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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (64 page)

Un prado de color de azafrán o de otoño, bajo un cielo de opaca ceniza, limitado al norte por árboles cobrizos que se abrazaban tiritando, al sur por un volcán muerto de frío, al este por un trozo de mar sin elocuencia y al oeste por un castillo medieval de color de musgo, en cuyas almenas, graves y atentos, hombres con rojos trajes de montería empuñaban sendas trompas de caza mudas aún. Y recorriendo el prado, mujeres jóvenes y maduras, vestidas como diosas asiáticas o como prostitutas de suntuosos y antiguos regímenes; peinadas como Ceres, Mithra o Astarté, y adornadas con las perlas que arrancó el buzo malayo de la profundidad marítima, con las gemas del triste minero, con el oro y el platino hurtados al riñón de la tierra, con todas las plumas ecuatoriales y las pieles de bestias feroces o tímidas que acechó el cazador en las nieves de Mogolia o en los calores de África. Esto fue lo que vi al entrar en el quinto escenario.

—¿Quiénes son esas mujeres lujosas? —le pregunté a Schultze.

—Las Ultra —me respondió él—. Ultracortesanas, ultrapoetisas, ultraintelectuales: superhembras templadas como laúdes.

—¿Cómo?

—Son las que a fuerza de suspiros arruinaron el barniz de las horas; las que torcieron e hilaron el vellón de la melancolía; las que se mamaron de inefables nostalgias todos los martes, de 18 a 19 horas; las que frente a lujosos espejos parodiaron las treinta y dos posturas del alma racional; las que con sus falopiales bocinas intentaron dar el sonido puro del intelecto; las que...

—¡Basta! —le interrumpí—. ¿Y qué hacen en este infierno?

—¡Ay! —suspiró Schultze—. Usted las ve imitar el aire de Safo y la pose de Lisístrata; y si se les acerca, las oirá debatir arduos problemas de filosofía, de arte o de ciencias económicas. Pero fácil es advertir que sólo hablan con el sexo.

—¿Qué castigo reciben?

—Ya lo verá cuando los monteros toquen sus trompas de caza.

Esperando los acontecimientos, volví a fijar mi atención en las super-hembras: caminaban unas con cierto paso medido que hacía crujir las hojas muertas, y con el adusto semblante de las que llevan detrás de sí el perro elástico de la fatalidad (sin atreverme a jurarlo, me pareció ver entre días a Marta Ruiz, ¡aquel fuego entre cenizas!); otras (y vi muy claramente a Ruth, la de «La Hormiga de Oro») se abrazaban a sus liras de cartón dorado y parecían entonar sublimes odas al agua del este y al volcán del sur; arrastrando sus caudalosos vestidos, corrían las demás en pos de banderas rosadas, amarillas y verdes: se arengaban entre sí (¿no era Ethel Amundsen?), o bien, con ademanes bélicos, esgrimían infantiles escopetas de aire comprimido. Sólo entonces advertí que tanto el escenario como los actores pecaban de una teatralidad excesiva y de una exageración en lo falso que me parecieron intencionales. Meditaba en ello, cuando se nos acercó una de las mujeres. Asombrado y confuso, iba yo a gritar su nombre; pero el astrólogo Schultze, poniéndome una mano en la boca, evitó muy a tiempo aquella indiscreción. Entretanto la Ultra se plantaba delante de nosotros con esa majestad que tantas veces le había yo admirado en la Buenos Aires visible: era tan alta como Schultze, opulenta de formas y enjuta de rostro; en su pelo renegrido se entrelazaban gajos artificiales de cedrón, adormidera y laurel; dos caracoles de plata le mordían los rosados lóbulos de las ovejas, y una ropa de noche la vestía o la desnudaba rigurosamente hasta los pies calzados no sé yo si de azafrán o de otoño. Pero lo más notable de aquella mujer era que traía, en figura de Themis, una balanza de oro con un cerebro humano en cada platillo.

—Aquí traigo los dos cerebros —nos dijo la Ultra—. Éste, de hombre, pesa 1.160 gramos; y este otro, de mujer, pesa 1.000. ¿Ustedes creen que una risible diferencia de 160 gramos en la masa encefálica justifica la odiosa condición de inferioridad en que nos ha colocado el hombre?

—No se haga mala sangre, Titania —le respondió Schultze en tono condescendiente.

Los negros ojos de la Ultra relampaguearon de furor:

—¡Eso es lo que me indigna en ustedes! —gritó—. ¡Ese aire de indulgencia con que nos escuchan! ¿Acaso la mujer no es una criatura intelectual?

—¡Hum! —dijo el astrólogo—. La metafísica lo duda.

—¡El infame! —lloriqueó la Ultra, esgrimiendo su puño ante las narices de Schultze—. ¡Un hombre que no vacila en comerse las flores de tos centros de mesa!

Pero el astrólogo, mirándola con la severidad de un juez, le dijo entonces:

—¡Guarde compostura la acusada! Renuncie a sus pujos intelectuales (que sin duda no impresionarán al Jurado), y diga si es verdad que, víctima de cierta exaltación nada intelectual, se entregó a una cosecha bárbara del continente americano.

—¿Y qué? —repuso la Ultra en tono desafiante.

—Diga si es cierto que, no bastándole la producción local, se dedicó a la pesca en otros continentes, atrayendo a sí a numerosos ejemplares masculinos, todos afinados en el uso y abuso de la inteligencia.

—Necesitaba documentarme —objetó la Ultra.

—Y algo más —insistió Schultze—. Diga la acusada si es verdad que, regresando luego al país, se obstinó en la tarea ridícula, peligrosa y afortunadamente inútil de refinar a los peones de su estancia, obligándolos a escuchar conciertos de Honegger, novelas de Lawrence, páginas de Gide y lecciones de Freud.

—¡Paisanos brutos! —refunfuñó la Ultra—. ¡Se dormían al primer acorde o a la primera frase! No hay manera de meterles en el cráneo un solo verso de Mallarmé.

Rezongó Schultze al oírla, y me dijo luego:

—Lo más oneroso que hallo en Titania es su manía, ciertamente aborrecible, de subordinar las cosas del espíritu a las vagas, exquisitas e inefables titulaciones de su «sensibilidad». No hay trozo de música, ni pensamiento metafísico, ni observación psicológica que no refiera ella inmediatamente a tal o cual manifestación de su gran simpático.

—¡Ah, monstruo! —chilló la Ultra en un espléndido arrebato de cólera—. ¡Un hombre que olfatea de noche a los atorrantes dormidos!

No dijo más, porque los monteros de las almenas, inesperadamente, soplaron en sus trompas un animoso toque de atención. Fue un solo acorde; pero, al oírlo, las superhembras quedaron un instante como petrificadas. Luego, abandonando liras y estandartes, corrieron todas hacia el bosque y aguardaron frente a los árboles cobrizos. No menos presurosa, Titania corrió, a su vez, desentendiéndose, ¡ay!, de su balanza ilustre y barriendo el follaje muerto con la cola de su vestido. Un segundo toque de montería resonó entonces, pero grave y como llamando a matar: al punto, de entre los árboles, salió al galope una tropilla de unicornios blancos, negros y rosas, los cuales, relinchando fogosamente, con el asta en ristre y la crin al viento, se lanzaron sobre las superhembras y las cornearon a fondo. Se produjo un entrevero de mujeres y brutos, de exclamaciones y relinchos; y una polvareda roja no tardó en ocultar los detalles del encuentro. Después resonó en las almenas un toque de retirada: los unicornios volvieron a su floresta, con las astas enrojecidas; se incorporaron las Ultra, pusieron orden en sus vestidos y retomaron sus estandartes y liras. En el castillo verdemusgo se adormilaban los monteros.

—Eso es cuanto hay que ver aquí —me dijo entonces el astrólogo, llevándome de la mano.

Como el hombre que sale de una pesadilla y da en otra, lo seguí al sexto ambiente infernal. El nuevo escenario se parecía mucho a un «laberinto» de Parque de Diversiones, con sus vueltas y revueltas, con sus espejos desolados, con aquella promesa de fatal extravío que suelen insinuar tales construcciones, por infantiles que sean. Aunque Schultze me anunciara que nos encontrábamos en el Laberinto de los Solitarios, ninguna presencia humana se advertía en los corredores: dos o tres
veces
me pareció ver, ya una sombra fugitiva que se deslizaba por algún vericueto, ya un talón desalado que daba la vuelta y se perdía en algún codo del laberinto; pero no vi ninguna imagen total, ni siquiera el perfil huyente que se hubiera podido sorprender en la luna de algún espejo. Más tarde, al recapitular toda la aventura, me confesó el astrólogo que aquel sistema de tránsito laberíntico, cuya discreción y orden todavía me admiraban, le había sido inspirado enteramente por cierta casa
non sancta,
rué Provence, París, de la cual fuera en su juventud un concurrente no menos estudioso que apasionado.

Me preguntaba yo
in mente
si aquel sexto infierno me negaría la visión de sus habitantes, cuando, al doblar un recodo, nos enfrentó el Gran Solitario. Era un hombre de edad indefinible, cara verdosa, ojos huyentes y afiebrados, melena lírica y traje oscuro.

—¿No han visto por aquí a Valeria? —nos preguntó sin mirarnos.

Quedé mudo. Pero el astrólogo, sin curiosidad ninguna, le preguntó a su vez:

—¿Quién es Valeria?

El Gran Solitario nos miró entonces con un despunte de agitación:

—¡Es ella! —dijo—. La que, desde su magnanimidad, ha puesto sus ojos en mí, como la rosa desciende hasta el gusano.

—Disparate —refunfuñó Schultze—. Normalmente, es el gusano quien sube hasta la rosa.

—¡Yo no subí a la rosa! —protestó el Gran Solitario—. ¡La rosa descendió a mí! Por otra parte, ¿quién se atreve a sostener que Valeria no existe? Nos miró con ojos desafiantes, pero Schultze hizo frente a su mirada:

—Si se tranquiliza —le dijo— y es capaz de olvidar aquellas metáforas delirantes...

—Vea —le interrumpió el Gran Solitario—, aquellas metáforas duermen ahora el sueño del olvido en la camisería «El Porvenir», sección corbatas, octavo cajón de la derecha. Ya no escribo. ¿Para qué? Valeria es una realidad, y se ha inclinado a mí como la vara de jacinto al...

—¡Basta! —lo silenció el astrólogo—. O se expresa en lenguaje corriente, o no lo escuchamos.

—Pero, ¡es que Valeria existe! —gritó el Solitario—. En mis largas horas de la camisería, yo mismo llegué a poner en duda su realidad. Luego, semejante al alba de graciosos talones que...

—Sí, sí —lo tranquilizó Schultze—. ¿No lo habrá soñado? —Señor —dijo el Solitario—, nuestros besos, aquella noche, hubieran sido capaces de violentar la cerradura del júbilo. ¿Quiere detalles? Valeria es el gajo final y sublime de una familia de estancieros.

«Aristocracia nueva», me dirá usted. ¡Bah! Los alambiques argentinos destilan rápidamente. Verdad es que su abuelo, un antiguo resero del sur, no se acostumbró jamás a dormir en un lecho corriente, habituado como estaba él a pasar la noche sobre su caballo y al aire libre. Duerme aún en un caballo de talabartería instalado en su lujoso dormitorio: a su alrededor se alzan decoraciones de teatro que representan la llanura; y cuando el viejo dormita en su alazán de madera y envuelto en su piyama de raso en forma de chiripá, ventiladores especiales ubicados en el dormitorio le arrojan un pampero de imitación, y fonógrafos ocultos lo arrullan con el balido de las majadas.

Miré a Schultze con inquietud. Pero el astrólogo estaba frío como un témpano:

—¿Y Valeria?—preguntó.

—Su dormitorio —explicó el Gran Solitario— no es el de Cleopatra, ni el de Aspasia, ni el de Friné, sino una quintaesencia de todos ellos.

No entraré ahora en detalles íntimos, porque la discreción revienta como un clavel en el pecho de todo amante. Pero sabrán que su cuarto de baño es de porcelana, con ilustraciones de Ovidio, Boccaccio y otros grandes maestros de la literatura universal.

—¡Vamonos! —le dije a Schultze, al oír aquellas palabras—. Está loco.

En son de fuga reanudamos nuestra marcha por el Laberinto. Pero el Gran Solitario nos seguía:

—¡Valeria existe! —declamó en tono fanático—. El viento que mece las azucenas de su jardín calza chapines de agua y silba los preludios de Debussy.

Nuestro paso se convirtió en un trote violento.

—Los camisones de Valeria —insistió él, trotando a nuestro lado— fueron tejidos en los rumorosos telares de la aurora...

Nos tapamos las orejas, y a todo correr abandonamos el Laberinto.

Sin dejar de correr entramos en el séptimo y último ambiente infernal, del que sólo alcancé una noción muy sumaria, ya que lo cruzamos a escape y como sobre carbones encendidos. Era un espeso cañaveral, formado por haces de cañas altísimas, férreas y agudas como lanzas, en cada una de las cuales había dos o tres hombres ensartados por el esfínter: adolescentes, jóvenes o maduros, aquellos hombres agitaban sus brazos en son de vuelo, y hacían oscilar las cañas que al rozarse producían un chasquido metálico. Cierto idioma indefinible se dejaba oír en aquel ambiente: un lenguaje de rumores, bisbíseos y susurros que no era dado escuchar sin angustia y que subió de punto no bien los ensartados advirtieron nuestra presencia.

—¡Chist! ¡Chist! —nos llamaron entonces, balanceándose con afán en sus alturas.

Pero el astrólogo y yo corrimos desaladamente hasta el final de la espira.

VII

Una puerta cerrada nos detuvo. Y frente a sus dos hojas monumentales descansamos hasta recobrar el aliento. Logrado lo cual me dijo Schultze:

—Ahora déle un vistazo a la puerta que tenemos delante.

Así lo hice, y amén de sus proporciones gigantescas, la solidez broncínea de su construcción y ese aire misterioso que suelen adoptar las puertas cuando están cerradas, admiré un instante la profusión de bajorrelieves que la cubrían de lo alto a lo bajo.

—Aja —dije al fin—. Una puerta con motivos ornamentales.

—¡No son motivos ornamentales! —protestó Schultze visiblemente lastimado—. Esos dibujos ocultan un sentido alegórico que usted está obligado a descifrar si quiere que la puerta se le abra.

Volví a considerar los bajorrelieves. Me pareció que los de la hoja izquierda trataban de representar (y lo conseguían admirablemente) un huerto paradisíaco en el cual mil árboles se inclinaban graciosamente al peso de sus flores y sus frutas, y donde numerosas aves, tigres, venados, monos y serpientes convivían en la más asombrosa de las amistades; arriba y a la derecha, como perteneciente al dominio del cielo, se veía un lagar donde númenes alados pisoteaban grandes racimos de uva cuyo mosto, al chorrear desde lo alto, se repartía en los cien arroyos y acequias que regaban el huerto; a la izquierda, y también en las alturas, otros genios ordeñaban una poderosa vaca celeste, de cuyas ubres descendía un río lácteo que circundaba el paraíso; y el hombre se veía por doquiera, señor y dueño de aquel jardín, acostado a la sombra de los árboles o tendido junto a la corriente de los arroyos, comiendo sin trabajo la fruta que se le rendía o bebiendo sin inquietud el zumo gratuito, inmovilizado en el éxtasis de la contemplación o enardecido en la espiral de una danza. La hoja derecha presentaba muy a lo vivo una humanidad afanosa y triste: aquí labriegos encallecidos araban, sembraban y cosechaban una tierra indócil; allá, traídos y llevados por un mar iracundo, pescadores de rostro amargo recogían sus redes preñadas de mariscos; en vegas y pampas, bajo el sol o la lluvia, duros pastores cuidaban rebaños y tropillas; metidos en la selva, entre animales de garra y vegetales de espina, cazadores furiosos disparaban sus armas contra el jabalí, ponían trampas al ciervo, soltaban sus azores contra el faisán o sus galgos contra la liebre; y lo más extraordinario era que todos aquellos frutos arrancados tan dolorosamente a la tierra, el agua y el aire (mazorcas y espigas, tubérculos y frutas, peces y moluscos, rebaños y piaras, aves y reptiles, batracios e insectos) afluían a una gran boca humana, conducidos en carretas, embarcaciones, arreos, tropas de muías, caravanas de camellos y filas de elefantes.

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