¡A los leones! (26 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

—Sí. Ni Calíopo ni Buxo supieron que Leónidas había muerto hasta que, al día siguiente, lo encontraron sin vida en la jaula.

—Por consiguiente, también podemos descartar que Calíopo haya asistido a esa desagradable fiesta en casa del ex pretor. Lo extraño, Marco, es que el cuidador no oyera que se llevaban y devolvían a la fiera. Tal vez Saturnino sobornara a Buxo para que le dejase sacar a un animal. Draco, supuestamente. Pero, tal vez Buxo se mantuvo leal a Calíopo, le contó el plan y trabajaron juntos para causar problemas.

Fingí que me adormilaba para dar motivo de terminar la charla. No quería que Helena se contagiase de mi propio miedo: que si Saturnino pensaba que me había contado demasiadas cosas, decidiese que yo era peligroso. Yo no sabía cómo un lanista se enfrentaba a enemigos humanos, pero había visto lo que le había hecho al avestruz de Buxo. No quería que me encontrasen con la cabeza colgando y las piernas fláccidas.

A la mañana siguiente, Helena tampoco me dejó salir de casa. Mas tarde me llevó a los baños. Glauco, mi preparador, se echó a reír a mandíbula batiente cuando me vio escoltado por una mujer.

—¿Qué te pasa, Falco? ¿Ya no sabes sonarte los mocos tú solo? Y, ¡por todos los dioses!, ¿dónde te has metido? He oído decir que trabajas con la gente del circo. Esperaba que entrases corriendo, diciendo: «Estoy trabajando en una importante misión secreta, y quiero aprender a luchar para enfrentarme a los gladiadores».

—Ya me conoces, soy demasiado sensato, Glauco. En realidad, trabajar de ese modo en una misión confidencial podría ser una buena idea, pero la verdad es que preferiría ver a otra persona en la arena: a mi querido socio Anácrites.

Glauco soltó una carcajada que no me molestó.

—Corre un rumor mucho mas desagradable, Falco: que estás trabajando para los censores, pero no quiero oír que te excusas por eso.

Farfullé unas palabras y me fui a su barbero, un individuo acicalado que me afeitó la barba de dos días con la misma expresión que si estuviera limpiando un desagüe. Su experiencia con la navaja hispana era la envidia de todo el Foro, y el precio que Glauco cobraba por sus servicios estaba a la altura de sus habilidades. Helena pagó sin perder la calma. El barbero cogió el dinero con desgana como si para él fuera una ofensa ver a un hombre presa de las garras femeninas. Esbozaba una sonrisa que no era mas alentadora que la carcajada que había soltado su patrón. Hice todo lo posible por estornudarle en la cara.

Regresamos a casa. Me entró una tiritona impresionante y me metí en la cama por voluntad propia. Dormí profundamente durante varias horas y me desperté como nuevo. La niña dormía o estaba absorta en su pequeño mundo. La perra también dormía. Cuando Helena vino a echarme un vistazo, me encontró despierto y se acurrucó a mi lado por aquello de ser sociable.

Era una tarde tranquila; en la calle hacía demasiado frío para que hubiera actividad. La mayor parte del tiempo no se oían voces ni ruidos de cascos en el patio de la Fuente. Nuestro dormitorio daba a la parte interior y desde él no se oían los ruidos de fuera. El cestero de la tienda de abajo había cerrado unos días por vacaciones y se había ido al campo a pasar las Saturnales. De todas formas, Enniano y sus clientes nunca hacían demasiado ruido.

Estar tumbado en la cama era relajante, aunque ya había dormido suficiente. todavía no quería empezar a pensar en el trabajo pero sí quería pensar en algo. Aquellos breves momentos de tranquilidad con Helena suponían un agradable reto. Al cabo de un rato, había conseguido con sus continuas risitas ponerme nervioso, y me dispuse a demostrarle que las partes de mi cuerpo no afectadas por el resfriado estaban más vivas que de costumbre.

El invierno tiene sus ventajas.

Una hora más tarde, dormía yo de nuevo y el mundo se puso en marcha. La luz era cada vez más tenue y toda la gentuza del Aventino salía de sus casas dando un portazo, dispuesta a hacer daño. Chicos jóvenes que tendrían que haberse quedado en casa jugando a la pelota contra una pared con toda la fuerza de una artillería de sitio. Los perros ladraban. Las sartenes chocaban con el metal de los fogones. De las casas superpobladas que nos rodeaban llegaba el olor familiar del aceite recalentado muchas veces con dientes de ajo requemados.

Nuestra hija se echó a llorar como si creyese que la habíamos abandonado para siempre. Me revolví en la cama. Helena me dejó y fue por Julia en el momento preciso en que llegaba una visita. Helena consiguió impedirle la entrada unos instantes pero luego abrió un poco la puerta y asomó la cabeza. Tenía un peine en la mano e intentaba arreglarse y desenredarse su larga cabellera.

—Marco, si te sientes bien, podrías salir a recibir a Anácrites —dijo.

Ella sabia que incluso cuando me encontraba bien, nunca me apetecía ver a Anácrites. Su tono de voz contenido me indicó que ocurría algo. Aún adormilado después de nuestro encuentro amoroso, le dije «eres guapisima» para disfrutar de la sensación de ser sugerente sin que Anácrites pudiera verme. Helena no lo dejaba pasar de la puerta, como si el desordenado escenario de nuestra pasión tuviera que seguir siendo algo privado. Asentí con la cabeza para indicarle que me vestiría y saldría.

Entonces Helena dijo en voz baja:

—Anácrites trae noticias. Han encontrado muerto a Rúmex el gladiador.

XXXII

Habíamos desperdiciado la mejor parte del día.

—¡Por Júpiter! —se quejó Anácrites mientras yo tiraba de él ante el templo de Ceres, bajando del Aventino—. ¿Qué tiene de especial la muerte de un gladiador, Falco?

—No finjas que no lo entiendes. ¿Por qué te has molestado en contármelo si crees que es un suceso absolutamente natural? Rúmex era un gran luchador que estaba en plena forma. Era fuerte como una muralla.

—Tal vez cogió el mismo resfriado que tú.

—Rúmex lo hubiera asustado enseguida. —Yo mismo estaba dispuesto a olvidarme del catarro. La tráquea me ardía, pero intentaba contener la tos mientras corría. Helena me había echado por encima mi capa gala y un sombrero. Sobreviviría, a diferencia del favorito de los circos—. Esta fiebre no es mortal, Anácrites, por más que te guste pensar que, en mi caso, sí lo es.

—No seas injusto. —Tropezó con el bordillo de la acera, lo cual me provocó una sonrisa de satisfacción. Se había dado un golpe tan fuerte en el dedo gordo del pie que se le pondría negro. Salté las Escaleras Intermedias de tres en tres y él me siguió como pudo.

Una gran multitud se había congregado en los barracones. A ambos lados de la puerta, en hermosas urnas de piedra, habían colocado dos altos cipreses, perfectamente iguales. Allí un portero ceremonioso recibía pequeños tributos con un agradecimiento que parecía sincero, moviéndose con discreta eficiencia de un donante a otro. La multitud estaba formada básicamente por mujeres silenciosas, aunque ocasionalmente se oían sus llantos lastimeros.

El tiempo que yo guardé cama, lo aprovechó Anácrites para empezar la auditoría del imperio de Saturnino. Por el camino hasta los barracones me había contado que nuestro trabajo no estaba allí, sino en la oficina de un contable sospechosamente amable cuyo emplazamiento se encontraba en la otra punta de la ciudad. Eso no me sorprendió. Saturnino sabía todos los trucos sutiles necesarios para dificultarnos el trabajo. Sin embargo, la auditoría nos había dado derecho a entrar en cualquiera de sus propiedades. Por eso, cuando ordenamos que nos dejaran entrar en los barracones, nadie se atrevió a impedirlo.

Al otro lado de la puerta, en una mesa que desde la calle no se veía, unos gladiadores abrían los regalos de las mujeres. Los objetos de valor eran guardados cuidadosamente y lo que no servía se tiraba a un cubo.

Llevé a Anácrites por unos cuantos patios de entrenamiento hasta llegar a la celda en la que había vivido Rúmex. Los criados que habían coqueteado con Maya y Helena habían desaparecido. En su lugar encontramos a dos gigantones compañeros del muerto que montaban guardia ante una puerta cerrada a cal y canto.

—Lo siento mucho… —Adopté una expresión de duda, como si lo sucedido hubiera sido una inconveniencia para todos—. Estoy seguro de que no tiene nada que ver con nosotros, pero si, mientras realizamos una auditoría para el censo ocurre algo así, tenemos que registrar el escenario del…

Era mentira, claro.

Los individuos de anchas espaldas lucían taparrabos de cuero y no estaban acostumbrados a tratar con funcionarios perversos. De hecho, sólo los entrenaban para hacer lo que les mandasen. Llamaron a un chico para que fuera por el hombre que tenía la llave. Éste pensó que era Saturnino quien quería verlo y apareció enseguida con aire compungido. Los reunidos intercambiaron miradas de sorpresa, pero les pareció más fácil dejarnos hacer lo que queríamos y luego cerrar de nuevo y fingir que no había ocurrido nada.

Así que, gracias a nuestra cara dura y a su ineficacia, conseguimos entrar en la habitación del muerto. Era fácil, incluso después de un asesinato. Me pregunté si la noche anterior alguien habría utilizado tácticas similares.

Cuando entramos, quedamos sorprendidos al ver que el cadáver de Rúmex estaba aún allí.

En esta situación, había más posibilidades de lo normal para que nuestra sociedad funcionara. Ambos éramos profesionales y ambos reconocíamos una emergencia. Teníamos que actuar como si fuéramos una sola persona. Si Saturnino estaba en las instalaciones, tan pronto como se enterara de que estábamos allí vendría corriendo a fisgonear nuestra labor. Por eso miré a Anácrites y entramos a la vez. Teníamos que registrar rápidamente el lugar en busca de pistas, tomar notas y cada uno ser testigo de lo que el otro encontraba. Sólo teníamos una oportunidad para hacerlo y no podíamos cometer errores.

No entramos en una celda con un lecho de paja, que era lo que la mayoría de los gladiadores poseía, sino en una habitación amplia y de altos techos. Las paredes, que debían de haber sido blancas, estaban pintadas de un elegante granate oscuro y totalmente cubiertas de grafitos y escenas circenses. Gladiadores blandiendo las espadas, persiguiéndose y clavándoselas, uno en el suelo, el otro de pie, y mirándose horrorizados el uno al otro. En la parte alta del friso se veían luchas muy realistas. Los tracios colgaban sus cabezas y morían sobre el dado; los mirmillones eran arrastrados exánimes, mientras que Radamanto, rey de los infiernos, supervisaba la escena con su máscara de pájaro, acompañado por Hermes y sus serpientes.

Rúmex había sido dueño de muchos objetos. La armadura y las armas debía de guardarlas su amo, pero tenía la habitación llena de regalos. Una vistosa alfombra egipcia, que por decirlo así todo el mundo la hubiese colgado de la pared como un tapiz, se veía gastada por el continuo pisoteo. Aparte de la cama, el mobiliario estaba formado por inmensos arcones, dos de ellos abiertos, en los que se veían túnicas, mantos y adornos que, probablemente, eran regalos de sus admiradoras. Sobre una peana había un pequeño cofre del que asomaban cadenas de oro, brazaletes y collares. En bandejas de bruñido latón había tazones de exquisita artesanía y aunque algunos eran de un mal gusto espantoso, todos tenían gemas incrustadas. Como Saturnino tenía que haberse quedado con el porcentaje más grande de los objetos regalados a su héroe, el lote original debía de haber sido enorme. (Una atractiva perspectiva para ambos como auditores, ya que de todo ello no aparecía nada en las cuentas presentadas por el lanista.)

Los dos centinelas y el hombre de la llave nos miraban fijamente y cada vez estaban más nerviosos. Anácrites sacó una tablilla de tomar notas y pese a su expresión de aburrimiento, su punzón se movió a gran velocidad. Hizo una lista de los objetos de la estancia. Yo asentí y me acerqué a la cama, como si fuera un turista curioso.

Rúmex yacía boca arriba como si estuviera dormido. Sólo llevaba una túnica blanca y corta, probablemente una prenda de ropa interior. Un brazo, el que se encontraba más cercano a mí, estaba ligeramente doblado como si hubiera estado apoyado en el hombro y hubiese caído hacia atrás al morir. Tenía la cara vuelta hacia mi, junto a la mesilla de noche. Bajo su cuerpo había una colcha como las que las princesas imperiales utilizaban para acurrucarse, abrazadas a sus amantes. Su costosa lanilla debía de hacerle cosquillas en su gran cogote.

Fue el cuello lo que me llamó la atención. En torno a él había una gruesa cadena de oro. Le quedaba muy ajustada en la garganta pero suelta por la nuca y, si el gladiador no hubiese llevado la cabeza completamente afeitada, se le hubiera prendido en los cabellos. Esa extraña disposición de la cadena me intrigó. O alguien había querido quitársela o el propio Rúmex había intentado sacársela, pasándosela por la cabeza.

Pero no fue eso lo que me hizo contener un grito de sorpresa. Un pequeño reguero de sangre manchaba la lujosa colcha, debajo de la mejilla del muerto. A Rúmex lo habían apuñalado en la garganta.

XXXIII

Guiñé un ojo a Anácrites. Se acercó y le oí gruñir enfurruñado. Con el índice intentó aflojar la cadena de oro, pero no se movió, aprisionada por el peso de la cabeza del gladiador.

Tanto Anácrites como yo debíamos de estar pensando lo mismo: que lo habían acuchillado mientras se encontraba tumbado en la cama tranquilamente. Aquello resultaba un tanto desconcertante. Con la cadena de oro había pasado algo, pero el asesino había decidido no robársela. Tal vez fuera presa del horror, quizá la escena lo había perturbado, tal vez el precio de la cadena le pareció una buena inversión pero desistió de robarla cuando vio que el gladiador había muerto.

El cuchillo no estaba. Por el tamaño de la herida, tenía que tratarse de un arma corta y delgada. Por ejemplo, una navaja, que puede esconderse fácilmente. En una ciudad donde estaba prohibido ir armado, siempre podías decir a los vigiles que era tu cuchillo de pelar la fruta. Incluso una cosita pequeña que podía pertenecer a una mujer, aunque, quienquiera que lo hubiese clavado, había utilizado velocidad, fuerza y sorpresa masculinas. Y tal vez también experiencia.

Anácrites retrocedió. Yo hice lo propio. Habíamos abierto un espacio y los centinelas vieron el cadáver. Por sus expresiones de tristeza nos dimos cuenta de que era la primera vez que lo veían.

Conocían la muerte. Habían visto morir compañeros en el circo. Aun así, aquella engañosa escena, con Rúmex tan claramente relajado en el momento de su muerte, los había afectado profundamente. En el fondo, eran hombres. Horrorizados, entristecidos, poco expresivos pero afectados. Como nosotros.

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