¡A los leones! (35 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

Contemplamos la escena desde un altozano próximo. En unos corrales especiales encontramos ovejas e incluso vacas que se ponían como cebo. Los corrales estaban al final de una especie de túnel construido con redes, maleza y árboles arrancados, reforzado por hileras de escudos superpuestos. Hacia aquella sofisticada trampa avanzaban los cazadores, montados a caballo y a pie. Debían de haberse reunido mucho antes, a muchas millas de distancia, y en aquellos momentos se hallaban en el clímax de su largo recorrido, cada vez acorralando a las fieras y al mismo tiempo obligándolas a entrar en la trampa. Hacia nosotros corrieron todo tipo de criaturas: pequeñas manadas de gacelas, avestruces de largas patas, un león grande y majestuoso y varios leopardos.

Nos ofrecieron lanzas pero preferimos mirar. Que lo que allí estaba ocurriendo era algo ordinario en el norte de África quedaba de manifiesto por los hombres que ocupaban las tiendas de campaña, que apenas se movieron ni dejaron de comer en pleno desarrollo de la cacería. Sus compañeros les clavaban las lanzas a los animales si las cosas se ponían feas, aunque siempre que era posible montaban jaulas y los capturaban vivos. Los cazadores trabajaban duro y deprisa y se notaba que tenían mucha práctica. Parecía que el grupo llevaba allí semanas acampado y que la cacería todavía iba a prolongarse. Por la gran cantidad de piezas cobradas, su mercado sólo podía ser uno: el anfiteatro de Roma.

De repente, sentí un extraño estremecimiento: lo que hasta entonces me había parecido un interludio bucólico y privado me había recordado el trabajo que había dejado en Roma.

Al cabo de una hora la cacería se tranquilizó, aunque los espeluznantes rugidos de las fieras recién enjauladas y los balidos asustados de los rebaños de los corrales seguían llenando el aire. Acalorados y sudorosos, los cazadores regresaron al campamento, unos manchados de sangre, todos exhaustos por el cansancio. Dejaron sus largas lanzas y sus escudos ovalados y los sirvientes corrían a atar a sus caballos. Los sedientos cazadores trasegaban a sus estómagos grandes cantidades de bebida y alardeaban de sus proezas. Justino y yo comíamos grandes pedazos de carne, y en éstas llegó el jefe de aquella montería.

Bajó de una carreta de altas ruedas tirada por dos mulas que, como remolque, llevaba una jaula reforzada. De ella nos llegaron los rugidos inconfundibles de un fiero león libio. El animal intentaba salir de su prisión lanzándose contra las paredes de la jaula y la carreta entera se tambaleó. El jefe, de fuerza descomunal y gran envergadura, se apeó rápidamente del vehículo, pero la jaula resistió. Los sirvientes se echaron a reír y él se rio con ellos, absolutamente tranquilo. Echaron unas mantas sobre la jaula para que el animal se calmase con la oscuridad y la reforzaron con más cuerdas. El hombre se volvió para observarnos y advirtió, al mismo tiempo que yo, que ya nos conocíamos. Era el dueño del barco que nos había llevado a África desde Ostia.

—Hola —lo saludé con una sonrisa, pese a que por la experiencia que había tenido con él, no esperaba entablar conversacion—. Quinto, ¿sabes hablar púnico? —Quinto era especialista en chapurrear cualquier idioma. Yo sabía que algo habría aprendido en sus visitas a Leptis y a Cartago—. ¿Te importaría saludar a este individuo y decirle que estoy encantado de poder renovar nuestra amistad y que, finalmente, nos hemos encontrado?

Quinto y el púnico intercambiaron algunos comentarios y, luego, el chico se volvió hacia mí un tanto nervioso, mientras el hombre de piel oscura observaba mi reacción con una atención propia de haber insultado a mi abuela o de haber contado un chiste terrible.

—Quiere que te pregunte —dijo Quinto— qué ha pasado con el borracho que iba contigo en el barco y que odiaba tanto a los cartagineses.

XLV

Deplorar los horribles hábitos de Famia nos tuvo entretenidos un par de horas. Conseguimos pasar tranquilos el resto del día y asistir a un festín nocturno con abundante comida y bebida sin que nos obligaran a explicar con demasiada exactitud qué hacíamos recorriendo aquella zona deshabitada de la Cirenaica. Quinto habló todo el rato y, por suerte, el vino se le subió a la cabeza antes que a mí y se durmió cuando todavía controlábamos la situación. Había conseguido evitar indiscreciones sobre nuestra búsqueda del
silphium
. El fornido cartaginés era un empresario. Era un hombre enérgico y demostraba tener una gran ambición. No le dejamos enterarse de nuestra historia y que decidiera que cultivar plantas sería más fácil que capturar fieras para el circo.

Tal como fueron las cosas, no tuvimos que preocuparnos de disimular nuestras intenciones. Al día siguiente, cuando montamos en nuestros caballos, casi incapaces de mantenernos erguidos, el jefe, que ya se había hecho muy amigo nuestro, salió a despedirnos y a intercambiar unas cuantas frases más con Quinto. Mientras hablaban, Quinto se echó a reír mirando en mi dirección. Después de unos cordiales saludos, nos marchamos con mucha cautela.

—¿De qué os reíais? —le pregunté a Quinto mientras salíamos del campamento—. Era como si nuestro amigo cartaginés anunciara que iba a venderme a su hija, a la fea.

—Mucho peor que eso —suspiró Quinto. Esperó unos instantes a que le explicara a mi caballo que un pequeño matojo que habíamos encontrado no era un leopardo porque todos los leopardos de la zona estaban en las jaulas de los cazadores y comentó—: Ya sé, querido Marco, por qué no nos ha preguntado qué hacíamos aquí.

—¿Por qué?

—Porque cree que ya lo sabe.

—Y entonces, ¿cuál es nuestro secreto?

—Tu secreto, Falco. Eres el auditor del censo del emperador.

—¿Ha oído hablar de mí?

—Tu fama cruza los mares.

—Y él es un importador de fieras. Tenía que haber pensado en eso.

—Hanno cree que estás espiando a alguien que está a punto de defraudar al fisco.

—¿Hanno?

—Nuestro anfitrión, el cazador de leones.

—Te contaré algo más —dije sonriendo unos instantes—. Anóbalo es el nombre romanizado de un magnate de Sabrata que dirige un inmenso negocio de importación de animales para los Juegos de Roma. Tiene que tratarse del mismo hombre. Mira, Quinto, nuestro anfitrión de anoche en el campamento ya ha sido objeto de una intensa investigación por parte de Falco y Asociado.

Quinto se puso aún más pálido de lo que ya estaba debido a la resaca.

—¡Por todos los dioses! ¿Y ya has descubierto sus fraudes?

—No, es un magnifico contable. Tuve que olvidarme de él.

—¡Qué suerte hemos tenido! —Quinto había recuperado rápidamente la facultad de pensar con lógica pese a lo mucho que le dolía la cabeza—. Si le hubieras puesto multas, anoche nos hubiese podido servir como cena a sus leones.

—Y esperemos que crea que nuestro encuentro ha sido una coincidencia. Tiene un ejército de hombres armados hasta los dientes.

—Y tú y yo sólo somos dos inocentes cazadores de plantas.

—Por cierto, hablando de plantas: todavía no me has enseñado tu mítico trozo de
silphium
.

Ese mismo día, antes de llegar a Antipirgos, o tal vez ya lo habíamos pasado, Quinto Camilo Justino, el desacreditado hijo del nobilísimo Camilo Vero, me mostró el brote de la planta, que no era tan pequeño, pues le llegaba casi a la altura de la cabeza.

—¡Por Júpiter! ¡Desde que lo encontré ha crecido! —exclamó maravillado al llegar junto al montecillo de hierbas.

Incliné la cabeza hacia atrás, me protegí los ojos del sol con la mano y admiré su tesoro. Cuanto más grande, mejor. Estaba un poco ladeado pero parecía sano.

—No es precisamente bonito. ¿Cómo demonios ha podido perderse algo de este tamaño?

—Ahora que lo hemos encontrado de nuevo, podríamos protegerlo con un dragón como hicieron con los manzanos de las Hespérides, aunque esta planta tal vez se comería al dragón.

—Parece incluso que se nos pueda comer a nosotros.

—Y bien, Marco, ¿es esto?

—Sí.

Era un
silphium
, si. Sólo había uno, la planta más grande que yo había visto jamás. No era precisamente una planta para cultivar en el balcón en una maceta. El gigante verde medía unos dos metros. De aspecto áspero, bulboso y feo, con unas hojas finas que se unían en un grueso tallo central. En el centro de éste crecía una gran esfera de flores amarillas, un globo de brillantes capullos individuales, con unos racimos más pequeños que colgaban de unos largos y delgados pedúnculos, los cuales nacían en las uniones de las hojas en la parte baja de la planta.

Mi caballo, al que tanto le habían asustado los otros matorrales, decidió oler el
silphium
con abierto interés. Tragamos saliva y corrimos a atarlo lejos de la planta. Tomamos nota de ello: a los animales les gustaba aquel preciado vegetal.

Justino y yo hicimos lo único que podían hacer dos hombres que acaban de encontrarse una fortuna creciendo en el desierto. Nos sentamos, sacamos la cantimplora que llevábamos con ése propósito y bebimos un frugal trago a la salud del destino.

—Y ahora, ¿que? —preguntó Quinto después de haber brindado por nosotros, por nuestro futuro, por el
silphium
y hasta por los caballos que nos habían llevado hasta él.

—Si tuviéramos un poco de vinagre, podríamos hacer un buen bote de adobo de
silphium
para las lentejas.

—La próxima vez lo traeré.

—Y un poco de harina de habas para estabilizar la sabia. Podríamos sangrar la raíz para obtener resina. Podríamos cortar unas ramitas y ponerlas en un asado.

—Podríamos comerlo a rodajas con queso.

—Si necesitáramos medicinas, tendríamos un maravilloso remedio.

—Si los caballos necesitasen medicinas, podríamos dárselo.

—Tiene muchísimos usos.

—¡Y lo venderemos caro!

Riendo, empezamos a dar vueltas alrededor de la planta, alborozados. Muy pronto, todos los boticarios que comerciaran con aquel tesoro llenarían de beneficios nuestras cuentas bancarias.

Hanno, nuestro amigo cazador de Sabrata, nos había invitado a una cena decente la noche anterior, pero no había llegado al punto de darnos unas brochetas de pájaros para que nos las lleváramos como picnic. Lo único que teníamos para comer era galleta dura como la del ejército. Eramos unos chicos duros y viajábamos sin comodidades de ningún tipo para demostrarlo.

Corté un trozo pequeño de hoja de
silphium
y me lo llevé a la boca para ver si el sabor que tanto asco me había dado en Apolonia podía mejorarse. En realidad, el
silphium
fresco me pareció peor que la versión seca que ya había probado. Olía a estiércol. Su sabor era tan repugnante como presagiaba su olor.

—Tiene que haber algún error —dijo Quinto, descorazonado—. Yo esperaba ambrosía.

—Tú eres un romántico. Según mi madre, cuando se cocina, el mal sabor desaparece… casi por completo. Y después de comerlo, el aliento te huele de una manera aceptable, pero me comentó que provocaba muchos gases.

—A la gente que pueda permitirse comprarlo no le importa dónde se tira los pedos, Marco —dijo Quinto, ya recuperado.

—Exacto. Los ricos se hacen sus propias normas sociales.

Nosotros nos tiramos unos pedos por principio. Como romanos, el amable y meticuloso emperador Claudio nos había otorgado este privilegio. Estábamos al aire libre y, además, íbamos a ser ricos. A partir de entonces, podríamos comportarnos de una manera censurable cuando quisiéramos y donde quisiéramos. La libertad para expeler flatulencias sin suscitar comentarios siempre me había parecido la principal ventaja de ser rico.

—Nuestra planta está floreciendo —observó Quinto. Su historial como tribuno del ejército era impecable. Su enfoque de los problemas logísticos era siempre incisivo. Siempre podía presentarte un orden del día razonable, incluso cuando estaba extático o un poco borracho—. Estamos en abril. ¿Cuándo echará las semillas?

—No lo sé. Tal vez tengamos que quedarnos aquí unos cuantos meses hasta que se formen y maduren. Si ves pasar abejas puedes incitarlas a que se acerquen a las flores. Mañana, cuando sea de día, podemos acercarnos al jebel y buscar una pluma. Luego puedo intentar hacerle cosquillas a nuestra planta. —A aquella criatura nuestra le esperaban grandes mimos hortícolas.

—Lo que tú digas, Marco Didio.

Nos enrollamos en nuestras mantas y nos dispusimos a pasar nuestra última noche al raso. En aquellos momentos, brindé por Helena. La echaba de menos. Me habría gustado que viera nuestra planta, creciendo tan robusta en su hábitat natural. Quería que supiese que no le habíamos fallado y que pronto podría disfrutar de todas las comodidades que merecía. Incluso quería oír sus cáusticos comentarios acerca de aquel burdo y feo vegetal que se suponía que haría ricos a su amante y a su hermano pequeño.

todavía esperaba que Quinto honrase a Claudia con una cortesía similar cuando me cansé de tener los ojos abiertos y me dormí.

XLVI

El tintineo de los cencerros de las cabras me despertó.

Hacía una mañana espléndida. Los dos dormimos hasta avanzado el día, pese a estar sobre el suelo desnudo. Bien, habíamos hecho una etapa de cien millas, habíamos tenido una larga noche de grandes celebraciones con una rica partida de caza, habíamos disfrutado de una gran animación allí, en secreto, y habíamos bebido demasiado. Además, con la perspectiva de unos ingresos enormes, todos los problemas de nuestra existencia estaban resueltos.

Tal vez deberíamos haber dado cuenta de una parte de nuestras raciones la noche anterior, mientras, sentados, soñábamos con las villas palaciegas que un día poseeríamos, con nuestras flotas de embarcaciones, con las joyas con que se adornarían nuestras adorables mujeres y con las enormes herencias que dejaríamos a nuestros educadísimos hijos (siempre que se rebajaran lo suficiente cuando empezáramos a declinar y entrásemos en una vejez bien atendida).

Me dolía la cabeza como si una tropa de elefantes bailones remodelara mi peinado. Quinto tenía la tez grisácea. Cuando vi el resplandor del sol reflejado en las rocas, preferí seguir tendido, con los ojos cerrados. Quinto fue el pobre diablo que se incorporó hasta quedar sentado y miró a nuestro alrededor.

Le oí soltar un gemido torturado. Después lanzó un grito. A continuación debió de ponerse en pie de un salto y echar la cabeza hacia atrás al tiempo que emitía un alarido con todas sus fuerzas.

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