Le di las gracias por haberse tomado la molestia de decírmelo y seguí caminando.
Por una vez, me alejé del Criptopórtico, el camino que solía tomar siempre para bajar al Foro. En cambio, crucé el conjunto de grandiosos edificios antiguos que se hallaban en lo alto del Palatino, pasé ante los templos de Apolo, Victoria y Cibeles, hasta la supuestamente discreta Casa de Augusto, ese palacio en miniatura con todas las comodidades en el que nuestro primer emperador fingía que era un hombre como todos los demás. Abatido por el golpe que había supuesto el encuentro con Laeta, me detuve en lo alto de la colina, dominando el Circo Máximo y miré hacia el otro lado del valle, el Aventino, mi casa. Tenía que prepararme. Decirle a Helena Justina que había estado trabajando de aquella manera por un simple saco de heno sería muy duro. Escuchar los gemidos y el llanto de Anácrites sería aún peor.
Sonreí con amargura, enseñando los dientes. Sabía lo que había hecho y era una enorme ironía. Falco y Asociado se habían pasado cuatro meses regocijándose de los poderes draconianos de auditoría que podían ejercer sobre sus pobres víctimas: las decisiones del censo, contra las cuales no se podía apelar.
A nosotros nos habían tratado de la misma manera.
Para animarme, Helena intentó distraerme gastando su propio dinero en alquilar una sala de lectura para dar el recital de poesía con el que llevaba soñando desde que la conocí. Me pasé mucho tiempo preparando los mejores poemas que había escrito, practiqué recitándolos y preparé ingeniosas introducciones a cada uno de ellos. Además de anunciar el acto en el Foro, invité a todos mis familiares y amigos.
No vino nadie.
Esa primavera, un perro entremetido llamado
Aneto
, propiedad de Talía, hizo todo lo posible por animarme. Era un animal grande, viejo y feo que ponía los ojos en blanco como un psicópata; en su día fue adiestrado para actuar en pantomimas y sabía fingir que estaba muerto. Un truco muy útil para todo el mundo.
Aneto
haría su debut como telonero en las Megalesias, los juegos dedicados a Cibeles. Esta celebración era un acontecimiento esperado, ya que abría la temporada de teatro en abril, cuando empieza el buen tiempo, y era precedida de una serie prolongada de osados y curiosos ritos frigios. Como era habitual, todo empezaba a mediados de marzo con una procesión de personas que llevaban cañas, consagradas a Atis, el adorado de la Gran Madre; porque él las descubrió por primera vez cuando se escondió en un lecho de papiros. (Un acto perfectamente comprensible si hubiese tenido la mas leve sospecha de que su futuro rol sería el de castrarse con un tiesto en medio de un desventurado frenesí.)
Una semana mas tarde, el pino sagrado de Atis, cortado al filo del amanecer, se levantaba en el templo de Cibeles en el Palatino adornado con lana y coronas de violetas mientras la sangre de los animales sacrificados salpicaba el lugar. Si tenías un pino sagrado, era normal que quisieras que fuese tratado con reverencia. A esto le seguía una procesión por las calles de los sacerdotes de Marte, que saltaban al son de las trompetas y atraían miradas de nuestros serios ciudadanos, aunque repitieran el espectáculo año tras año.
Entonces, en honor de las heridas que Atis se había causado a sí mismo, el sumo sacerdote se cortaba un brazo con un cuchillo. Dada la naturaleza de lo que Atis había tenido que soportar, el brazo del sacerdote siempre me había dado risa. Luego, alrededor del pino sagrado se ejecutaba una desenfrenada danza. Para no desanimarse ni un instante, el sumo sacerdote se flagelaba a sí mismo y a sus seguidores con un azote. Las mutilaciones del sacerdote se convertían después en tatuajes permanentes como señal de su disciplina. Los devotos gritaban, chillaban y se desmayaban debido al ayuno y a aquella histérica danza.
Para los que todavía tenían aguante, aquel día se celebraban más ritos sangrientos y solemnes ceremonias rituales seguidos de un día de júbilo y el auténtico inicio del gran festival. La recompensa por haber soportado la sangre y la violencia era un carnaval impresionante. Ciudadanos de todos los rangos lucían máscaras y disfraces impensables. Libres de ser reconocidos, se permitían también conductas impensables. Realmente chocante, los sacerdotes del culto, que normalmente estaban encerrados en el Palatino porque eran extranjeros y desvariaban, salían de su encierro claustral durante un día de fiesta. Por las calles, flautas, trompetas y tambores tocaban una extraña música oriental de enervantes ritmos. La imagen sagrada de la diosa, una estatua de plata, cuya cabeza estaba simbólicamente representada por una piedra negra de Pesinunte, era llevada hasta el Tíber y bañada en sus aguas. También se lavaban los utensilios de los sacrificios, y luego eran devueltos al templo bajo una lluvia de pétalos de rosa.
Además de las procesiones se celebraba una orgía secreta de mujeres, famosa por sus bacanales. Estas mujeres, que tendrían que estar por encima de tales comportamientos, revivían las viejas tradiciones, aunque en el nuevo modelo de respetabilidad de los Flavios, tuviesen las de perder. Helena me había asegurado muy seria que, cuando todas las puertas se cerraban a los hombres, lo único que hacían las mujeres era tomar té y dedicarse al chismorreo. Luego comentó que los rumores de frenesí orgiástico era sólo un truco para preocupar al sexo masculino y yo, como es natural, la creí.
Los Juegos empezaban tres días después de las calendas de abril. Una vez más, sacaban en procesión la sagrada imagen montada en un carro y la paseaban por las calles mientras los sacerdotes del culto cantaban himnos griegos y recogían las monedas que les arrojaba el populacho. (Eso siempre servía para que la gente se deshiciese de las monedas extranjeras y de las que estaban fuera de circulación.) El sumo sacerdote asumía el papel de protagonista. Se suponía que era un eunuco, algo que se deducía del hecho de que llevase un hábito de color púrpura, un velo, una larga melena bajo un turbante exótico terminado en punta, aros en las orejas, collares en el cuello y una imagen de la diosa en el pecho. Llevaba en una mano una cesta de fruta que simbolizaba la abundancia, más unos cuantos címbalos y flautas. Las caracolas sonaban con una fuerza estridente. Era todo aquello terriblemente exótico y se trataba de un culto que probablemente tendría que ser expulsado de la ciudad; pero para aquellos que creían que el troyano Eneas había fundado Roma, que el monte Ida era donde Eneas había cortado la madera para construir sus barcos y la Gran Madre Ideana era la madre mítica de nuestra raza, Cibeles estaba en Roma para quedarse. Era una explicación mucho más respetable que la que decía que todos éramos descendientes de un par de gemelos asesinos a los que había amamantado una loba.
Una vez iniciados los Juegos, soportábamos varios días la representación de dramas y tragedias en los teatros. Luego, en el Circo Máximo se celebraban las carreras de cuadrigas, con la estatua de Cibeles entronizada en la
spina
, el muro bajo que dividía la arena del circo, junto al obelisco central. Había llegado allí llevada en solemne procesión en una silla de mano colocada sobre un carro tirado por leones domados. Aquello me habría deprimido porque me hacía recordar a Leónidas.
Cuando empezaron las carreras, me sentía muy distante. Los exóticos rituales de las Megalesias habían contribuido a ello. Yo, que normalmente evitaba aquellos festivales, me encontraba participando como público sorprendido, aunque estaba verdaderamente malhumorado. Así era Roma. Junto con los misterios arcaicos de la religión, todavía florecían tradiciones mucho más siniestras: el mecenazgo injusto, el esnobismo arrollador de los miembros de las instituciones, y el severo culto a frustrar las aspiraciones del hombre de la calle. Nada iba a cambiar.
Fue un alivio que comenzaran las carreras y las exhibiciones de los gladiadores. Después de iniciado ese ceremonial, con el presidente de los juegos ataviado con el uniforme triunfal dando paso a los participantes por la puerta principal del Circo Máximo era mucho más vital que cualquier otro de los acontecimientos que le sucederían a lo largo del verano. Presagiaba un nuevo amanecer. El invierno había terminado. La procesión discurría sobre una alfombra de flores primaverales. Los teatros y los circos al aire libre bullirían de entusiasmo una vez más. Las calles estarían llenas de vida día y noche. Las discusiones públicas estarían dominadas por los argumentos competitivos. Las actividades de los bajos fondos, como la venta de serpientes, las apuestas ilegales y la prostitución, florecerían. Y siempre cabía la posibilidad de que los Azules echaran a los Verdes de la carrera y se proclamasen vencedores.
En realidad, el único acontecimiento brillante de mi vida era que en abril mi equipo ganase. Siempre traía el beneficio secundario de que cualquier desconcierto de los Verdes, sus rivales de siempre, entristecía a mi cuñado Famia. Aquella primavera los Verdes tenían unos jugadores muy malos: incluso los hombres de la Capadocia, a quienes Famia tan ruidosamente había alabado el día en que se escapó el leopardo, quedaron fuera de combate a las primeras de cambio. Mientras ahogaba sus penas, Famia seguía intentando convencer a su equipo de que se lanzase a una nueva estrategia y, entre tanto, los Azules los derrotaban una y otra vez y yo me reía socarronamente.
El trabajo escaseaba. Los encargos del censo disminuían, como ya sabíamos que ocurriría. Anácrites, para intentar olvidar lo que Laeta le había hecho con la paga de su baja, se ocupó en finalizar informes que ya eran satisfactorios. Le dejé que refunfuñase e hiciera sus chapuzas. En cambio, una mañana en que toda Roma debía de sentirse optimista, me comprometí con Talía a presentar a su perro adiestrado en su primera actuación pública. Era impensable, por supuesto, que un ciudadano respetable apareciese en un escenario, pero yo me sentía taciturno y con ganas de bulla. Me apetecía transgredir las normas, pero lo hice dentro de unos límites: lo único que tenía que hacer era vigilar al perro cuando no estuviera en escena.
La pantomima se representaría en el teatro de Marcelo, a última hora de la mañana, antes de que todo el mundo se fuera al Circo Máximo para ver las carreras y los espectáculos con gladiadores, que empezaban después del almuerzo. Aquello era una medida temporal: el gran anfiteatro de Estatilio Tauro, donde los gladiadores solían actuar, quedó destruido diez años antes en el incendio de Nerón. Su sustituto ya se había planificado, la extravagante nueva creación de los flavios en el extremo del Foro, pero mientras se construía, el Circo Máximo se quedó allí. Como su forma no era la adecuada, no gozaba de demasiado éxito, por lo que aquel día tuvimos allí más horas de teatro.
Para ese mismo día por la tarde, había una espléndida programación en el circo: gladiadores, una
venatio
formal y, para abrir boca, una ejecución de prisioneros. Uno de ellos era Turio, el asesino en serie de los acueductos.
Turio, en quien yo había depositado todo mi interés, sería devorado por un león nuevo, propiedad de un importador llamado Anóbalo, quien tenía una peculiar historia: aunque era mas rico que todos los demás lanistas a los que habíamos investigado, nos habíamos visto obligados a admitir que su declaración al censo era impecable.
Lo único que se sabía de él era que había nacido en Sabrata. Por lo que nosotros veíamos, no había contado a los censores otra cosa que no fuera la pura verdad, con una insolencia que parecía indicar que los negocios le iban viento en popa y por tanto no cabía el engaño. Nunca llegamos a verlo; en sus libros de contabilidad no encontramos nada por lo que tuviéramos que interrogarlo personalmente. Sentía un completo desdén por el fraude o, como Saturnino, Calíopo y todos los demás individuos a los que habíamos investigado, por los puntos más sutiles de la contabilidad. Ese hombre había pagado una enorme cifra en concepto de impuestos con la naturalidad del que da una propina en una taberna. También se sabía que su león era de primera categoría.
Con la mente puesta en la ejecución, resultaba difícil darle al perro de Talía el mérito debido. Sin embargo, habíamos planeado que, si su espectáculo se convertía en un éxito, yo también sacaría provecho del negocio. Se trataba de una comedia con un largo elenco de personajes en la que la orquesta circense de Talía ponía música a sus desenfrenadas escenas, un buen montaje que incluía los tonos estridentes de las largas trompetas, los cuernos circulares y la dulce y hermosa Sofrona, que tocaba el órgano de agua. Mientras el órgano atacaba un vibrante crescendo, el perro salía trotando, con el pelaje bruñido y la cola hacia arriba. El público caía enseguida rendido ante las gracias de la atractiva personalidad de
Aneto
. Era encantador y lo sabía. Como todos los tenorios desde la antigüedad, era un auténtico desvergonzado. La multitud lo sabía pero se regocijaba con ello.
Al principio sólo se precisaba que el perro prestara atención a la acción y se comportase de forma adecuada. Sus reacciones eran buenas, sobre todo porque la ridícula trama era tan difícil de seguir que la mayor parte de espectadores miraban a su alrededor en busca de vendedores de bebidas. En un momento determinado, por razones que yo mismo no me molesté en averiguar, uno de los payasos del escenario decidió matar a un enemigo y envenenó una hogaza de pan. El animal se la comió, tragándosela con glotonería. Luego, empezó a temblar, a trastabillar y a asentir de forma soñolienta, como si estuviera drogado. Finalmente, cayó desplomado al suelo.
Mientras se hacía el muerto, el animal fue arrastrado por todo el escenario y siguió sin moverse, como si realmente lo hubieran matado, un asqueroso sacrificio al gusto popular en el teatro. Entonces, tras una señal, se levantó despacio y sacudió su cabezota como si acabase de despertar de un largo y profundo sueño. Miró a su alrededor, y corrió hacia un actor, al que lisonjeó con alborozo perruno.
Era muy buen actor. Su resurrección había tenido un aire misterioso y el público estaba extrañamente conmovido. Entre él se encontraba el presidente de los juegos. Como Talía y yo sabíamos, el presidente de aquel día no era un pretor medio lisiado, sino el propio emperador, resplandeciente en su túnica triunfal de palmas bordadas.
Cuando la obra terminó (un auténtico alivio, francamente), nos dijeron que Vespasiano quería recibir al adiestrador del perro. Talía se negó y me encontré tirando de la correa de
Aneto
en dirección al emperador.