Mi boca estaba seca y un sabor amargo me bajaba por la garganta. La misma terrible depresión al ver una vida malgastada por algún móvil apenas creíble y seguramente por algún personaje malvado que creía que nadie lo descubriría. La misma indignación y la misma ira. Y luego las mismas preguntas que formular: ¿Quién fue el último que lo vio con vida? ¿Cómo pasó la última noche? ¿Quiénes eran sus acompañantes?
¿Cuándo había dicho yo eso? Sí, al ver a Leónidas muerto.
Los abordé con todo el cuidado posible.
—Pobre hombre. ¿Sabéis quien fue el primero en descubrirlo?
Uno de los centinelas seguía mudo de estupor. El otro consiguió decir:
—Sus criados, esta mañana. —Era un tipo sin cuello, con una cara rojiza, de barbilla ancha, que en otras circunstancias debía de resultar muy vital. Era un tanto obeso, con el pecho y los brazos mucho más gruesos de lo que se consideraba ideal. Lo catalogué de superviviente jubilado, envejecido.
—¿Qué ha ocurrido con los criados?
—El jefe se los ha llevado a alguna parte.
—¿Se los llevó el propio Saturnino?
—Sí.
Bien, todo aquello tenía una explicación perfecta. Primero, Calíopo había perdido a su león y había intentado disfrazar las circunstancias de esa muerte. Ahora Saturnino perdía a su mejor luchador y parecía que allí también habían camuflado las cosas inmediatamente.
—¿Estaba enfadado con ellos porque habían dejado que alguien matase a Rúmex? —Los dos sirvientes nuevos intercambiaron una mirada y tuve la sensación de que los anteriores se habían llevado una buena paliza. Esa paliza servía como castigo y para asegurarse de que mantendrían la boca cerrada.
—Lo oí decir en el Foro —murmuró Anácrites, mirando el cadáver. Consiguió decirlo como si realmente estuviera sorprendido por la asombrosa noticia. Aunque carecía de personalidad, era un buen espía y podía disolverse como una fina niebla borrando los contornos de un estrecho valle celta—. Todo el mundo hablaba de ellos, aunque nadie comprendía lo ocurrido. Circulaban rumores de todo tipo. Si alguien nos pregunta, ¿qué tenemos que decir?
—Se murió mientras dormía —dijo el primer centinela. Sonreí con ironía. Típico de Saturnino: absolutamente cierto pero no aclaraba nada.
—Debíais de ser amigos de Rúmex. ¿Quién creéis que lo hizo? —pregunté. Con un crujido de cuero, el centinela encogió sus grandes hombros con impotencia—. ¿Tuvo visitas anoche?
—Rúmex siempre tenía visitas. Nadie llevaba la cuenta.
—Mujeres, seguramente. ¿Sus sirvientes no sabrían quién estuvo aquí?
Los dos gladiadores intercambiaron sonrisas picaronas. No supe si se debían al número de admiradoras femeninas que el gladiador recibía en su cuarto, a la inutilidad de los esclavos que lo rodeaban o a alguna cuestión mucho mas misteriosa. Lo que estaba claro era que no querían que yo me enterase.
—¿Y Saturnino no ha querido saber si alguna mujer lo visitó anoche?
—El jefe no quiere saber nada de Rúmex y sus mujeres. —De nuevo expresaron su picardía con una hilaridad solapada. Me había contestado de una manera torticera.
Anácrites sacó una colcha limpia de uno de los rebosantes arcones y la tendió sobre el cadáver con un gesto de respeto. Justo antes de taparle el rostro, preguntó:
—¿Es nueva esta cadena?
—No la había visto nunca. —Anácrites preguntó por qué el cuerpo seguía allí y nos contaron que la funeraria llegaría mas tarde. El funeral sería más que decente, pagado por el propio club de seguidoras del gladiador, al que Rúmex, en vida, había contribuido tan generosamente. Nadie sabía por qué Saturnino había cerrado el cuerpo bajo llave en vez de haber llamado más temprano a la funeraria.
Me pregunté si tendría asuntos mas urgentes que resolver que le impedían ocuparse de aquellas formalidades. Pregunté dónde estaba. Se había marchado a casa, muy triste. Al menos aquello nos daba tiempo para poder movernos.
—Decidme —pregunté en voz baja—, ¿qué sabéis de lo ocurrido anteanoche, cuando Rúmex tuvo que matar al león? —Los dos amigos intercambiaron miradas furtivas—. Ahora, eso ya no importa —añadí.
—Al jefe no le gustará que hablemos.
—No se lo pienso decir.
—Pero tiene maneras de saberlo.
—De acuerdo, no te presionaré. Pero fuera lo que fuese lo ocurrido, para Rúmex se ha terminado todo.
En ese momento miraron hacia la puerta con ansiedad. Anácrites la cerró sin hacer ruido.
—Fue ese magistrado —dijo el primer gladiador en voz baja—. Se pasaba la vida importunando al jefe para que montase un espectáculo en su casa. Saturnino se ofreció a llevar el leopardo, pero el magistrado quería un león.
—¿Saturnino no tiene leones? —intervino Anácrites a bocajarro.
—Los suyos se utilizaron y murieron en los últimos Juegos. Está esperando que le llegue la nueva remesa. Hace unos meses intentó comprar uno, pero Calíopo fue a Puteoli y le tomó la delantera.
—¿Draco? —pregunté.
—Exacto.
—He visto a Draco. Es un animal magnífico y tiene fiereza y majestad a la vez; yo conozco otras personas a las que les hubiese gustado comprarlo. —Talía me había dicho que lo quería para su espectáculo—. Así que Saturnino perdió, pero consiguió sobornar a un empleado de Calíopo para que le prestase a Draco por una noche. ¿Lo sabíais?
—Los nuestros fueron allí y creyeron haber elegido bien. Luego advertimos que no era el león adecuado. Pero sólo vieron uno, el otro debía de estar escondido.
—¿Y qué planes tenía Saturnino para el animal?
—Un espectáculo con el león inmovilizado en un arnés. Sin sangre real, sólo ruido y teatro. No es tan terrorífico como parece. Nuestros cuidadores lo controlarían, mientras Rúmex saldría con su equipo de gladiador y fingiría luchar contra él. Sólo una parodia para que la novia del magistrado se pusiera caliente.
—¿Esa zorra? Scilla, ¿no? Así que el magistrado quería que se pusiera caliente.
—Sí —convino nuestro informante. Su compañero rio con lascivia.
—Te sigo. Entonces, ¿qué fue lo que pasó esa noche en casa de Urtica? ¿Salió el espectáculo como estaba planeado?
—No llegó a empezar. Nuestros cuidadores abrieron la jaula y cuando intentaron poner el arnés al león…
—Tiene que ser difícil.
—Están acostumbrados a hacerlo. Le ponen un trozo de carne como cebo.
—Seguro que están más acostumbrados que yo y lo hacen más deprisa. Pero, ¿y si el león o el leopardo decide que no quiere la carne del gato de la taberna y que esa noche cenará brazo humano?
—Pues nos quedamos con un cuidador manco —respondió con una sonrisa el segundo gladiador, que apenas hablaba. Era el más sensible y culto de ambos.
—¡Qué bonito! ¿Y Rúmex era utilizado para la lucha contra animales? Pero no era un bestiario, ¿verdad? Yo pensaba que hacía de samnita y que tenía una pareja de lucha convencional.
—Exacto. El no quería ese trabajo, es cierto. El jefe dependía de él.
—¿Por qué?
—¡Quién sabe! —Una vez más, los dos gladiadores intercambiaron una mirada furtiva. Ellos sabían por qué. La vieja frase «nosotros no tenemos nada que ver con eso, legado» no se pronunció en ningún momento, aunque la que solía seguirle, «pero podríamos contarle cosas» quedó en el aire. Habían pactado tácitamente no contarme nada. Si yo les presionaba, pondría en peligro toda la conversación.
—Entonces tendremos que preguntárselo al jefe —dijo Anácrites. No hicieron comentario alguno, pero seguro que estaban preguntándose si nos atreveríamos.
—Volvamos a la casa del pretor —sugerí—. Abrieron la jaula del león y ¿qué pasó?
—Los cuidadores querían prepararlo todo tranquilamente, pero apareció el maldito magistrado, babeando de excitación. Cogió uno de esos hombres de paja que se utilizan para excitar a las fieras y empezó a moverlo ante el león. El animal rugió, pasó como una exhalación ante los cuidadores y saltó sobre el magistrado.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Anácrites—. ¿Y le hizo daño?
Los dos hombres callaron. No cabe duda de que le había hecho daño. Ya lo averiguaríamos. Aquella tarde, cuando intenté verlo en su mansión del Pinciano, Pomponio Urtica estaba en sus habitaciones gimiendo y recuperándose de las heridas. Al menos ya sabía lo que le había ocurrido al hombre de paja que encontré en los almacenes del establecimiento de Calíopo.
—Debió de ser una escena terrible —intervino de nuevo Anácrites.
—Urtica por los suelos, la novia llorando y sin que ninguno de los nuestros pudiera hacer nada…
—¡Ah, claro, y Rúmex cogió la lanza e hizo lo que pudo!
Los dos amigos permanecieron callados. Sus actitudes parecían diferentes. Uno había dicho su parte del guión y el otro esperaba con expresión ligeramente sarcástica. Era posible que el segundo no aprobase lo que había dicho el primero, o que nos diera otra versión. Tal vez no estaba de acuerdo en la manera en que se había contado lo ocurrido.
—¿Y tuvieron que decidir qué hacer con el león? —preguntó Anácrites. Callaron de nuevo.
—Bueno —intervine—, lo que no puede hacerse es tirar un león de circo detrás de unos matorrales en los jardines del César y esperar que lo encuentren los jardineros cuando corten el césped.
—Entonces, ¿lo devolvieron a su lugar de origen?
—Era lo mejor que podían hacer.
Anácrites y yo seguíamos hablando porque era evidente que los amigos de Rúmex no estaban dispuestos a contarnos nada más. Me arriesgué a hacer otra pregunta.
—¿Qué cosa motivó la primera disputa entre Saturnino y Calíopo?
Parecía una cuestión desapasionada, un cambio de tema y nada más, por eso decidieron hablar de nuevo.
—Me han contado que se pelearon por una remesa de animales en la
sparsio
—le dijo uno al otro. La
sparsio
consistía en lanzar certificados para premios y regalos a la arena como gratificación.
—Eso fue en los viejos tiempos. —El segundo gladiador estaba menos reticente.
—Nerón avivó la polémica a propósito —espeté—. Le gustaba ver a la gente peleándose por esos certificados. Corría mucha sangre y había muchos brazos rotos, tanto en las gradas como en la arena.
—Calíopo y Saturnino eran socios, ¿verdad? —preguntó Anácrites—. ¿Veían juntos los Juegos? ¿Se pelearon por uno de esos certificados?
—Saturnino lo cogió primero, pero Calíopo le saltó encima y se lo arrebató.
Esa lotería siempre había causado estragos en la arena. Nerón disfrutaba alentando hermosos valores humanos como la avaricia, el odio y el sufrimiento. Además, la gente solía apostar sobre la posibilidad de ganar un premio, y si no lograba coger el certificado, lo perdía todo. Cuando los ayudantes lanzaban esos papeles, o cuando lo hacía una máquina que los escupía, se producía un caos impresionante. Hacerse con un certificado era el primer paso, pero que el que cogieras tuviera algún valor, eso sí que era suerte. Podías ganar tres pulgas, diez calabazas o un barco de vela listo para navegar. El único inconveniente era que si te hacías con el premio máximo de aquel día, estabas obligado a entrevistarte con el emperador.
—¿Y cuál era el premio por el que Saturnino y Calíopo discutieron? —pregunté.
—El gordo.
—¿En efectivo?
—Mejor aún.
—¿El galeón?
—La villa.
—¡Acabáramos! —Por eso Calíopo tenía esa maravillosa villa en el acantilado de Sorrento.
—No es de extrañar que se pelearan —dijo Anácrites—. Saturnino tuvo que sentirse muy desgraciado al perderla. —Siempre un maestro de las banalidades. Él y yo sabíamos cuál era exactamente el valor de esa villa. A Saturnino lo había jodido perderla, y aquello aportaba una nueva perspectiva al interés sarcástico de Eufrasia al comentar que Calíopo acababa de mandar allí a su esposa Artemisa.
—Llevan enemistados desde entonces —dijo el gladiador obeso—. Se odian a muerte.
—Una lección para todos los que trabajan en aparcería —murmuré, con la idea de preocupar a Anácrites.
El gladiador, ajeno a nuestras corrientes submarinas, prosiguió:
—Si pudieran, se matarían el uno al otro.
Dediqué una sonrisa a Anácrites. Aquello estaba yendo demasiado lejos. Yo nunca lo mataría a él. Ni siquiera sabiendo que, en una ocasión, quiso que resultase mortal un accidente que yo había tenido.
Ahora éramos socios. Compañeros de veras.
Había llegado el momento de marcharse.
Cuando todos empezábamos a desfilar, Anácrites se inclinó hacia delante como llevado por un impulso, aunque todo lo que hacía tenía siempre ese aire de malvada premeditación, y retiró la colcha que cubría la cara de Rúmex. Lo miró de nuevo con aire sombrío. Como si esperase una última revelación, fingió sentir una fascinación morbosa por aquel cuerpo cada vez más rígido.
El teatro nunca había sido mi gran pasión y salí de la habitación en silencio.
Anácrites me alcanzó sin hacer comentario alguno, seguido por los dos amigos del muerto, que presentí que velarían su cuerpo con un estado de ánimo especialmente triste. Fuera cual fuese el sucio negocio que se agitaba en el mundo del circo, Rúmex ya estaba fuera de todas las presiones y peligros. A sus compañeros tal vez no les ocurría lo mismo.
Nos despedimos de ellos, mostrando ambos una pesadumbre sincera. Los dos gladiadores nos saludaron con dignidad. Antes de salir, volví la vista atrás y descubrí que la escena del muerto los había afectado mucho más de lo que nos habían demostrado. El obeso estaba apoyado en la pared, con las manos en el rostro, llorando. El otro estaba vuelto de espaldas, con el rostro de color verde, vomitando.
Estaban entrenados para aceptar las masacres sangrientas en el circo, pero que un hombre fuese apuñalado mientras dormía tranquilamente en la cama los había impactado profundamente.
A mí también se me había revuelto el estómago. Añadida a la ira que me embargaba por la muerte de Leónidas, había en mí una férrea determinación por descubrir aquel sórdido negocio que acababa de causar otra muerte.
Yo sabía lo que quería hacer, pero no estaba seguro de lo que Anácrites deseaba. Tenía que haber recordado que, aunque a menudo los espías causaban muertes de manera indirecta y otras veces las ordenaban directamente, rara vez miraban frente a frente los resultados. Así pues, me sorprendió. Fuera ya de los barracones hice una pausa, dispuesto a decirle que se perdiera mientras yo proseguía con los interrogatorios.