¡A los leones! (9 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

Al verlo, me escondí detrás de la peana y esperé lo que creí que iba a ser un descubrimiento inevitable. A mis espaldas había una columnata, por delante la hilera de barracas donde dormían los bestiarios, pero si retrocedía para ponerme a cubierto me verían. Escapar a aquel encuentro era imposible. Tan pronto como llegasen a mi altura, yo sería como una virgen en manos de un melonero. Me dispuse a salir y dar cualquier excusa razonable que explicase por qué seguía allí todavía. Sin embargo, el lento paso que llevaban me hizo cambiar de opinión. Me aplasté contra la rugosa peana y contuve el aliento.

Llegaron junto a mí, sólo nos separaba la estatua. En esto que oigo unos pasos apagados: botas de cuero sobre madera, no sobre tierra batida; además, un sonido metálico y un pequeño ruido sordo. Dos pasos más. Para mi asombro, oigo que Calíopo y Buxo se alejan. Cuando los latidos de mi corazón se normalizaron, me atreví a asomar la cabeza. Estaban de espaldas a mí y se dirigían hacia el pórtico. Entonces divisé un gran carruaje que los esperaba fuera, en la vía Portuense. Calíopo se despidió y se marchó. Buxo regresó silbando hacia el comedor.

Me quedé quieto hasta que recobré la serenidad. Me arrastré alrededor de la estatua hasta ponerme de pie frente al Mercurio de ojos serenos, con sus sandalias aladas y su inoportuna desnudez estando como estábamos en el mes de diciembre. Me miró desde lo alto, intentando fingir que no se sentía como un idiota mostrando sus vergüenzas a los gorriones del lugar y una corona de laurel y flores en su sombrero de viaje. Ante la estatua, un par de escalones de madera daban acceso al dios a todo el que quisiera renovar sus laureles.

Bajé los escalones en silencio. Le pedí disculpas entre susurros y como yo sospechaba, algún depravado le había clavado un clavo en la cabeza, detrás de la oreja izquierda. Qué manera de tratar a un hombre, y mucho más siendo un mensajero de los dioses. Del clavo colgaba una sola llave. La dejé allí. Acababa de descubrir dónde estaba la copia de la llave para casos de emergencia, aunque, probablemente, eso lo sabía toda Roma.

Hice lo mismo que Calíopo: marcharme a casa, pero, a diferencia de él, mis ganancias eran módicas. No tenía un carro que me pasara a recoger. Regresé caminando: para los informadores es una manera ideal de pensar.

Sobre todo en nuestras compañeras y en nuestras cenas.

XI

Mi apartamento estaba lleno de gente. La mayoría venía a molestarme, pero es deber del buen romano estar en casa, accesible a aquellos que acudan a halagarle a uno. Naturalmente, quería que mi hija creciera en el aprecio de las costumbres sociales que regían en nuestra gran urbe desde los tiempos de la República. De todos modos, como Julia Junila apenas había cumplido siete meses, su único interés por el momento era aplicar su dominio del gateo en salir al rellano a toda la velocidad que podía y lanzarse a la calle, tres metros más abajo. Logré agarrarla en el mismo instante en que llegaba al borde, me dejé encantar por su súbita y radiante sonrisa de reconocimiento y entré otra vez en el piso para decir al resto de los presentes que ya podían marcharse.

Como de costumbre, no sirvió de nada.

Mi hermana Maya, que estaba en buenas relaciones con Helena, había venido de visita. Cuando entré en el apartamento, ella emitió un sonoro gruñido, agarró la capa y pasó ante mí, camino de la puerta, con un gesto que indicaba bien a las claras que mi llegada había estropeado la atmósfera de felicidad que reinaba allí. Maya tenía familia y, por tanto, también debía de tener cosas que hacer. A mí me caía muy bien y ella, normalmente, sabía fingir que me toleraba. Al venir hacia mí tuve ocasión de observar que detrás de ella iba una figura menuda y hosca, envuelta en cinco capas de una larga túnica de lana, que me miraba como la propia Medusa lo haría a quienes pasaban cerca de ella, antes de convertirlos en piedra. Era nuestra madre. Imaginé que estaría acompañada por Anácrites.

Helena, cuyo rostro aún dejaba entrever un momento anterior de pánico al darse cuenta de que Julia había vuelto a escaparse, vio que yo había llegado a tiempo de rescatar a nuestra pequeña. Recuperada del susto, hizo un cortante comentario acerca de Catón el Viejo, que siempre volvía a su casa procedente del Senado a tiempo de asistir al baño de su hijo. Me felicité de haber optado por una mujer capaz de criticarme con alusiones literarias en vez de haber escogido alguna tonta de pechos grandes pero sin el menor sentido de las curiosidades históricas. A continuación, comenté que si alguna vez me hacían senador, me aseguraría de seguir el brillante ejemplo de Catón pero que, mientras continuara en la zona más dura de la vía Sacra, tendría que dedicar el tiempo a ganarme la vida.

—Hablando de ganar… —intervino mi madre—, me alegro de verte trabajar con Anácrites. Es la persona más indicada para meterte en cintura.

—Nadie se puede comparar con él en talento, madre. —Mi socio era un mal bicho, pero no quise pasarme la cena discutiendo. Anácrites siempre había sido un mal bicho y ahora también estaba creando mal ambiente en mi vida doméstica. De hecho, vi que ocupaba mi asiento favorito. No sería por mucho tiempo, me prometí—. ¿Qué haces aquí, socio? Das la impresión de un bebé mocoso que llevara todo el día al cuidado de su tía y tuviera que esperar a que volviera su madre para llevárselo de vuelta a casa…

—Te perdí de vista no sé dónde, Falco.

—Exacto; has dejado que te diera esquinazo —repliqué con una sonrisa. Anácrites se molestó al verme bromear sobre aquello.

—Todos nos estábamos preguntando dónde te habrías metido —dijo mamá con una sonrisa—. Anácrites nos dijo que prácticamente ya habías terminado el trabajo.

Era evidente que mi madre pensaba que me había quitado de encima a Anácrites para emplear mi tiempo y mi dinero en alguna taberna, aunque tenía el tacto suficiente para no decirlo delante de Helena. De hecho, Helena era perfectamente capaz de llegar a la misma conclusión y exigir un juramento ante el altar de Zeus en Olimpia (sí, con el viaje de ida y vuelta a Grecia incluido) para cambiar de idea.

—Si Anácrites dijo eso, estoy seguro de que así lo cree sinceramente. —Con la niña en brazos todavía, agité la mano libre—. Pero había un detalle que quería investigar.

—¡Oh! —Anácrites, siempre pendiente de si yo le ocultaba algún secreto, inició una protesta, indignado—. ¿De qué se trata, Falco?

Eché una ojeada a mi alrededor, me toqué la nariz tamborileando con las yemas de los dedos y musité:

—Cuestión de Estado. Mañana te lo contaré.

Anácrites sabía que me proponía olvidarme de cumplirlo.

—Aquí no es preciso que guardes ningún secreto —masculló mi madre con aire de suficiencia.

Respondí que eso sería yo quien lo decidiera y ella me amenazó con la tabla de cortar.

La razón de que mi madre tuviera aquel utensilio de cocina (que conseguí esquivar) en las manos era que consideraba a Helena Justina demasiado noble para preparar unas coles. No me interpretéis mal: a mi madre, Helena le caía muy bien. Pero si ella estaba allí, ella se ocuparía de cortar las verduras.

Anácrites, en calidad de inquilino de mi madre, supuso obviamente que aquello significaba que se quedaban a cenar con nosotros. Yo dejé que siguiera haciéndose ilusiones.

Ahora que había vuelto a casa, a lo que presuntamente era mi lugar como cabeza de familia, mi madre se apresuró a terminar el trabajo y se preparó para marcharse. Me cogió la niña de los brazos con aire de arrancar a la pequeña de las zarpas de un pájaro de mal agüero, le dio un beso de despedida y la entregó a Helena para que estuviese mejor atendida. Le habíamos propuesto que se quedara a cenar, pero, como de costumbre, prefirió dejarnos a solas por razones románticas (aunque, por supuesto, el hecho de hacerlo tan evidentemente echaba por tierra cuanto de romántico pudiera tener el momento). Tomé por el codo a Anácrites y, sin que lo tomara como un gesto de rudeza, lo insté a que se incorporase del asiento.

—Gracias por escoltar a mi madre hasta su casa, socio.

—No hay problema —musitó él a duras penas—. Bien, ¿has seguido investigando por tu cuenta el asunto del león?

—Ni se me ha pasado por la cabeza —mentí.

Tan pronto como despedí a mi madre, cerré bruscamente la puerta del apartamento. Helena, más tolerante que mi madre, esperó a que yo viera el momento oportuno para contarle dónde había estado. Me permitió reafirmar mi autoridad y me dejó asaltarla con intenciones libidinosas durante unos momentos, hacerle cosquillas a Julia hasta que la pequeña se puso histérica y, finalmente, buscar algún bocado con que entretener el hambre hasta que estuvo listo un plato más sustancioso.

Anácrites se había cuidado de dar su opinión a Helena sobre nuestros progresos en el trabajo del censo, a la que había añadido una particular descripción de mi actuación con Leónidas. Aproveché el momento para contarle la parte que no había querido contar a mi socio.

—El asunto huele mal. Está muy claro que el lanista intenta evitar que yo meta la nariz en…

Helena me interrumpió con una risilla picarona.

—¡Anácrites no sabe que ése es el mejor modo de asegurarse de que te intereses por algo!

—Tú me conoces.

—A fondo.

Con un encogimiento de hombros, apartó de mi alcance un cuenco de frutos secos para evitar que me atiborrara antes de la cena. Después, también ella picó unas avellanas. Me encantaba observar cómo aquella muchacha tan remilgada en tantas cosas dejaba traslucir su buen apetito. Mientras Helena se preguntaba qué pasaría por mi cabeza, sus grandes ojos negros se clavaron en los míos con aire sereno, al tiempo que se alisaba la falda sobre las rodillas con gesto preciso y dedos firmes; después abrió un pistacho.

—¿Te parezco demasiado testarudo en este asunto, querida? —Alargué la mano hacia el cuenco, pero ella se volvió en redondo en su taburete y me impidió llegar a los frutos secos—. Hay un león que ha sido robado de su jaula, al parecer sin que emitiera un rugido. O, si lo hubo, sin que nadie lo oyera, aunque su cuidador y un puñado de gladiadores dormían a apenas unos pasos. Al león lo han matado en otra parte, no sé por qué, y después ha sido devuelto a su jaula y encerrado.

—¿Para que pareciera que no había salido de ella?

—Eso parece. ¿No te pica la curiosidad esta historia?

—Desde luego que sí, Marco.

—El cuidador miente. Probablemente alguien se lo ha ordenado.

—Eso también resulta extraño.

—Y los gladiadores mantienen la boca cerrada.

Helena me observó con sus grandes ojos. Su mirada me decía que estaba tan interesada por el misterio en sí como por captar qué significaba para mí.

—Veo que el asunto te inquieta, querido.

—Sí, detesto los secretos.

—¿Y? —Helena sabía que había algo más.

—Bueno, quizás estoy demasiado excitado…

—¿Tú? —dijo ella, burlona—. ¿Cómo es eso, Marco?

—Me pregunto si es mera coincidencia que esto haya sucedido en el momento en que estoy haciendo indagaciones en el lugar.

—¿Qué podría haber detrás? —inquirió Helena con interés.

—Ese león muerto era el escogido para ejecutar a Turio. Y como fui yo quien le echó el guante… —Le conté lo que de verdad sospechaba; era algo que nunca podría mencionar a Anácrites—. Me pregunto si alguien me la tendrá jurada…

Helena podría haberse burlado de mi, o haberse reído de mis sospechas, y no se lo habría reprochado. En lugar de eso, me escuchó con calma y, como esperaba, no hizo el menor intento de tranquilizarme ni de seguirme la corriente. Se limitó a declarar que era un idiota y, cuando reflexioné sobre ello, le di la razón.

—¿Y ahora podemos cenar ya?

—Todavía no —respondió ella con firmeza—. En primer lugar, vas a ser un buen romano como Catón el Viejo y vas a asistir al baño de tu hija.

XII

No disponíamos de agua corriente en la casa. Como la mayoría de romanos, ocupábamos un piso en un edificio cuya fuente más cercana estaba en la otra calle, al doblar la esquina. Para nuestras abluciones diarias acudíamos a los baños públicos. Había muchos, eran lugares para relacionarse y, en muchos casos, eran gratuitos. En las partes más lujosas del Aventino había grandes mansiones aisladas con sus propias termas privadas, pero en nuestro barrio, una zona humilde, teníamos un largo trayecto con la estrigila y el frasco de los ungüentos. Nuestra calle tenía por nombre Plaza de la Fuente, pero sólo se trataba de una broma burocrática.

En la acera de enfrente, en el enorme bloque lúgubre en el que residí en otra época, estaba la lavandería de Lenia, que poseía un pozo bastante irregular. Su agua poco clara solía ser accesible en invierno y en las hogueras del patio trasero había siempre calderos llenos. Como se suponía que yo estaba ayudando a Lenia a arreglar el divorcio, me sentía autorizado a usar el agua caliente que quedaba cuando la lavandería cerraba sus puertas por la noche. Lenia ya llevaba un año casada y apenas había pasado una quincena de convivencia con su marido, por lo cual, de acuerdo con las costumbres locales, ya era hora de quitarse de encima a semejante pelma.

Lenia estaba casada con Esmaracto, el casero más apestoso, codicioso y despiadado de todo el Aventino. Su unión, que todos sus amigos habían reprobado desde el momento en que Lenia la anunciara, se fundamentaba en la mutua esperanza de los contrayentes de quedarse con las propiedades del otro. La noche de bodas acabó con el lecho nupcial en llamas, el marido en la cárcel acusado de provocar el incendio, Lenia en un estado de histeria incontenible y todos los demás asistentes, ebrios hasta la inconsciencia. Había sido una ocasión memorable, según insistían en recordar los invitados a la boda cuando, tiempo después, veían a la desgraciada pareja. Pero ésta nunca agradecía tales comentarios.

Su curioso comienzo debería haber proporcionado años de historias nostálgicas que contar en las fiestas Saturnales, alrededor del fuego. Bien, tal vez no alrededor del fuego, precisamente, ya que Esmaracto había quedado bastante atemorizado por su aventura en la cama en llamas; en torno a una mesa animada, con los pábilos de las lámparas bien cuidados y cortados, tal vez. Pero desde la noche en que los vigiles los habían rescatado, la pareja había descendido a un infierno del cual nadie podía salvarlos. Esmaracto había vuelto de la cárcel con un humor de perros; Lenia fingió que no tenía idea de por qué estaba tan violento y desagradable; él la acusó de prender fuego a la cama deliberadamente con el propósito de meter mano en una gran herencia si lo mataba; ella replicó que ojalá lo hubiera hecho, incluso sin herencia de por medio. Esmaracto hizo algún débil intento por reclamar derechos sobre la lavandería (el único comercio que se había olvidado de adquirir en nuestro distrito); luego, robó todo lo que pudo allí y huyó a su propio apartamento mugriento. Ahora, la pareja estaba en proceso de divorcio. Llevaban ya doce meses hablando del tema sin el menor progreso, pero estas cosas eran típicas del Aventino.

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