¡A los leones! (49 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

Casi todos sobrevivían. Eran demasiado caros para dejarlos morir. Los lanistas que mariposeaban a su alrededor y les daban gritos de aliento también vigilaban atentamente que nadie resultase innecesariamente herido. Aquellos movimientos propios de coreografía se convirtieron en una elaborada broma, en la que la multitud gritaba sarcásticamente, consciente de que estaba viendo el proverbial «amaño» de las peleas. Los únicos que podían perder con aquello eran los corredores de apuestas, que casi siempre sabían cómo evitar la bancarrota.

Finalmente, presenciamos la lucha bufa entre dos hombres que llevaban cascos totalmente cerrados. Este sería el último emparejamiento profesional. Mientras se atacaban a ciegas, dando manotazos ineficaces, Justino y yo nos levantamos otra vez de nuestros asientos.

—¿Qué vas a hacer, cariño?

—Nada, amor mío.

Era Quinto, engañando a Claudia. Helena se limitó a mirarme furiosa. Era lo bastante lista para no preguntar.

Mientras esperaba que Justino se moviera primero, se me ocurrió mirar hacia donde estaba sentada Eufrasia con Artemisa, la atractiva y joven esposa de Calíopo. El contraste entre ambas era muy extraño. Eufrasia, vestida con una diáfana y centelleante túnica, daba la imagen de la mujer que tuviera un romance con un gladiador, en su caso con Rúmex. En cambio, la joven Artemisa iba tapada hasta el cuello y hasta llevaba velo, como si su marido quisiera esconderla. No había muchas chicas bonitas dispuestas a soportar esas cosas.

Me volví hacia Idíbal, que estaba sentado junto a Helena con los hombros encogidos y sin apenas fijarse en lo que ocurría a su alrededor.

—Idíbal, ¿por qué Calíopo estaba tan decidido a liquidar a Rúmex? Seguro que no era sólo por esa guerra sucia con el otro lanista.

—No, Calíopo odiaba a Rúmex, eso es todo —respondió el hombre, sacudiendo la cabeza.

Me pregunté si, en diciembre, mandaron a Artemisa a la villa de Sorrento sólo para que dejase de importunar a su marido porque tenía una amante, o si también fue como castigo. Helena me leyó el pensamiento. Ella también debía de recordar que Eufrasia le había contado que la mujer de Calíopo tenía muchas cosas de qué responder y seguramente éste la pegaba.

—Calíopo es un celoso desesperado, un depresivo, un manipulador, un tipo realmente implacable —dijo Helena en voz baja—. ¿Es posible que Artemisa fuera una de las mujeres que visitaban a Rúmex?

—Tenían un lío —confirmó Idíbal, tras encogerse levemente de hombros, como si aquello lo supiera todo el mundo—. Calíopo iba tras él por asuntos puramente personales. No tenía nada que ver con los negocios.

Helena y yo intercambiamos una mirada y ambos suspiramos: un crimen pasional, al fin y al cabo.

Miré de nuevo hacia donde Artemisa estaba sentada, tan callada y apagada como una romana maltratada por su marido. Tal vez por eso llevaba manga larga y el escote cerrado: para que no se vieran los morados. Su rostro y su figura eran impresionantes, pero en sus ojos había una expresión vacía. Me pregunté si siempre habría sido así o si le habrían matado el ánimo a base de golpes. Por más problemas que hubiera causado, en aquellos momentos Artemisa era, indudablemente, una de las víctimas.

Justino y yo fuimos de nuevo a la entrada principal del anfiteatro y esperamos que salieran nuestros compinches para realizar el intercambio de trajes.

En el cuadrilátero, los dos gladiadores con los cascos cerrados seguían describiendo lentos círculos. Totalmente protegidos por unas armaduras de cota de malla, los combatientes ciegos habían sido entrenados para moverse como pescadores de esponjas sumergiéndose en aguas muy profundas, y daban cada paso y hacían cada movimiento con sumo cuidado, al tiempo que prestaban atención a cualquier sonido que pudiera indicar la situación del rival. Sólo podían derrotarlo si lo atacaban por los orificios de la cota de malla, algo muy difícil de conseguir incluso con los ojos abiertos. Yo siempre esperaba que sobrevivieran sin heridas, pero casi siempre ganaba uno tras romper los trozos de metal de la cota, a lo que seguía cortar una extremidad al rival o perforarle un órgano.

Fue lo que ocurrió ese día. Los gladiadores ciegos habían sido elegidos por sus movimientos rápidos y su destreza, pero eran demasiado fuertes. El golpe resonó en toda la arena y se oyó incluso en los asientos más altos desde los que los gladiadores se veían como pequeños muñecos. Tan pronto como encontró su objetivo, siguió pegando una y otra vez. De ese modo, Radamanto tuvo que entrar enseguida en escena con su maza, y un nuevo cadáver salió despedido del coso.

En un abrir y cerrar de ojos, nos cambiamos la ropa con Radamanto y Hermes.

—Camina arrastrando los pies —le dije a Quinto—; si no, enseguida advertirán que somos unos impostores. —Pronto me hice cargo de la maza etrusca de largo mango y él cogió con solemnidad el caduceo, en el que se veía grabado un pequeño Eros que sostenía un brasero con el que calentaba una vara en forma de serpiente.

Una vaharada de calor procedente de la arena nos sacudió el rostro mientras esperábamos que los esclavos que la rastrillaban terminasen de hacerlo antes de nuestra aparición. Yo llevaba unas finas botas que apenas se pegaban al suelo. La máscara picuda me impedía la visión lateral y tuve que acostumbrarme a volver la cabeza por completo si quería mirar a la izquierda o a la derecha. Helena y Claudia nos verían enseguida. Hermes no llevaba máscara, por lo que, de inmediato, reconocerían a Quinto.

Antes del acontecimiento especial se produjo un breve intervalo. Quinto y yo caminamos nerviosos por el cuadrilátero, acostumbrándonos a aquel espacio y al ambiente. Nadie nos molestó ni reparó en nosotros.

Unas vigorosas trompetas anunciaron el número siguiente. Un heraldo proclamó los términos del combate:

—Tres, luchando individualmente y sin prórroga.

La multitud gritó exultante. No se mencionó que el lanista del vencedor tenía que pagar la demanda a Scilla, aunque todo el mundo lo sabía. Lo que tal vez nadie conocía era que la propia Scilla había decidido luchar, pero en un programa tan apretado y exótico como aquél, esa confrontación tenía un toque especial. Como los tres lanistas eran originarios de tres ciudades distintas de la Tripolitania, se levantó un murmullo de expectación y el griterío atronaba el aire cargado de rivalidad.

Justino y yo nos hicimos a un lado mientras los combatientes desfilaban y, finalmente, se anunciaban sus nombres.

Primero, el contingente de Sabrata. En él no hubo sorpresas. Hanno presentó a Fidel. Se trataba del diminuto y repulsivo esclavo al que había visto en casa de Mirra, aunque iba vestido de reciario. Para un hombre sin entrenamiento era un papel mortal y, por su expresión, vi que lo sabía. Llevaba el taparrabos rojo sujeto a su delgada cintura con un pesado cinturón. Iba totalmente desarmado a excepción de una manga de cuero reforzada con pequeñas placas de metal en el brazo izquierdo, terminada en unas altas y sólidas hombreras, cuyo peso amenazaba con doblarlo. Calzaba las mismas sandalias anchas que yo utilizaba siempre. Llevaba la red con aire desmañado, como si supiera que no le serviría de nada, y agarraba el tridente con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos.

El segundo grupo representaba a Oea. Calíopo, alto, delgado y encendido presentó a su hombre.

—¡Romano! —gritó el heraldo. Aquello produjo sorpresa.

Miré al individuo con atención. Edad indeterminada, estatura normal, piernas medianas, nada de pecho. Iba a luchar como secutor. Al menos llevaba algunas protecciones: una espinillera en la pierna izquierda, una manga de cuero y un largo escudo rectangular, decorado con toscos círculos y estrellas. Su arma era una espada corta, que sostenía como si tuviera muy bien aprendido qué hacer con ella y el casco tradicional en forma de cresta, con los orificios para los ojos y el resto de la cara misteriosamente oculta.

Scilla había dicho que había enviado a su agente a ver a Calíopo. ¿Habría apresado éste al hombre y lo habría obligado a luchar? Romano caminó despacio. Parecía con ganas de luchar. Si era un agente, ¿qué hacía allí en medio?

Finalmente Saturnino, el lanista local, un personaje obviamente famoso. Antes incluso del anuncio del heraldo, la multitud ahogó un grito. El campeón que presentaba sería considerado un ultraje: se trataba de una mujer.

—¡Scilla!

Al escoltarla, Saturnino hizo un gesto de burla de si mismo, como si quisiera decir que ella lo había presionado para que le permitiera defender su causa por sí misma. Como respuesta, se oyeron carcajadas de cinismo. La multitud miraba con malicia, mientras los pequeños contingentes de Oea y Sabrata se burlaban del campeón de Leptis.

Por decoro, la mujer vestía una túnica corta y el cinto con la espada atado a la cintura. Botas. Dos espinilleras. Una hebilla redonda y una espada curva en forma de hoz. Desempeñaba el papel de tracio. Su casco, probablemente hecho a medida, se veía ligero pero fuerte, con una rejilla que la mujer había abierto para que el público le viera la cara mientras desfilaba con orgullo.

Su gran momento había llegado. Era casi seguro que aquélla era la primera vez que salía a la arena, aunque las luchas entre mujeres no eran raras. Fueron saludados con una mezcla de desdén y lascivia. En Roma, las mujeres que iban a un gimnasio para hacer ejercicio estaban mal vistas. No era de extrañar que, tras la muerte de Leónidas, Pomponio hubiese querido mantener en secreto cualquier indicio de conducta inadecuada por parte de su amante. Habría tenido que buscar formas de excusar la pasión de la chica por una afición descarriada, aun cuando había querido impresionarla organizando aquel espectáculo mortal en su propia casa. Al menos, empezaba a adquirir sentido uno de los aspectos de aquel brutal embrollo.

Cuando las mujeres luchaban en la arena, siempre lo hacían contra otras mujeres. Para la mentalidad romana, aquello ya estaba bastante mal. A nadie se le ocurría pensar en una mujer enfrentándose a hombres. Sin embargo, aquel día, uno de los oponentes de Scilla al menos era un esclavo y «Romano» debía de ser de orígenes muy humildes para ir a acabar en aquello. Pero la mujer se había condenado a sí misma: aun cuando sobreviviese a la lucha, socialmente sería una descastada. Y en cuanto al mundo de los gladiadores se refería, todos los hombres presentes sabían que Scilla no tenía ninguna opción.

De repente corrieron unos preocupantes flancos de ejércitos. No tuve tiempo de proseguir el pensamiento que tenía en la mente. La lucha estaba a punto de empezar.

—¡Adelante!

Los tres gladiadores ocuparon al principio los tres ángulos de un triángulo. Aquello era lucha individual, es decir, sin parejas predeterminadas. A menos que sus respectivos lanistas permitieran que dos de ellos se unieran para derrotar al tercero, eso solía significar que uno se mantenía apartado mientras los otros dos luchaban entre sí.

Aquel enfrentamiento estaba planteado de ese modo. Yo llevaba un rato paseando nervioso mientras los tres esperaban ser el tercero en discordia para ahorrar fuerzas. En cambio, la mujer eligió su objetivo y empezó enseguida. Cerró de golpe la visera de su casco y atacó a Fidel.

Él asumía siempre el papel de víctima y era probable que los otros dos cargaran en su contra desde el principio. Desarmado, no tenía otra alternativa que correr. Primero huyó al otro extremo de la arena. Scilla lo persiguió pero se frenó: estaba jugando con el esclavo. Condenado por Mirra, nadie le había dado ningún consejo. No sabía cómo utilizar el equipo de reciario. Le habían sido negadas cruelmente las peligrosas habilidades que hubieran convertido tal combate en una lucha igualada.

Sin embargo, no quería morir; pero, como debía hacerlo, decidió que fuese con una floritura. Blandió la red ante Scilla y consiguió un golpe bueno. Pero había lanzado sobre uno de sus hombros, lamentablemente el incorrecto. En vez del brazo con la espada, le había trabado el costado izquierdo, enredándose en el escudo. Scilla lo dejó caer. La coraza tenía peso suficiente para poder desenganchar de ella la red. En una ocasión se le enganchó en el cinturón, pero ella dio una brusca sacudida y la soltó. Fidel perdió el control de la cuerda y la red se le cayó. Ella afrontó a Fidel sin escudo y el tridente del esclavo era más largo que su espada. Aun así, no demostraba ningún miedo. Scilla se deslizó rápidamente hacia atrás, riendo. Jugaba con él. La confianza que tenía en sí misma era asombrosa.

Él avanzó con una torpe y desmañada carrerilla. Scilla continuó su retirada, venía hacia nosotros. Sus pasos eran diestros, él era un desastre. Le lanzó el tridente y falló por una buena distancia. La mujer lo desvió con la espada, pero Fidel consiguió agarrarlo de nuevo. Ella siguió caminando hacia atrás unos cuantos pasos y se detuvo bruscamente. Corriendo, Fidel se había acercado demasiado. La punta del tridente rozó a Scilla sin dañarla. Con la mano izquierda, Scilla, intrépida, le clavó la espada de un certero golpe. El esclavo se desplomó al momento.

La mujer retrocedió con la hoja de su espada manchada de sangre.

Era obvio que Fidel aún estaba vivo. Hanno y Saturnino, que habían permanecido en las bandas, sin acercarse a animar a sus luchadores como solían hacer todos los lanistas, se acercaron a examinar la herida del esclavo. Fidel levantaba el brazo con un dedo alzado. Era la solicitud habitual de clemencia. En una lucha sin cuartel, aquello ni tenía que permitirse.

Parte del ruidoso público empezó a patear y a levantar el pulgar para pedir al presidente que permitiera al esclavo seguir viviendo.

Rutilio se puso de pie. Debió de pensar muy deprisa. Con una seña indicó que cedía la decisión a Hanno, ya que el hombre que estaba en el suelo le pertenecía. Con crueldad, Hanno movió el brazo hacia abajo indicando «muerte».

Con una frialdad que dejó atónito al público, Scilla dio un paso al frente y le dio un golpe mortal en la base de la nuca. Fidel nunca había entrenado como los gladiadores de verdad, que aguantaban el dolor sin vacilaciones, pero no tuvo tiempo de compadecerse a sí mismo. Entre la multitud corrió un murmullo de auténtica conmoción.

Scilla y Saturnino intercambiaron una rápida mirada de pesar. Según el programa secreto de este combate, Fidel estaba predestinado a morir. Por su intimidad con la amante de Pomponio, Saturnino probablemente sabía que Scilla tenía preparación para luchar. Lo que no debía esperar era que la mujer fuera tan eficaz o tan despiadada. ¿O sí lo esperaba?

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