—Mi opinión —apunté con tono seco— es que Leónidas era un sustituto.
—¿Un sustituto? —Incluso Helena se quedó sorprendida.
—Calíopo tiene un segundo león, uno nuevo recién importado. Y creo que este otro animal, Draco, era el destinado a desaparecer en esa enigmática movida nocturna.
Saturnino guardó silencio. Todo aquello no tenía nada que ver con él. O quizás el lanista estaba en el ojo del huracán.
—Para mí que Calíopo —apunté—, por alguna razón que no alcanzo a comprender, hizo cambiar a Leónidas por Draco, en secreto.
Saturnino levantó la mirada, y muy despacio, comentó:
—Sería muy peligroso, si alguien esperaba encontrarse con un animal salvaje recién capturado, y la realidad era enfrentarse a un león entrenado en devorar hombres.
Sostuve su mirada resueltamente.
—¿Los receptores estarían alerta y reconocerían el comportamiento impropio del animal? —El lanista no respondió—. Puede que los encargados del asunto no supieran tratar adecuadamente al devorador de hombres. Imaginad la escena: Leónidas había sido acostumbrado a hacer desplazamientos en una pequeña jaula de transporte y sabía qué le esperaba al final del trayecto: la arena… y unos hombres a los que devorar. Esa noche estaba hambriento; su cuidador me lo dijo. Pero cuando los desconocidos lo sacaron de la jaula, quizás hicieron sin advertirlo algún gesto o alguna señal que provocó que el animal reaccionara como estaba entrenado a hacer. Por lo general, se mostraba tranquilo e incluso amistoso, pero si creía haber recibido la orden de atacar, se lanzaría sobre el primer hombre que viera… y mataría incluso a quien se le pusiera por delante.
—Y cuando empezó a atacar, todo el mundo se dejaría llevar por el pánico —apuntó Helena.
—Todo el que empuñase un arma —continué—, debió de intentar matar a la fiera. Un gladiador, por ejemplo.
Saturnino hizo un leve gesto con la mano. El movimiento sólo decía que mi sugerencia era verosímil. No decía que hubiera presenciado nada parecido. Eso nunca lo confesaría.
Aún no sabía con certeza la razón de que alguien hubiera sacado a Leónidas de su jaula esa noche, dónde lo había llevado o quién lo acompañaba en ese trayecto y en su trágico final, pero estaba convencido de que acababa de averiguar cómo se había producido la muerte.
¿Tenía importancia?
Jugueteé con un puñado de rabos de pasas que se habían caído al florido cobertor con flecos del triclinio en el que había cenado. ¿Era acaso un excéntrico de cuidado? ¿Era insana e inútil mi obsesión por Leónidas? ¿O tenía razón y el destino de la noble fiera era tan importante para un hombre civilizado, como cualquier muerte inexplicable de un ser humano?
Cuando Saturnino dijo que era peligroso enviar a un devorador de hombres en lugar de mandar a un león sin entrenar, durante un instante fue incapaz de mantener serena la voz. ¿Acaso estaba recordando la muerte? Y si había estado presente, ¿era en algún modo responsable de aquella siniestra farsa? Ya había declarado que él y Eufrasia habían cenado esa noche con el ex pretor Urtica. Calculé que era de esa clase de hombres que saben que las mejores mentiras son las que están más cerca de la verdad; la verdad no podía ser que Saturnino tuviese una coartada respetable, sino algo mucho peor: que el pobre Leónidas también había sido invitado del pretor.
Pomponio Urtica tenía una novia nueva, «salvaje»; quizá quería impresionarla. El pretor se interesaba por el circo y tenía amistad con los lanistas. Saturnino, por su parte, consideraba a Urtica un buen contacto con unas influencias que podían resultarle útiles. Sin embargo, la posición del antiguo pretor podía estar a punto de evaporarse. Si había utilizado su casa para una velada circense privada, podía ser objeto de chantaje. Si llegaba a saberse que había organizado un espectáculo de muerte para su entretenimiento doméstico, Urtica quedaría destruido políticamente.
Por supuesto, Saturnino le serviría de tapadera. Las cosas podían haber sido así: en primer lugar, Saturnino había halagado al pretor preparando en secreto un combate de alguna clase. Después, al torcerse las cosas durante la velada, el lanista sacaría el mayor provecho posible de la situación con una decisión arriesgada. Si salvaba la reputación del magistrado, tendría a un cliente en deuda permanente con él.
Empezaba a entender lo sucedido. Un aspecto que adiviné inmediatamente fue que cualquiera que amenazase con delatar a las personas involucradas correría un claro peligro. Urtica era un hombre poderoso en el aspecto político. Saturnino mantenía un grupo de asesinos entrenados. Él mismo había sido gladiador; todavía producía la impresión de ser perfectamente capaz de vengarse de cualquiera si lo irritaban.
En el espacio donde un rato antes estaban las mesas se veía ahora una extensión de baldosas de mosaico con formas geométricas, recién barridas. Helena Justina me había observado mientras permanecía pensativo. Sostuvo mi mirada hasta que mi ánimo se alegró un poco y, al verlo, me sonrió con una suave sonrisa enternecedora. Yo notaba la tensión de sobreponerme al resfriado. Habría querido que me llevaran a casa pero todavía era demasiado temprano para retirarse. La hospitalidad nos retuvo en su puño inexorable.
Saturnino llevaba unos momentos con la atención concentrada en un cuenco de nueces. De pronto, levantó la cabeza y, como se suele hacer cuando uno quiere que lo dejen a solas con sus cosas, insistió en hacerme compartir su vivacidad.
—¡Bien, Falco! ¡Corre la voz de que estás apretando a mi antiguo socio, Calíopo!
Aquél era el tema que menos quería tratar. Ensayé la socorrida sonrisa de discrección.
—Ésa es información privilegiada.
—Seguro que estaba ocultando algo grande al censor.
—Ha contratado a un contable muy brillante.
—Pero tú les aprietas las tuercas, ¿verdad?
Me costó trabajo dominar la irritación.
—Saturnino, eres demasiado inteligente para pensar que por una invitación a cenar voy a revelarte secretos.
Sabía que no hablaría de mi informe con nadie, ni siquiera con el propio Calíopo. Por lo que conocía de la burocracia, era perfectamente posible que Falco y Socio presentaran pruebas de un fraude de un millón de sestercios y, a pesar de todo, toparan con algún asqueroso burócrata de posición elevada que decidiese que había razones políticas, precedentes antiguos o cuestiones que afectaban a su propia pensión, que le hicieran aconsejar a su gran amo imperial que arrinconase la denuncia.
Saturnino era de los que nunca se daban por vencidos.
—En el Foro corre el rumor de que Calíopo tiene un aspecto abatido…
—Eso —interrumpió Helena Justina con calma— será porque su esposa ha descubierto lo de la amante. —Alisó la funda del cojín en el que estaba recostada y continuó—: Debe temer que Artemisa le insista en que vaya con ella a Sorrento en esta horrible época del año.
—¿Es eso lo que tú habrías hecho, Helena? —preguntó Eufrasia al tiempo que me fulminaba con la mirada.
—No —dijo Helena—. Si yo me marchara de Roma porque mi marido me hubiese ofendido, le dejaría la demanda de divorcio apoyada en su cuenco de comer… o lo tendría a mi lado en el carruaje, conmigo, para poder decirle lo que pienso.
Saturnino puso cara de asombro.
—Tú harías lo que dijera tu esposo.
—Lo dudo —replicó Helena.
Durante unos momentos, Saturnino puso cara de ofendido, como si no estuviera acostumbrado a que una mujer se mostrara en desacuerdo con él… aunque, a juzgar por nuestras observaciones de aquella velada, estaba tan habituado a ello como cualquiera. Después decidió evitar el asunto recurriendo a preguntas más entremetidas.
—¡En fin! ¡Ahora Calíopo tiene que esperar el resultado de tus averiguaciones!
Lo miré directamente a los ojos.
—Para mí y para mi socio no hay descanso. Llevamos a cabo una auditoría minuciosa, no unas meras comprobaciones al azar.
—¿Qué significa eso? —preguntó él con una sonrisa.
Yo padecía un resfriado terrible, pero no iba a ser un triste pelele en manos de nadie. Lo dije con palabras moderadas, ya que estábamos cenando en su casa:
—Significa que tú eres el siguiente.
El resto de la velada lo dedicamos a hablar de dónde comprar guirnaldas en diciembre, de religión, de pimienta y de las ramificaciones más libres de la poesía épica. Todo muy agradable. Dejé que Helena se encargara de ello, porque la habían educado para que brillase en sociedad. Un hombre con la cabeza llena de grillos, hasta el punto de que únicamente puede respirar entre dientes, tiene derecho a repantigarse en su triclinio, fruncir el entrecejo y fingirse un patán del Aventino sin educación.
—Helena Justina posee una erudición admirable —me felicitó Saturnino—. ¡Y habla de pimienta como si fuera propietaria de todo un almacén!
Lo era. Me pregunté si el lanista lo habría descubierto de algún modo. Si no era así, no tenía la menor intención de revelar la riqueza privada de mi compañera.
Había imaginado que Helena querría preguntar a Saturnino y a Eufrasia qué sabían del
silphium
, pues procedían del mismo continente y del mismo hábitat geográfico que la planta, pero no era Saturnino la clase de hombre en cuyas manos dejaría Helena a su hermano menor. Justino no era un inocente, que digamos; pero era un fugitivo y, por tanto, resultaba vulnerable. Era improbable que Camilo Justino pensara en sumarse al
cetus
de gladiadores, aunque no era inaudito que el hijo de un senador adoptara ese oficio cuando andaba desesperado por ganar dinero o buscaba una nueva vida comprometida y desafiante. La idea de que nuestro joven fugitivo llamara la atención del lanista era terriblemente sugerente. Saturnino era un empresario, un tratante en hombres. Sin duda, contrataría o adquiriría, con el propósito que fuera, a cualquiera que le pareciese útil. Por eso estábamos allí esa noche.
De haber necesitado alguna prueba, habría llegado cuando ya nos marchábamos. En el curso de lo que parecía una inocente charla sobre cómo los poetas profesionales de Roma tenían que realizar su labor creativa a través del mecenazgo si no querían morirse de hambre, había dejado escapar como quien no quiere la cosa que yo también escribía versos para relajarme. Un comentario así es siempre un error. La gente quiere saber si lo que uno escribe lo han copiado ya los libreros, o si has pronunciado conferencias en reuniones sociales. Decir que no reduce el prestigio del autor; decir que sí hace que las miradas se tornen borrosas, que se pongan a la defensiva. Aunque he mencionado que en ocasiones acariciaba la idea de contratar una sala para ofrecer una velada de lectura de mis poemas de amor y de mis sátiras, lo he dicho con falsa añoranza. Todo el mundo, y yo con ellos, estaba convencido de que mi aspiración era un sueño.
Lo he dicho desde la clara suposición de que el respeto hacia mí mismo me impedía adular a ningún ricachón haciéndome su cliente. Nunca consentiría ser un mero adorno ni soy de los que disfrutan mostrándose agradecidos. Saturnino vivía en un mundo distinto y no parecía darse cuenta de mi actitud:
—¡Una idea atractiva, Falco! Siempre he aspirado a ampliar mis actividades a algo más culto… Con placer invertiré en tu proyecto..
Dejé que sus palabras pasaran de largo ante mí como si estuviera demasiado febril para responder. La velada se alargaba demasiado; ya era hora de marcharse. Necesitaba estar de vuelta en nuestro palanquín, sanos y salvos, antes de perder la compostura. Nuestro anfitrión era un empresario, de acuerdo, pero el muy cerdo intentaba abiertamente reclutarme en sus filas.
Pasé indispuesto toda la noche. Eso me hizo entrar en sospechas. Helena me confirmó que las casas que mostraban al visitante un aspecto externo resplandeciente a menudo guardaban las cacerolas con restos de salsa incrustada. Cuanto más refinada fuera la velada, más seguros podíamos estar de que había ratas bajo los fogones de la cocina. En resumidas cuentas, algo me había descompuesto la barriga.
—¡Veneno!
—¡Oh, Marco, no exageres!
—El avestruz, los gansos sagrados de Juno…, y ahora yo.
—Tú tenias un fuerte resfriado y esta noche has comido cosas raras.
—En circunstancias en las que la indigestión era inevitable.
Volví a meterme en la cama y, una vez allí, Helena me tomó entre sus brazos, acariciándome la frente sudorosa.
—Nuestros anfitriones me han parecido francamente encantadores —dijo, intentando no bostezar demasiado—. Bueno y ahora, ¿vas a contarme qué te puso tan irascible?
—¿Fui brusco?
—Eres un informador.
—¿Quieres decir que fui muy brusco?
—Tal vez un poco suspicaz y quisquilloso —Helena se reía.
—Eso es porque las únicas personas que nos invitan a cenar fuera son de una clase aún más baja que la nuestra y, aun así, sólo lo hacen cuando quieren algo a cambio.
—Saturnino fue muy claro —convino Helena—. En cambio, interrogarlo a él fue como querer hacer un agujero en una barra de hierro con el tallo de una flor.
—Pues creo que he conseguido sacarle algo. —Conté a Helena mi teoría de que la muerte de Leónidas había ocurrido en casa de Urtica.
Me escuchó en silencio y reflexionó sobre las implicaciones de lo que acababa de contarle.
—Entonces, ¿fue Saturnino quien mató a Leónidas?
—Yo diría que no. Siempre ha admitido que llevó a Rúmex consigo… Además, el mensaje anónimo que recibió Anácrites acusaba concretamente a Rúmex.
—En el caso de que Rúmex matase al pobre animal, Saturnino tiene que asumir la responsabilidad de esa muerte. Fue él quien organizó la fiesta. ¿Quién crees que mandó el mensaje?
—Pudo ser Calíopo, pero yo creo que quiere que no se hable más del asunto. Eso le da poder sobre Saturnino… y éste también quiere poder. Es un buen material para hacer chantaje. El pretor de los animales se verá metido en un buen lío si se sabe que en su casa actuó un gladiador, por no decir que causó la muerte a un devorador de hombres del circo que, probablemente, fue robado.
—Pero me dijiste que Calíopo estaba avisado de antemano de esa fuga.
—Sí, pero quiso fingir que no se había enterado.
Exhausto, me tumbé boca arriba con las manos en la nuca mientras Helena comentaba:
—Si se hace público lo ocurrido, Calíopo declarará que él no ha tenido nada que ver en el asunto. —Su aliento me hacía cosquillas en la frente. Maravilloso—. No puede estar directamente implicado. La muerte del león lo desconcertó tanto como al cuidador.