces, era incapaz de seguir las normas. Todavía tenía esperanzas. No le gustaba el compromiso. Maya me preocupaba.
—Dejad lo que hayáis traído. Me ocuparé de que lo reciba.
Era una respuesta inaceptable.
Helena se ajustó al cuello la gargantilla de oro; se hacía la nerviosa, como si temiera que su nombre apareciese en la columna de escándalos de la Gaceta Diaria.
—¡Así no sabrá quién se lo envía!
«Ni le importará saberlo», pensé para mí.
—Yo se lo diré. —El tipo había despedido a muchas mujeres antes que a ellas.
Helena Justina le sonrió. Era una sonrisa que quería decir que ellas no eran como las otras. Si el hombre decidía creerla, el mensaje podía resultar peligroso. Y no sólo para Helena y para Maya. Yo también estaba a punto de sufrir un riesgo innecesario.
—Está bien —aseguró Helena al hombre, con toda la confianza de una hija de senador que no se proponía nada bueno. Su acento refinado anunciaba que Rúmex había encontrado una admiradora distinguida—. No esperábamos un trato especial. Debe de haber montones de gente desesperada por conocerlo. Es tan famoso… Sería un gran privilegio. —Me di cuenta de que los sirvientes la tomaban realmente por inocente. Y yo me preguntaba cómo me había podido atar a una novia que era mucho menos inocente, en realidad, que las toscas acróbatas de la cuerda floja que había rondado al principio—. Debe de ser un trabajo difícil, el tuyo —se compadeció—. Tratar con tantas personas que no tienen ninguna consideración con su intimidad. ¿Se ponen histéricas?
—¡Hay tantas anécdotas! —El sirviente que hacía de portavoz de Rúmex se permitió meter baza en una pequeña charla.
—La gente se arroja sobre él… —Maya soltó una risita despectiva, con aire de complicidad—. Lo detesto. Es repulsivo, ¿no te parece?
—No está mal, si te sucede a ti —se rió uno de los esclavos.
—Pero hay que mantener un sentido del decoro. Mi amiga y yo… —Ella y Helena cruzaron las miradas con la expresión arrebatada de seguidoras acérrimas que hablaran de su héroe—: Seguimos todos sus combates. Conocemos todo su historial. —Lo enumeró—: Diecisiete victorias, tres nulos; dos veces perdedor, pero el público le salvó la yugular y lo hizo volver a la arena. El encuentro con el tracio de la primavera pasada nos tuvo con el corazón en un puño. Ahí le robaron el combate…
—¡El árbitro! —Helena se inclinó hacia delante y agitó el índice con gesto irritado. Al parecer, se trataba de una antigua pendencia.
—Rúmex resbaló. —Yo estaba impresionado ante la investigación que habían realizado—. Estaba ganando sin discusión alguna, pero lo traicionó la bota. Había conseguido tres puntos, entre ellos ése tan espectacular, cuando hizo la rueda y cogió a su rival por debajo de los brazos. ¡Deberían haberle concedido el combate!
—Sí, pero los accidentes no cuentan —intervino uno de los esclavos.
—El viejo emperador Claudio, ese bastardo, hacía que les rebanaran la garganta si resbalaban por accidente —apuntó otro.
—Eso se hace para evitar que se amañen los combates —apuntó Helena.
—Imposible. La gente se daría cuenta.
—El público sólo ve lo que quiere ver —comentó Maya, cuyo interés apasionado parecía auténtico. Dio la impresión de que durante las tres horas siguientes se discutiría hasta el último detalle la derrota de Rúmex frente al tracio. Aquello era peor que escuchar una discusión entre dos barqueros medio borrachos una noche de paga.
Mi hermana calló y dirigió una sonrisa radiante a los sirvientes, como si estuviera complacida de haber compartido con ellos sus conocimientos y su experiencia.
—¿No puedes dejarnos entrar sólo unos momentos?
—En condiciones normales…, —expuso el portavoz, midiendo sus palabras— en condiciones normales no habría problema, chicas.
¿Y qué tenía de especial aquel momento?
—Tenemos dinero… —planteó Helena sin más rodeos—. Queremos hacerle un regalo, pero hemos pensado que sería mejor si lo viéramos y le preguntáramos qué desea realmente.
El hombre movió la cabeza.
Helena se llevó la mano a la boca.
—No estará enfermo, ¿verdad?
Excesos, pensé. Me pareció mejor no preguntarme demasiado en qué.
—¿Se ha lesionado en los entrenamientos? —exclamó Maya con auténtica zozobra.
—Está descansando —dijo el portavoz por segunda vez.
Me di a especulaciones. Todo el mundo sabía cómo eran los gladiadores de renombre. Imaginé la escena que se desarrollaría en el interior. Un matón sin educación, rodeado de un lujo indecente, dedicado a devorar cochinillo asado, empapado en salsa barata de escabeche de pescado, embadurnado en cremas de repugnante pestilencia, embriagado de vino de Falerno sin mezclas, que bebía como si fuese agua para luego dejar las ánforas semivacías sin tapar, a merced de las moscas del vino; dedicado a jugar inacabables y repetitivas partidas de
latrunculi
con sus aduladores acompañantes, que sólo interrumpía para dedicarse a orgías de «tres en una cama» con acólitas adolescentes aún más necias que las dos mujeres descaradas que se rebajaban a la puerta de sus aposentos en aquel momento…
—¡Está descansando! —dijo Maya a Helena.
—Descansando —asintió Helena. A continuación, se volvió al grupo de sirvientes y exclamó, con inocente falta de tacto—: Es un alivio saberlo. Temíamos que hubiera sufrido algún percance… después de lo que cuenta la gente sobre el león.
Se produjo una breve pausa.
—¿Qué león? —inquirió el portavoz de Rúmex en tono contemporizador. Se levantó y él y los otros adoptaron una técnica en la que tenían mucha práctica—. No sabemos nada de ningún león, señoras. Y ahora perdonad, pero tendré que pediros que os marchéis. Rúmex es muy estricto con su régimen de entrenamiento. Tiene que estar rodeado de absoluta tranquilidad. Lo lamento pero no puedo permitir que ronde por aquí ningún miembro del público si eso significa riesgo de perturbar su tranquilidad…
—Entonces, no sabes nada del asunto, ¿no es eso? —insistió Helena—. Es que por el Foro corre el rumor terrible de que Rúmex ha matado un león, propiedad de Calíopo. El animal se llamaba Leónidas. Toda Roma habla del asunto…
—Y yo soy un grifo de tres patas —asintió el jefe de los sirvientes y, sin miramientos, expulsó a Helena y a mi hermana del establecimiento.
Ya en la calle, Maya soltó un juramento.
Yo guardé silencio. Sabía cuándo era momento de llevar una cesta con la cabeza gacha. Anduve detrás de ellas mientras se alejaban de la verja de entrada y me aseguré de ofrecer el aspecto de un esclavo personal particularmente dócil y sumiso.
—Ya puedes dejar de hacerte el sabelotodo —me dijo Maya en tono burlón, pero con expresión ceñuda—. ¿Merecia la pena probar?
Me erguí para replicar:
—Estoy asombrado de tus conocimientos enciclopédicos sobre los Juegos. Las dos parecíais auténticas aficionadas al circo. ¿Quién os ha puesto al corriente del mundillo de los gladiadores?
—Petronio Longo. Pero hemos malgastado el tiempo en eso para nada.
Helena Justina siempre había dado muestras de agudeza.
—No, no. Está bien así —le dijo a mi hermana con voz satisfecha—. No hemos conseguido ver a Rúmex, pero las prisas que se han dado esos hombres para ponernos de patitas en la calle cuando mencionamos a Leónidas lo dice todo. Supongo que Rúmex ha sido retirado de la circulación a propósito. No sé qué sucedería cuando mataron al león, pero, en cualquier caso, está claro que Rúmex tuvo que ver con ello.
Yo estaba decidido a hacer el papel de
paterfamilias
autoritario y a reprenderlas con energía.
—Si lo hubiéramos probado en serio, habríamos entrado —me interrumpió Maya.
—¿Pero a qué precio?
Mi hermana me dedicó una sonrisa irónica.
Cometí el error de comentar que me alegraba de que Helena hubiera encontrado una amiga en la familia Didia, pero que no esperaba que Maya terminase por arrastrarla con tanto descaro. Las dos emitieron sendos gemidos y alzaron los ojos al cielo. Entonces caí en la cuenta de que ese aire de fingida neutralidad de Helena significaba que la idea de visitar al gladiador había sido suya.
Por fortuna para tan descaradas bribonas, en ese momento apareció, de regreso a casa, el lanista Saturnino con su camarilla de cuidadores de animales, arrastrando el carromato donde traían el leopardo huido. Les había llevado tiempo llegar a casa porque la prohibición de circular con vehículos de ruedas los había obligado a tirar de la jaula y de la fiera a fuerza de brazos. El esfuerzo les había hecho sudar, pero era evidente que deseaban encerrar otra vez al felino en las dependencias donde se guardaba a los animales, antes de que hubiese más accidentes.