¡A los leones! (3 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

—Me preguntaba qué me estaría perdiendo.

Antonia Caenis inclinó la cabeza y me saludó sin que nadie nos hubiera presentado.

—Didio Falco —dijo.

Tenía buena memoria. En cierta ocasión le cedí el paso en palacio, un día en que yo había ido a visitar a Vespasiano, pero de eso hacía mucho tiempo y nunca habíamos sido formalmente presentados. Había oído decir que era inteligente y que tenía una memoria extraordinaria. Parecía que a mí me tenía bien catalogado, pero ¿en qué casillero?

—Antonia Caenis.

Yo estaba de pie, la postura tradicional para el elemento servil en presencia de los grandes. Las damas disfrutaban tratándome como a un bárbaro. Le guiñé el ojo a Helena y se ruborizó un poco, temiendo que le hiciera lo mismo a Caenis. Supuse que la dama de Vespasiano habría sabido cómo llevarlo, pero yo era un simple invitado en su casa. Además, era una mujer con unos privilegios palaciegos desconocidos. Antes de arriesgarme a molestarla, quise saber de cuánto poder gozaba.

—Me has hecho el mejor de los regalos —dijo Caenis. Aquello era una novedad para mí. Tal como me lo habían contado hacía unos meses en Hispania, Helena Justina estaba proponiendo la venta particular de una tela bética teñida de púrpura, considerada perfecta para los uniformes imperiales. Se suponía que debíamos regalarla, pero nuestra intención era la de hacer una transacción comercial. Para ser hija de un senador, resultaba sorprendente la habilidad que Helena tenía para los negocios. Si en aquellos momentos había decidido renunciar a cobrar, debía tener muy buena razón para ello. Aquel día, allí, se negociaba otra cosa, no me costó adivinarlo.

—Tengo entendido que en la actualidad le hacen innumerables regalos —comenté con osadía.

—Eso es más bien una ironía —replicó Caenis, imperturbable. Tenía un habla culta y palaciega, pero con una permanente sequedad en el tono. Imaginé lo mucho que Vespasiano y ella se habrían reído de las instituciones, probablemente la mujer aún se reiría.

—La gente dice que puede usted influir en el emperador.

—Eso sería una manera inadecuada de ver las cosas.

—No veo por qué —protestó Helena Justina—. Los hombres de poder siempre tienen un pequeño círculo de amigos íntimos que les aconsejan. ¿Por qué no incluir también en ese círculo a las mujeres en las que confían?

—Yo soy libre de decir lo que pienso, por supuesto —sonrió la amante del emperador.

—Las mujeres sinceras son una joya —repliqué. Helena y yo habíamos intercambiado unos puntos de vista sobre el grado de cocción de la col que aún me ponían los pelos de punta.

—Me alegra que pienses así comentó Helena.

—Vespasiano siempre valora las opiniones sensatas —replicó Caenis, hablando como si fuera el cronista oficial de la corte, pero me pareció que detrás de sus palabras se escondía una sátira doméstica muy parecida a la nuestra.

—Con tal cantidad de trabajo para reconstruir el imperio —sugerí—, Vespasiano debe de estar contento por tener a alguien que le ayude.

—Está encantado de poder contar con Tito —replicó Caenis con la mayor serenidad. Sabia esquivar una cuestión espinosa—. Y estoy segura de que también espera mucho de Domiciano.

El hijo mayor de Vespasiano era casi coemperador y aunque el más joven había metido la pata varias veces, todavía desempeñaba cargos oficiales. Yo tenía una profunda enemistad con Domiciano y callé. Sólo oír su nombre me sacaba de quicio. Finalmente, Antonia Caenis me indicó con una seña que me sentara.

En los tres años que llevaba Vespasiano de emperador, los rumores populares propalaban que esa dama se lo estaba pasando muy bien. Se comentaba que era ella quien asignaba los más altos cargos entre los tribunos y los sacerdotes, a cambio de dinero. Se compraban favores, se fijaban acuerdos y se decía que Vespasiano alentaba aquel tráfico de influencias porque no sólo enriquecían y daban poder a su concubina sino porque además le reportaban amigos agradecidos. Me pregunté cómo se repartirían las ganancias. ¿Se las dividían a partes iguales? ¿En un porcentaje variable? ¿Tenía Caenis deducciones por gastos y deterioros?

—No estoy en posición de venderte favores, Falco —declaró, como si me hubiese leído el pensamiento. Durante toda la vida, la gente debía de haber adulado por su proximidad a la corte a aquella mujer de ojos oscuros y despiertos. En la demente y desconfiada turbulencia de la familia Claudia, habían muerto demasiados mecenas y amigos suyos. La mujer había pasado demasiados años de su vida perdida en una dolorosa incertidumbre. Si en aquella villa había algo que vender, la transacción se llevaría a cabo con una atención escrupulosa, la misma que se prestaría a su valor.

—No estoy en condiciones de vender —repliqué con franqueza.

—Pues yo, ni siquiera puedo hacerte promesas.

No la creí.

Helena se inclinó para hablar y la estola azul que llevaba se le cayó del hombro y el dobladillo se enganchó con una de las pulseras que utilizaba para ocultar la picadura de un escorpión. La desenredó con un ademán de impaciencia. Lucía una elegante falda blanca, y vi que también se había puesto una antigua gargantilla de ágatas que ya tenía antes de conocerme, en un intento subconsciente de desempeñar de nuevo el papel de hija de senador. Aquella utilización de su rango para ejercer el poder era poco probable que funcionase.

—Marco Didio es demasiado orgulloso para pagar por unos privilegios. —Me encantaba Helena cuando hablaba con tanta vehemencia, sobre todo de mí—. Él no se lo dirá, pero está dolido y decepcionado…, y, aparte de eso, después Vespasiano le ha ofrecido directamente un ascenso.

Caenis escuchaba con aire ofendido, como si las quejas fueran un acto de mala educación. Era muy probable que le hubiesen contado la historia de que yo había ido a palacio a reclamar mi recompensa. Vespasiano me había prometido un ascenso social, pero yo lo había pedido una noche en que él estaba fuera de Roma y era Domiciano el encargado de atender las peticiones. Con excesiva confianza en mí mismo, presenté descaradamente las mías al principejo y pagué las consecuencias. Yo tenía pruebas contra Domiciano en una grave acusación y él lo sabía. Nunca emprendió abiertamente ninguna acción contra mi, pero esa noche se vengó, denegándome la petición.

Domiciano era un malcriado. Era también peligroso y supuse que Caenis era lo bastante astuta para verlo. Que fuera a alterar la paz familiar diciéndolo era otra cuestión, pero, si estaba dispuesta a criticarlo, ¿hablaría en mi favor?

Caenis debía de saber lo que queríamos. Helena había concertado una cita para acudir a su casa, y como ex secretaria de la corte, Caenis habría obtenido instrucciones sobre cómo atender a los suplicantes.

No respondió nada y siguió fingiendo que no intervenía en asuntos de Estado.

—Esa decepción nunca ha hecho desfallecer a Marco en su servicio al imperio —siguió diciendo Helena, sin amargura aunque su expresión era hosca—. Entre sus trabajos se cuentan varios viajes llenos de peligros a las provincias y usted ya debe de estar al corriente de lo que consiguió en Bretaña, Germania, Nabatea e Hispania. Ahora quiere ofrecer sus servicios al censo, como acabo de comentarle…

Recibí estas palabras con un asentimiento frío y evasivo.

—Es una idea que se me ocurrió con Camilo Vero —expliqué—. Naturalmente, el padre de Helena es un buen amigo del emperador.

Caenis captó elegantemente aquella insinuación.

—¿Camilo es tu mecenas? —El mecenazgo era el tejido de la sociedad romana (en la que la urdimbre era el soborno)—. ¿Eso quiere decir que el senador ha hablado en tu nombre con el emperador?

—No fui criado para ser pupilo de nadie.

—Papá apoya incondicionalmente a Marco Didio —intervino Helena.

—Estoy segura de ello.

—Me parece —prosiguió Helena, cada vez más molesta— que Marco ha hecho por el imperio todo lo que debía sin recibir a cambio ningún reconocimiento oficial.

—Y tú, ¿qué opinas, Marco Didio? —preguntó Caenis, haciendo caso omiso de la ira de Helena.

—Me gustaría trabajar para el censo. Supone un buen desafío y no niego que pueda ser muy lucrativo.

—No sabía que Vespasiano te hubiera pagado cifras astronómicas.

—Nunca lo ha hecho —sonreí—. Pero esto será diferente. No trabajaré a sueldo, quiero un porcentaje de cuanto recupere para el Estado.

—Vespasiano nunca estará de acuerdo con eso. —La dama era testaruda.

—Piense en ello. —Yo también podía ser duro.

—Pero, ¿de qué cantidades estamos hablando?

—Si hay tanta gente que intenta defraudar al fisco como yo pienso, las sumas que habrá que deducir de los culpables serán enormes. El único límite será mi fuerza personal.

—Pero tienes un socio, ¿verdad? —Así que ya lo sabía.

—todavía no lo he probado, pero tengo confianza en él.

—¿Quién es?

—Un espía sin trabajo del que mi madre se ha apiadado.

—Claro. —Supuse que Antonia Caenis había descubierto que se trataba de Anácrites. Seguro que lo conocía. Tal vez lo detestaba tanto como yo o tal vez lo consideraba un sirviente y aliado de Vespasiano. La miré fijamente. De pronto sonrió. Fue una sonrisa sincera, inteligente y sorprendentemente llena de carácter. No daba a entender que fuera una mujer anciana que estuviera dispuesta a renunciar a su puesto en este mundo. Vislumbré lo que Vespasiano debía de haber visto siempre en ella. Sin lugar a dudas, estaba a la altura del innegable calibre del emperador.

—Tu propuesta parece atractiva, Marco Didio. Si se presenta la oportunidad, la discutiré con Vespasiano.

—Apuesto a que tiene una tablilla de notas con la lista de cuestiones que discutirán a una hora determinada del día.

—Tu idea de nuestra rutina diaria es muy peculiar.

Esbocé una ligera sonrisa.

—No. Sólo pienso que usted tiene tanto poder sobre Vespasiano como Helena lo tiene sobre mí.

Ambas se echaron a reír. Se reían de mí y yo lo toleraba. Era un hombre feliz. Sabía que Antonia Caenis me proporcionaría el trabajo que quería y albergaba grandes esperanzas de que hiciera algo más.

—Es de suponer —dijo, sin abandonar su franqueza— que quieres explicarme por qué no conseguiste ese ascenso.

—Es de suponer que usted ya lo sabe, señora. Domiciano creyó que los informadores somos personajes sórdidos y que ninguno es merecedor del ascenso a un rango superior.

—¿Y tiene razón?

—Los informantes son mucho menos sórdidos que las anticuadas gárgolas con éticas viscosas que pueblan las listas del rango superior.

—Sin lugar a dudas —dijo Caenis con una levísima sugerencia de reprobación— el emperador tendrá presentes tus críticas cuando repase esas listas.

—Espero que sí.

—Tal vez tus comentarios indiquen que no quieres estar en las listas de las gárgolas anticuadas, Marco Didio.

—No puedo permitirme sentirme superior.

—Y en cambio, ¿sí puedes correr el riesgo de ser sincero?

—Es uno de los dones que espero que me ayuden a sacar dinero de los cabrones que engañan al censo.

Se puso muy seria.

—Si tuviera que escribir un informe de este encuentro, debería cambiar esa frase por «recuperación de rentas públicas».

—¿Va a haber un informe de este encuentro? —le preguntó Helena en voz baja.

—Sólo en mi mente. —Se había puesto aún más seria.

—Entonces, ¿no hay ninguna garantía de que las recompensas prometidas a Marco Didio sean reconocidas en una fecha próxima? —Helena Justina nunca perdía de vista su objetivo principal.

—No te preocupes. —Me incliné hacia adelante bruscamente—. Podría estar anotado en veinte pergaminos y, sin embargo, si perdiese la concesión, todos ellos desaparecerían de los archivos a manos de escribas incompetentes. Si Antonia Caenis está dispuesta a apoyarme, su palabra basta.

Antonia Caenis estaba muy acostumbrada a ser importunada a cambio de favores.

—Yo sólo puedo hacer recomendaciones. Todas las cuestiones de Estado se resuelven a juicio de Vespasiano.

¡Seguro que sí! Vespasiano llevaba escuchándola desde que era una niña y él sólo un joven senador cuya familia luchaba por salir de la pobreza.

—Ahí lo tienes —dije a Helena con una sonrisa—. No hay mejor garantía que ésa.

En aquellos momentos, pensaba que realmente era así.

IV

Dos días después fui llamado a palacio. No vi ni a Vespasiano ni a Tito. Un administrador amable llamado Claudio Laeta fingió ser el responsable de que me dieran el empleo. Conocía a Laeta. Sólo era responsable del caos y de las desgracias.

—Creo que no tengo el nombre de tu nuevo socio —me dijo mientras ojeaba con torpeza unos rollos de pergamino para evitar mi mirada.

—Qué casualidad más inusual. Le mandaré una nota con su nombre y su historial. —Laeta comprendió que yo no tenía intenciones de hacerlo.

Con una actitud complaciente, señal inequívoca de que el emperador había intercedido (y mucho) en mi favor, me dio el empleo solicitado. Acordamos el porcentaje de los beneficios. Los números debían de ser el punto flaco de Laeta. Sobre dibujo artístico y diplomacia untuosa lo sabía todo, pero no podía distinguir un presupuesto hinchado del que no lo era. Me marché de allí satisfecho de mí mismo.

El primer sujeto que teníamos que investigar era Calíopo, un lanista algo famoso de Tripolitania, que entrenaba y promocionaba gladiadores, sobre todo de los que se enfrentaban a animales salvajes. Cuando Calíopo mostró su lista de personal, yo no conocí a nadie. No poseía luchadores de categoría. Ninguna mujer se entregaba a su mediocre equipo y en su oficina no había trofeos, pero yo sabía el nombre de su león. Se llamaba Leónidas.

El león compartía nombre con un gran general espartano; pero no por eso lo congraciaba con romanos como yo, educados en la humillante tesitura de cuidarnos de los griegos no fuera a ser que nos contagiásemos de sus sucias costumbres de llevar barba y hablar de filosofía. Pero yo amaba a ese león incluso antes de conocerlo. Leónidas era un devorador de hombres experimentado. En los próximos Juegos iba a ejecutar a un repulsivo psicópata sexual llamado Turio. Turio se había pasado muchos años violando a mujeres, despedazándolas luego y tirando los restos a los acueductos. Yo fui quien lo descubrió y lo llevó a los tribunales. Lo primero que hicimos Anácrites y yo al conocer a Calíopo fue pedirle que nos llevara a ver las jaulas y, una vez allí, me fui directo hacia el león.

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