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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (66 page)

—Buenas tardes, joven Schultze —ronroneó, entreabriendo su ojo derecho.

Al oír aquella voz el astrólogo se detuvo, como petrificado.

—Señor don Celso —tartamudeó—, si en esta hora grave me fuera posible...

—Ja! —rió el homúnculo sin alegría—. El pasado que vuelve, como dicen en las novelas. ¡Qué chico es el mundo, joven! Todavía me parece ver sus tres orquídeas en el aparador trinchante.

—¿Y ella? —le preguntó Schultze, anonadado.

—¡Tres orquídeas nupciales! —ronroneaba el homúnculo—. Y el anillito de oro que usted le ponía en el dedito a ella: «¡Te amo, sí, te amo!» ¡Cucú! «¡Oh, eternamente!» Claro, niños bien que se introducen en las casas honorables para turbar el sueño de las vírgenes.

—¡Mis amadísimos hermanos! —exclamó la figura sacerdotal en tono de súplica.

—¡Perdón! —balbuceaba Schultze—. ¡Yo era tan joven!

Pero el homúnculo había recobrado su oscilación y su ronquido; visto lo cual el astrólogo se volvió hacia mí en actitud patética:

—Lo que ha dicho el ogro es una falsedad incalificable —me reveló—. Porque yo la quería limpiamente, se lo juro.

—¿Quién era? —le pregunté.

—La hija del ogro que tiene delante y que se ha vuelto a dormir, como de costumbre. Se llamaba Nora: imagínese usted unas trenzas broncíneas, unos ojos verdesauces, un pecho de Minerva, dos muslos de Atalanta...

—¡Mis hermanos! —volvió a interrumpir la figura sacerdotal, queriendo y no queriendo taparse las escandalizadas orejas.

—...Y una sensibilidad —concluyó Schultze— que sólo tienen las muchachas del barrio de Flores. Porque no ignorará usted que las muchachas de Flores están construidas con la madera de los violines Stradivarius.

Muy alarmado ante su exaltación madrigalesca, le di unos golpecitos en el hombro:

—¡Calma! —le dije—. Y, por amor de Dios, hable como la gente.

Pero el astrólogo, sin escucharme, apuntó con su índice a don Celso dormido.

—Ahí tiene usted al verdugo de mis primeras ilusiones —rezongó—. ¡Ah, monstruo! Me parece verlo aún en la mesa del festín, aquel mediodía inolvidable.

Nuevamente abrió el homúnculo sus ojitos amodorrados:

—¡Buenas tardes, joven Schultze! —barbotó—. ¿Dónde íbamos? ¡Ah, sí! Hablábamos de tres orquídeas nupciales y de una pobre novia sin consuelo. Con todo, no imagine que ha sido usted el único tránsfuga. Y créame que si no me arrojan a tiempo del comedor ilustre, las muchachas se quedan para vestir santos. ¿Recuerda los detalles?

—Era un mediodía festival —dijo Schultze, en tono evocador— Nos acabábamos de sentar a la mesa, y había en todas las caras un resplandor de júbilo, porque yo había deslizado un anillito de oro en su dedito marfileño. «¡Te amo, sí, te amo!»

—¡Cucú! —canturreó don Celso—. «¡Oh, eternamente!» Y sus tres orquídeas en el aparador trinchante. ¡Cucú!

—A mi derecha —prosiguió el astrólogo— Nora sonreía y callaba: callaba y sonreía, ¡oh, primavera!, ¡oh, juventud!, ¡adiós, adiós! A mi izquierda sus tres hermanas ardían, chisporroteaban, se consumían como tres antorchas nupciales. Al frente, su dulce madre (vetustas joyas, encajes antiguos) me contemplaba ceñuda, como quien plantea una interrogación a lo futuro: su dulce madre, agobiada de años, joyas, encajes y suficiencia (con perdón de don Celso, aquí presente). Y a su lado el mismo don Celso, aquí presente, con su servilleta en el cogote y su aire de suegro bonachón y cazurro (¡ah, el monstruo!). Y rumores festivos en la casa: olores festivales desde la cocina. ¿Quiénes andaban por el jardín? ¡Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, Abelardo y Eloísa! ¡Adiós, juventud! El romance ha muerto. ¡Una lápida! ¡Que pongan una lápida sobre la tumba del romance! Con un epitafio que diga: «Pasajero, aquí yace un amor.»

Entre rabioso y avergonzado, sacudí a Schultze por el hombro:

—¡Pero, cálmese! —le dije— ¡Y hable con naturalidad! ¿No puede ahorrarnos ese feo lenguaje de melodrama?

—No se aflija —me respondió—. El romance ha muerto: ya tiene su lápida y su epitafio. Ahora viene lo bochornoso.

—¡Dígalo, si es hombre! —lo desafió el homúnculo.

—No es fácil —reconoció Schultze—. Nos acabábamos de sentar a la mesa en circunstancias hondamente sentimentales, cuando trajeron el primer servicio. Recuerden bien mi estado de ánimo: Tristán e Isolda, violines húngaros, etc. De pronto, veo cómo este señor, abandonando su aire inofensivo, se arroja brutalmente sobre los fuentones, los vacía y rebaña. Oigo a mi alrededor voces y tosecitas que procuran distraerme de aquel asombroso espectáculo. Todo es inútil: mi atención, como fascinada, se concentra en don Celso que mastica y devora, chupa huesos y lame salsas, todo ello con un afán que no he visto ni en las peores bestias, y haciendo libaciones cuya generosidad y frecuencia habrían hecho ruborizar a un templario.

—¡Almas buenas! —gimió aquí la figura sacerdotal.

El vejete paquetón, que venía guardando un silencio desdeñoso, clavó en don Celso la más incrédula de las miradas.

—¿Él? —preguntó.

—El mismo —afirmo Schultze—. ¡Y pensar que si dejara su
water closet,
no alzaría tres palmos del suelo! Y cuando ya no quedaban manjares que deglutir ni platos que rebañar, ¡veo cómo este señor cierra los ojos, emite un ronquido entrecortado por gaseosos eructos y se hunde al fin en el letargo de la boa!

Don Celso, que parecía medir y juzgar cada una de aquellas palabras como si no le concernieran, hizo un gesto aprobatorio:

—No está mal —opinó—. Alguna influencia de Hornero en el estilo: una influencia que, sin duda, se hará más visible cuando el narrador intente darme los contornos de un Polifemo a la moderna. Pero siga, joven Schultze: admito que su vis cómica es irresistible.

El astrólogo prosiguió así:

—Aquella primera revelación del monstruo no tardó en evidenciar sus efectos. Parecía que una racha glacial se hubiera metido en el comedor, helando las risas y marchitando las voces: miré a Nora, y la vi arrugarse a mi lado como una hoja seca; ya no chisporroteaban sus hermanas (tres antorchas extintas); la dulce madre había cerrado sus ojos y se disgregaba lentamente bajo un luto de joyas opacas y encajes deslucidos. ¡Y atención ahora, pues en aquel instante el segundo servicio fue colocado sobre la mesa!

Abrió Schultze un bien calculado paréntesis de silencio. Yo aguardaba el final de su historia, como quien ve llegar un castigo. Los enwaterclosados personajes contenían sus respiraciones, y don Celso inclinaba ya su frente, como adelantándose a una ovación.

—No describiré —continuó Schultze— la variedad y naturaleza de los manjares que integraban el nuevo servicio. Sólo diré que, al recibir el vaho de las marmitas, este señor, a quien dejamos hundido, al parecer, en el más hondo Nirvana, detuvo instantáneamente su oscilación pendular
y
cortó en seco su ronquido: las ventanas de su nariz aletearon con delicia, entreabrió cautelosamente sus dos ojos incrédulos; y, convencido al fin de que ni el olfato ni la vista lo engañaban, sonrió a las fuentes, a los comensales, al salón y al mundo. En seguida comenzó el nuevo ataque del monstruo, violento como el anterior, pero animado ahora de gritos entusiastas y fervientes arengas con que nos invitaba, ¡el muy torpe!, a imitarle. Ignoro si aquello duró un instante o un siglo. Sólo recuerdo que al final el monstruo, copa en mano, se puso trabajosamente de pie, tal como si nos amagase con un brindis. Mas, ¡ay!, de sus grasientos labios no brotó discurso alguno, sino los primeros compases de una romanza operística.

Y de pronto, sin decir agua va, el insensato se derrumbó sobre la mesa, volcando copas y haciendo añicos la vajilla: sus dedos crispados tironeaban el mantel, y de su boca surgían, en chorros intermitentes, ya el gruñido, ya el vómito, ya la risa.

—¡Dios de misericordia! —lloró la figura sacerdotal—. ¡Señor, tu imagen y semejanza!

—¡Bravo! ¡Bravo! —aplaudió el homúnculo.

—Me levanté de la mesa —concluyó Schultze—. Huí del comedor y de la casa. ¡No he vuelto jamás!

Don Celso lo miró ahora con indecible tristeza:

—Sí —dijo—. Y en resumen, tres orquídeas mustias en su florero.

Y una pobre niña que murió de amor...

—¿Muerta? —gritó Schultze—. ¿Muerta?

—Muerta de amor durante ocho días justos —aclaró don Celso—. Hasta que mi amigo Tostó, el fabricante de pastas, le abrió su corazón y su libreta de cheques.

El astrólogo respiró con alivio:

—¡Qué bien la reconozco en
eso!
—dijo—. La vida era una caja de música en sus manos.

—Yo diría una caja de fierro —barbotó el homúnculo adormeciéndose.

Aquel diálogo absurdo con los del
water closet
parecía concluido. Y el astrólogo Schultze ya daba señales de querer volverse, cuando la figura sacerdotal, en tono elegiaco, nos dirigió las palabras siguientes:

—Mis amados hermanos en Cristo, si la premura de vuestra excursión os deja tiempo aún para escuchar otra historia, no cerréis vuestros oídos a la mía, que deseo referiros ahora, no tras un vanidoso afán de literatura, sino con el deseo de que sus enseñanzas os adviertan, edifiquen y hagan fructificar en la virtud que me faltó arriba.
Pecavi tibi, Domine! Mea culpa!

—Escuchémoslo —me dijo Schultze—. No hay como los viajes para instruirse.

—Yo, mis amados hermanos —continuó el sacerdote—, fui, por la gracia de Dios, cura párroco de San Bernardo, en la industriosa y proletaria Villa Crespo.

—Este señor es de Villa Crespo —le dijo Schultze, presentándome.

La figura sacerdotal me consideró brevemente y luego negó con la cabeza:

—No —repuso—, es demasiado joven. Yo me refiero a la época idílica de Villa Crespo, antes de que recibiera el color de Israel.

—El color y el olor —volvió a interrumpirle Schultze blandamente.

Sonrió el cura entre sus lágrimas, y prosiguió así: —Almas buenas que me escucháis, aquel rebaño villacrispino era el que me confió Nuestro Señor para que lo vigilase, asistiera y encaminase a los prados eternos. De todas y cada una de mis ovejas debería darle cuenta yo en su hora, como lo hizo Él mismo con su Padre Celestial:«
Tui erant, et mihi eos dedisti, etsermonem tuum servaverum»,
vale decir: «Tuyos eran, y me los diste a mí, y guardaron tu palabra.» ¡Y ahora veréis, mis hermanos, cómo perdí las ovejas del Señor! Entre los siete pecados capitales que asedian al hombre y le obligan a presentar batalla, tocóme a mí el de la gula, vicio grosero que, como ningún otro, rebaja el nivel del hombre hasta el oscuro plano de la bestia. Si es verdad que cada vicio tiene su demonio, el de la gula se había entronizado en mis entrañas de modo tal que, cuanto más le otorgaba yo, más exigía él, despierto siempre y enderezando mis potencias a la memoria de comer, al entendimiento de comer y a la voluntad de comer en todo tiempo y en cualquier lugar. Había en mi parroquia innumerables enfermos a quienes asistir, viudas a quienes consolar, huérfanos a quienes socorrer y menesterosos a quienes amparar. Sin embargo, lejos de acercarme a esas moradas del dolor, según me lo imponía el mismo Derecho Canónico, sólo frecuentaba yo las casas de los magnates villacrespenses, y sobre todo en aquellas ocasiones festivas (casamientos y bautizos) que tradicionalmente acaban en comilona: se me vio allí realizar proezas gastronómicas de tal calibre, que no pocos burgueses quedaron perplejos, con el asombro en la mirada y el tenedor en el aire. Ciertamente, no son exagerados los ayunos que la Santa Iglesia impone a sus ministros: no obstante, con el ingenio que yo gastaba en sofismas, argucias y maneras de burlarlos, me hubiera sido fácil escribir otra Suma Teológica. Nunca dije misa que no fuera la del alba, y galopando en el Misal hacia un sabroso desayuno. Muchas veces, al atardecer, el penitente que aguardaba mi absolución en la rejilla del confesionario recibió tan sólo el ronquido y eructo de mis laboriosas digestiones. El resto de mi día, que no era escaso, lo dedicaba, no a frecuentar las Sagradas Escrituras, sino a buscar en libros de cocina tan raros como engañosos la receta única, el manjar bizantino que luego aderezaría yo en mis hornallas y cuyo aroma, divulgándose por el vecindario, haría reír a los ahítos y blasfemar a los hambrientos. Así empezó el escándalo en la Villa
(«Vae mundo a scandalis
», ha dicho el Señor). Y no tardé, a pesar de mi ceguera, en advertir cómo se disgregaba mi rebaño, cómo se perdían mis fieles, cómo evitaban mi sendero los que aun ayer se me hacían encontradizos. Día llegó en que, al toparme, las mujeres volaban a tocar madera, los niños corrían a tocar fierro y los hombres, a guisa de conjuro, se tocaban disimuladamente los testículos, ¡ay, mis hermanos!, como si vieran en mí al propio demonio y no a un sacerdote según el rito de Melchisedec. Lo más grave sucedió cuando, favorecidas y alentadas por mi terrible incuria, todas las huestes del error empezaron a levantar sus tribunas en mi parroquia y a juzgar al Señor por la indignidad de su sirviente. ¡Ay, entonces vi cómo, por segunda vez, el Señor era crucificado en Villa Crespo! Delante de mis ojos fue insultado por segunda vez en la esquina de la curtiembre, azotado y escupido junto al aserradero de Lombardi, coronado de espinas frente al corralón del vasco Ureta, puesto en cruz a las orillas del Maldonado...

Con un sollozo inmenso la figura sacerdotal acabó su discurso: escondió la cara en el hueco de sus manos juntas y lloró sin ruido algunos instantes; extrajo al fin de su sotana un pañuelo verde, con el cual restañó su llanto y se sonó ruidosamente las narices. Y su dolor era tan sincero, que hasta el mismo Schultze pareció vacilar, como si reconsiderara
in mente
un problema de justicia. Pero el viejito
dandy,
que hasta entonces apenas había intervenido en el diálogo, comenzó a exteriorizar algunos fermentos de cólera:

—Muy bien —dijo—. Acabamos de oír la historia vulgarísima de dos «gourmands» que, como tales, no me parecen mal ubicados en este infierno donde, ¡palabra de honor!, la cocina es de una torpeza incalculable. E ignoro aún qué pito es el que toca en esta morada un hombre que, como yo, ha hecho de la cocina un arte con ribetes de ciencia o una ciencia con ribetes de arte.

—Perdón —le dijo Schultze—. ¿Tengo, acaso, la dicha de hablar con un «gourmet»?

—Usted lo ha dicho —contestó el vejete—. Y presumo que el inventor de esta risible arquitectura infernal debe de ser un chambón, un media cuchara, incapaz de ver los matices que diferencian un caso de otro. Si me fuera dado volver arriba durante un minuto...

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