—¿Le dieron esa carne por la mañana?
—Sólo un tentempié para aguantar hasta la noche. —Parecía una cabra entera—. Lo llamé y ya estaba tumbado de ese modo. Pensé que dormía. Pobre animal, ya debía de estar muerto.
—Entonces, usted se fue creyendo que el león dormía, ¿no?
—Exacto. Más tarde, cuando regresé a traerles grano a esos pájaros bobos de ahí, todavía no se había movido. Tenía el cuerpo cubierto de moscas y ni siquiera meneaba la cola. Incluso lo toqué con un bastón. Entonces me dije que estaba muerto.
Las antorchas y las llaves llegaron a la vez. Calíopo se hizo con ellas y buscó la llave que abriera aquella jaula, eligiendo entre las muchas que había en un aro de hierro. Sacudió la cabeza.
—Cuando los sacas de su hábitat natural, estos animales son muy vulnerables. Ahora comprenderá, Falco, por qué me opongo a ciertas cosas. Las personas como usted… —Se refería a las personas que investigaban su honestidad financiera—. Las personas como usted no comprenden lo delicado que es este negocio. Los animales se mueren de un día para otro y nunca sabemos por qué.
—Veo que lo tenía en las mejores condiciones posibles. —Entré en la jaula con cuidado. Como todas las jaulas, era un lugar sórdido, con un lecho de paja grueso, un gran recipiente para el água y los restos de la cabra, aunque Buxo ya los recogía para darlos como merienda a otros animales, apartando a los avestruces que todavía lo seguían. Cerró la jaula a sus espaldas para que no entrasen.
Me asaltó el amargo pensamiento de que Leónidas correría la misma suerte que la cabra que le habían dado como desayuno. Tan pronto como se desvaneciera el interés que suscitaba, sería ofrecido a algún congénere caníbal.
Visto de cerca era mucho más grande de lo que yo creía. Su pelaje era marrón y su greñuda melena de color negro. Las fuertes patas traseras las tenía recogidas debajo del cuerpo y las garras delanteras extendidas como una esfinge. Su gruesa cola se enrollaba como la de un gato doméstico, con la espiguilla pulcramente alineada con su cuerpo. La majestuosa cabeza estaba situada con el hocico en tierra al fondo de la jaula. El olor a león muerto todavía no había suplantado los olores que había ido acumulando en la jaula mientras estaba vivo. Eran muy intensos.
Buxo se ofreció a abrirle la boca para que yo viera los dientes. Como estaba mucho más cerca de lo que siempre había deseado estarlo de un león vivo, accedí por cortesía. Las experiencias nuevas siempre me interesaban. Calíopo se quedó mirándolo, con el ceño fruncido por la pérdida al tiempo que debía calcular ya cuánto dinero necesitaría para reponer el león. El cuidador se acercó al animal tumbado. Le oí murmurar un comentario cariñoso medio irónico. Cogió la enmarañada melena con las dos manos y tiró fuerte de ella para volver el animal hacia nosotros.
Entonces soltó un grito de auténtico asco. Calíopo y yo tardamos unos segundos en reaccionar y luego nos acercamos a mirar. Olimos el fuerte vómito del león. Vimos sangre en la paja y en la piel del animal. Pero advertimos algo más: del pecho del gran animal sobresalía la empuñadura astillada de una lanza rota.
—¡Alguien lo ha matado! —gritó Buxo, enfurecido—. ¡Algún hijo de puta ha matado a Leónidas!
—Tienes que prometérmelo, Falco —suplicó Anácrites cuando volví a la oficina del lanista—. Tienes que prometerme que lo ocurrido no te desviará de nuestro interés principal.
—Métete en tus cosas.
—Eso es precisamente lo que hago. Ahora mismo, mis cosas son las mismas que las tuyas: ganar unos sestercios descubriendo hijos de puta que defraudan al fisco. No tenemos tiempo para preocuparnos de muertes misteriosas de leones de circo.
Pero aquel animal no era sólo una fiera de circo. Era Leónidas, el león que iba a comerse a Turio.
—Leónidas ejecutaba criminales. Era el verdugo oficial del imperio, Anácrites. Ese león era tan empleado del Estado como tú y como yo.
—Si haces poner una placa con su nombre en la que conste la gratitud del emperador y recoges fondos para que se le haga un funeral, no haré ninguna objeción —dijo mi socio, que era un tipo de moral amarga y curiosa.
Le dije que hiciera lo que quisiera siempre y cuando me dejase en paz. Era capaz de terminar nuestra auditoría del lugar con una mano atada a la espalda antes de que Anácrites tuviera tiempo de recordar cómo se escribía la fecha del informe en griego administrativo. Mientras se ocupaba de mi parte del trabajo, también descubriría quién había matado a Leónidas.
Anácrites nunca supo dejar que un hombre acalorado se tranquilizase.
—Lo que ha ocurrido, ¿no es asunto de su dueño?
Lo era. Y yo sabía lo que el dueño tenía pensado hacer al respecto: nada.
Cuando vio la herida y el trozo de asta de la lanza, Calíopo se puso de un color bilioso, luego pareció que lamentaba que lo hubiesen invitado a mirar el cuerpo yerto y frío. Vi que fruncía el ceño a Buxo, ordenándole obviamente que callara. El lanista me aseguró que en la muerte del león no había nada siniestro y que enseguida descubriría lo ocurrido hablando con sus esclavos. Para un informador experimentado no había duda de que lo que Calíopo hacía era apartarme. Intentaba encontrar alguna excusa.
Pero no había contado con mi decisión, claro.
Le dije a Anácrites que se le veía cansado y necesitaba un descanso. En realidad, tenía el mismo aspecto de siempre, pero necesitaba cuidar de él para animarme a mi. Dejarlo en la oficina del lanista intentando reconciliar cifras no era la mejor cura para un hombre con dolor de cabeza, pero lo hice así y salí a la zona de tierra batida en la que cinco o seis gladiadores llevaban practicando toda la mañana. Era un rectángulo de feo aspecto en el centro del complejo, con las jaulas a un lado, pegadas, inoportunamente, al comedor de los gladiadores. En el extremo opuesto, detrás de una columnata fría e impersonal estaban los barracones con los luchadores y un almacén de equipamiento con la oficina en el primer piso. La oficina tenía su propio balcón, desde el cual Calíopo podía contemplar los entrenamientos de sus hombres, y una escalera exterior. Una tosca estatua de Mercurio situada en el extremo del patio tenía como función inspirar a los hombres que se entrenaban. Hasta a él se le veía deprimido.
Los enervantes ruidos metálicos de los ejercicios con espadas y los gritos agresivos de los luchadores habían callado por fin. Los bestiarios formaban un enjambre de curiosos a la entrada del recinto de los animales. Al acercarme a ellos, en silencio, distinguí los rugidos y los resoplidos de las fieras.
Los bestiarios no eran individuos de fuerte musculatura, aunque sí eran lo bastante fuertes para hacerte daño si los mirabas más tiempo del que ellos toleraban. Todos llevaban taparrabos y algunos lucían unas tiras de cuero atadas a sus fornidos brazos. Para que todo fuese más real, dos de ellos llevaban cascos, aunque de formas mucho más planas que los utilizados por los gladiadores en el circo. Estos hombres, más delgados y de movimientos más rápidos, se veían más jóvenes e inteligentes que los profesionales. Enseguida descubrí que eso no significaba que fueran a tolerar mansamente mis preguntas.
—¿Habéis notado algo sospechoso anoche o esta misma mañana?
—No.
—Me llamo Falco.
—Lárgate, Falco.
Se marcharon todos y reanudaron sus ejercicios, unos haciendo saltos mortales y otros enfrentándose con las espadas desenvainadas. Meterse en medio era peligroso y el fragor impedía hacer preguntas. No me apetecía chillar. Imité burlonamente el saludo militar y me marché. Alguien les había ordenado no hablar. Me pregunté por qué.
Fuera de la puerta principal del complejo había un pequeño estadio. Cuatro más del grupo medían su longitud con jabalinas. Anácrites y yo los habíamos visto al llegar. Salí y vi que seguían trabajando, al parecer ajenos al destino que había corrido Leónidas. El más cercano, un muchacho joven, musculoso y moreno, con el torso desnudo, las piernas fuertes y los ojos vivarachos realizó un magnífico lanzamiento. Aplaudí, lo llamé con la mano y, cuando se acercó, le conté que el león había muerto. Sus compañeros se reunieron con nosotros, con mejor humor y con más ganas de cooperar que los que estaban en la palestra. Volví a preguntarles si habían visto u oído algo.
El primer individuo dijo llamarse Idíbal y me contó que evitaban el contacto cercano con los animales.
—Si llegamos a conocerlos, nos resulta muy difícil correr tras ellos en la
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de los Juegos.
—He advertido que Buxo, el cuidador, trataba a Leónidas como a un amigo, como a un animal doméstico diría yo.
—Buxo podía permitirse el lujo de encariñarse con él. Leónidas siempre volvía a casa.
—Lo mandaban de vuelta sano y salvo —dijo otro, empleando el mismo término que los gladiadores para referirse al aplazamiento de la ejecución.
—¡Sí! Leónidas era diferente —dije, e intercambiaron una sonrisa—. Aquí ocurre algo que yo desconozco —comenté.
Después de unos segundos de mirarme con aire avergonzado, Idíbal añadió:
—Calíopo lo compró por equivocación. Se lo vendieron como recién importado, recién traído del norte de África, pero tan pronto como el dinero cambió de manos alguien le dijo a Calíopo que Leónidas había recibido una preparación especial. Eso lo inutilizaba para la
venatio
en el circo. Calíopo se puso hecho un basilisco e intentó pasárselo a Saturnino, que se dedica al mismo negocio, pero Saturnino se había enterado a tiempo de lo que ocurría y no se lo compró.
—¿Una preparación especial? ¿Comer hombres, quieres decir? ¿Por qué se enfureció Calíopo? Un león con una preparación especial, ¿tiene menos valor?
—Calíopo tiene que darle techo y comida, pero sólo recibe un pago del Estado cada vez que se echa contra los criminales.
—¿Y no es mucho dinero?
—Usted ya conoce al gobierno.
—¡Claro! —A mí también me pagaba el gobierno e intentaban darme el salario mínimo.
—Para la caza que organiza —explicó Idíbal—, Calíopo presenta una factura basada en los espectáculos que puede ofrecer en esa ocasión. Entra en competencia con otros lanistas y el resultado depende de quien prometa el mejor espectáculo. Con un león adulto como atracción principal, su ofrecimiento para la
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era muy interesante. —Noté que Idíbal hablaba con un tranquilo aire de autoridad—. A la gente le gusta mucho vernos correr tras un felino decente y no es frecuente que Calíopo tenga uno.
—¿Tiene un mal agente?
—¿Para capturar las bestias?
Idíbal asintió y luego calló, como si pensase que ya había hablado demasiado.
—¿Tenéis algo que ver con la adquisición? —le pregunté.
Los otros lo pinchaban para molestarlo. Tal vez pensaban que su forma de hablar se asemejaba a la de un experto.
—No, yo sólo soy uno de los chicos que los lancea —sonrió—. Vamos tras los animales que nos dan, sean lo que sean.
—Supongo que nadie se ha permitido hacer prácticas con Leónidas —comenté mirando a todo el grupo.
—Oh, no —respondieron con ese tipo de seguridad que casi nunca encierra la verdad.
No pensé seriamente en que se hubieran arriesgado a molestar a Calíopo haciendo daño al león. Aun en el caso de que Leónidas sólo reportase beneficios oficiales, un verdugo en cautividad siempre era mejor que uno muerto, al menos hasta que el lanista hubiese recuperado el precio pagado por él. Y de todas formas, para Calíopo debía de suponer un prestigio ser el dueño del animal que acababa con los criminales más famosos. El castigo de Turio, el asesino en serie de los acueductos, había atraído mucho interés público y Calíopo parecía realmente triste por la pérdida de Leónidas. Precisamente por eso me preocupaba tanto que fingiera que su muerte no había sido nada excepcional.
No pude averiguar nada más de aquellos gladiadores porque se presentó el propio Calíopo, seguramente a advertirles que no soltaran prenda, tal como había hecho con sus compañeros de la palestra. Antes que tener una confrontación con él, lo saludé con la cabeza y me alejé llevándome, en un descuido, una de las jabalinas de entrenamiento.
Regresé deprisa a la jaula, donde aún se encontraba el cuerpo muerto del felino. Como la puerta seguía abierta, entré. Agrandé la herida del pecho con mi cuchillo y conseguí extraerle el trozo de lanza. Luego la comparé con la que había cogido hacía unos instantes y comprobé que no eran iguales. La que había matado al león tenía la punta más larga y estrecha, unida al asta con una cantidad de alambre diferente. Yo no era un experto, pero vi que estaba claramente forjada en yunque distinto y con un martillo de diferente estilo.
En aquel instante llegó Buxo.
—¿Tiene Calíopo un armero particular?
—No puede permitírselo.
—Entonces, ¿de dónde saca las lanzas?
—Cada semana las compra en una tienda distinta, en la que las venda más baratas.
¿Por qué siempre me tocaban casos en los que había implicados tipos de poca monta?
—Dime una cosa, Buxo. ¿Tenía enemigos Leónidas?
El cuidador, que era un esclavo, con la habitual palidez enfermiza de los esclavos, me miró sorprendido. Llevaba una sucia túnica marrón y unas burdas sandalias que le estaban grandes. En sus hinchados pies se veían arañazos de la paja en la que se pasaba los días metido. Las pulgas y las moscas, de las que en el lugar donde trabajaba las había de todo tipo, se habían ensañado con sus brazos y piernas. Pese a lo delgado y maltrecho que se le veía, tenía una expresión de cautela y grandes bolsas bajo los ojos. Su mirada era más abierta de lo que cabía esperar. Probablemente, eso significaba que Calíopo había elegido a Buxo para que me soltara todas las mentiras que su amo quería colarme.
—¿Enemigos? Bueno, supongo que los hombres a los que tenía que comerse no le tenían demasiada simpatía.
—Pero están encarcelados, luego es imposible que Turio haya tenido una noche libre para llegarse hasta aquí y matarlo. —Me pregunté si el propio Buxo no estaría implicado en el asesinato. Esta muerte, como casi todos los homicidios, podía tener una causa doméstica. Sin embargo, su afecto por el felino y su ira al descubrir que estaba muerto parecían verdaderos—. ¿Fuiste el último que vio a Leónidas con vida?
—Anoche le llené la pila de agua. Estaba un poco rezongón, pero nada más.
—¿Se movía?
—Sí. Se levantó y caminó un buen rato. Como todos los felinos no soporta, no soportaba, estar enjaulado. Recorren la jaula muy a menudo. No me gusta verlos de ese modo. Se vuelven como locos, lo mismo que nos ocurriría a usted o a mí.