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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (63 page)

—¡Eso es! ¡Eso es! —gritaron algunas voces, mientras el resto del público rugía sordamente.

—¡Os indignáis, correligionarios! —tronó Bernini—. Una justa cólera llena vuestros pechos y se hace visible en la ferocidad de vuestras miradas. ¿Y qué decir, entonces, de la calle Florida? Ellas pasan en grupos de dos o tres unidades, vestidas y peinadas como diosas, con el aire ausente de los bichos mitológicos y la insultante soberbia de lo caro. Y, al verlas, un sagrado temor anuda vuestras gargantas; y quisierais levantar de la calle los boletos de tranvía, para que las diosas no tropiecen en ellos, o destornillarles cuidadosamente los ombligos y lustrárselos con la seda inútil de vuestras corbatas.

—¡Eso es Castelar puro! —exclamó un gallego en éxtasis.

—Ni Alfredo Palacios, en su penúltima juventud, hablaba como lo hace ahora este hombre —dijo un electricista con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Ay, señores! —agregó el petizo—. En vano afeitáis cotidianamente vuestras feas mejillas; en vano agotáis la imaginación de vuestros sastres; en vano tratáis de suplir con masajes, depilaciones y cirugía estética el encanto que tan cruelmente os negó la madrastra Natura. Las bellas os ignoran, o fingen ignoraros. Y ahora, ¡que vengan aquí los barbudos filósofos del norte! ¡Que vengan y expongan ante mí, si se atreven, sus barbudas teorías sobre la tristeza de Buenos Aires! ¡Yo les demostraré que nuestra tan sobada melancolía tiene su origen único en la soledad a que nos condena el otro sexo! ¡Ah, señores, confesad que alguna vez, en las vacías medianoches porteñas, habéis experimentado el ansia de llorar amargamente sobre la pundonorosa chaqueta de algún vigilante nocturno!

Sollozos incontenibles estallaron en la sala, ojos húmedos se ocultaron en pañuelos multicolores; y el haz de luz que caía sobre el tribuno abandonó el tono rojizo para teñirse de un violeta lúgubre.

—Pero no he dicho aún lo más grave —anunció Bernini—. Y no estaría yo en esta tribuna si nuestra causa no tuviera un interés nacional mucho más valioso que la suma de todos los intereses individuales. Porque me pregunto ahora: ¿qué será de la patria, si continúa esta onerosa Reparación de sexos? ¡Ah, señores, me parece oír cómo las osamentas de nuestros antepasados crujen en sus tumbas! Sus bocas desdentadas se abren para gritarnos: «¡La Patria está en peligro!»

Universal fue la consternación del auditorio: hubo desmayos en la platea, y cinco retratos de próceres nacionales que adornaban la escena cayeron ruidosamente desde sus alturas. En medio de la batahola y el trajín de los camilleros, el petizo Bernini alzó una voz tremenda que restableció la calma:

—¡Pues bien, correligionarios! —gritó—. ¡Arriba esos corazones! Porque llegó la hora de resolver el problema.

Vítores y aplausos acogieron sus palabras, y el tribuno se inclinó sonriente bajo una lluvia de flores que caía de todas partes, mientras el foco pasaba del violeta oscuro al más optimista de los rosados.

—Y mi auditorio preguntará: ¿cómo resolverlo? A lo que respondo: o bien restringiendo la producción de varones (medida viable sólo cuando el Congreso Nacional resuelva corregir el orden injusto de Natura), o bien emprendiendo las vías pedagógicas y obligando por ley a las mujeres a que sigan cursos en los que se las instruya sobre cuanto atañe a nuestro desvalido sexo, tanto desde el punto de vista topográfico como del histórico, sentimental, financiero y hedonístico. Para ello se utilizarán fotografías, láminas en colores, anécdotas célebres, calcos de yeso, cortes verticales y longitudinales, y hasta ejemplares vivos.

Risas de felicidad y alegres bramidos resonaron en la sala: bastones y sombreros caían a miles en la escena; y un honrado burgués, con gesto liberal, soltó doce palomas que traía en una jaula. Luego el auditorio se abalanzó en masa sobre la tribuna, dispuesto, según entendí, a tomar posesión del petizo y llevarlo en triunfo. Nunca supe si en realidad lo hicieron, porque Schultze, arrancándome de aquel torbellino humano, me llevó por un desierto corredor hasta la salida.

Dije ya que entre un ambiente y otro no había intermedio alguno. Y si en efecto, aquella salida resultó ser la entrada del segundo ambiente infernal, cuya descripción intentaré ahora, en la medida de lo posible, reservándome ciertas precisiones que, por su crudeza, mal pueden convenir al decoro que deseo yo para mi relato y en cuyos límites me verá el lector hacer equilibrio no pocas veces. Ya en el umbral del segundo escenario, el astrólogo Schultze me advirtió solemnemente:

—Ver y callar es la consigna del Estanque. Reconocerá tal vez a muchos en este sitio; pero la caridad nos exige discreción y silencio.

No bien entramos, aquel recinto brumoso, húmedo y cálido me dio la sensación de estar en una sala de baños turcos; y más aún cuando, entre chorros de vapor, columbré algunos detalles de arquitectura morisca. Igualmente pesado era el silencio que allí reinaba; pero, de súbito, se oyó un chapoteo, y voces tristísimas clamaron:

—¡No remuevan el agua!

Entonces, a través del vapor que ya se desleía, vi un estanque inmenso en el cual, hundidos hasta las rodillas, vegetaban millares de hombres y mujeres desnudos. Y digo que «vegetaban», porque tal idea sugerían aquellos torsos inmóviles, pero abrazados entre sí, unidos hasta la tortura según todas las formas imaginables del amor, incrustados los unos en los otros y apretándose como las mil ramas de una floresta. Soles artificiales, estratégicamente distribuidos, hacían llover su fuego sobre aquella multitud, arrancándole densos olores cabrunos y ríos de sudor que corrían por los cuellos, las espaldas lustrosas, los vientres estrujados, las pelambreras y los muslos. El agua del estanque parecía muerta bajo una costra de mohos rojizos y putrefacciones vegetales: aquí y allá, entre la maraña de los cuerpos desnudos, crecían plantas de flores carnosas cuya hermosura espantaba, hongos de colores malignos y juncos afilados como leznas en los que se agrupaban rosados huevos de caracol. Enloquecidos por el olor humano, cantáridas brillantes y tábanos rabiosos caían sobre la multitud y la acribillaban. A veces, uno de los cuerpos trataba de sacudirse y de romper el abrazo que a los otros le unía: oscilaba entonces todo el árbol humano, del estanque removido brotaban emanaciones terribles, y voces lastimeras balbucían:

—¡No remuevan el agua!

Como sobre ascuas el astrólogo y yo corrimos por la orilla del estanque, sofocados, chorreantes de sudor y resueltos a evadirnos de aquella estufa. Pero al abandonar el Estanque de los Lujuriosos dimos con un tercer ambiente no menos ingrato, al que denominé luego en mis apuntes la Torrentera de los Adúlteros. Parecía ser el antiguo lecho de un torrente; y, sin embargo, en aquel pedregal no regía el agua, sino un calor de metalurgia o fuego invisible que requemaba las arenas del cauce, sus pedruscos multicolores y sus espinosos cactos. Criaturas humanas de ambos sexos y de triste desnudez cumplían en la torrentera una labor de carga (o más bien de arrastre) que, al parecer, les exigía grandes esfuerzos. Acompasando la tarea, una fanfarria de cobres destemplados ejecutaba «Los Barqueros del Volga» pero con disonancias tan humorísticas que hubieran hecho la felicidad de un Stravinsky.

—Observe que los hombres están en abrumadora mayoría —me dijo Schultze.

—No deja de ser honroso para la ciudad —le contesté—. Pero, ¿qué diablos arrastran esas gentes?

—Acérquese y véalo usted mismo.

Me acerqué a la orilla del cauce y vi que lo que arrastraban los trabajadores eran sus propios órganos de la generación, pero desarrollados hasta lo inverosímil; y los arrastraban a tirones, sobre los filosos pedruscos de la torrentera.

—¡Bárbaro! —exclamé yo, no sabiendo si reír o llorar.

La fanfarria dejó de tocar en ese punto: cesó la faena y los trabajadores aguardaron.

—¿No les bastaba una? —preguntó cierta voz como de altoparlante.

—¡Ah —respondieron los trabajadores en coro—, no nos bastaba una!

—¿Necesitaron dos?

—¡Ah, necesitamos dos!

—¿Y por qué no tres?

—¡Ah!, ¿por qué no tres?

—Del cercado ajeno.

—¡Ah, del cercado ajeno!

—Pues bien, ¡suden ahora los de la torrentera!

—Pues bien, ¡sudemos ahora los de la torrentera!

Luego volvió a dejarse oír la fanfarria, y los trabajadores se pusieron a tironear de firme. Yo miraba y remiraba, seguro de que los conocidos abundarían en aquella falange. Pero ningún rostro me resultaba familiar; y los que lo parecían se ocultaban, al verme, con una celeridad harto sospechosa. De pronto, y destacándose del grupo, una figura se adelantó hacia mí con toda la marcialidad que su mucho lastre le permitía:

—¡Conscripto, firme! —ordenó con voz estentórea.

—¡Mi coronel! —dije yo, reconociéndolo y cuadrándome.

—¡Chist!—me silenció él—. ¡Discreción absoluta! Si tiene que dar el parte, diga que vio al Coronel X.

—A la orden, mi coronel —asentí yo—. Pero me gustaría sacarle una instantánea y oírle dos palabritas acerca de su estado presente.

—Ni una sola —me negó él—. ¡Discreción absoluta! Le recordaré, sin embargo, que hay una relación extraconyugal entre Venus y Marte, Como lo prueba la mitología. Sin ir más lejos (y se lo digo en la fraternidad de las armas), ahora mismo, a dos pasos de aquí, me estoy tirando un lance monstruo con cierta ninfa de Palermo.
Sex appeal,
dicen los gringos. Yo retruco: las plumas del caburé.

—Pero, mi coronel...

—¡Silencio, conscripto! Media vuelta, ¡deré! De frente, ¡march!

Obedecí maquinalmente, y me reuní a Schultze, que aguardaba sin asombrarse.

—Bien —me dijo el astrólogo—. Estudiemos ahora ese baboseado Frontón.

El cuarto ambiente infernal, donde me introdujo sin ceremonias, era el llamado Frontón de los Verdiviejos; y entre las invenciones schultzianas, aquélla me pareció la más notable (cierto era que no había visto aún el Prado de las Ultra ni el Cañaveral de los Sodomitas). Como su nombre lo indicaba, el frontón consistía en un muro alto y liso, por donde innumerables ancianos, en figura de babosas, trataban de subir y lo hacían con dificultad extrema, dejando tras de sí un rastro gelatinoso y brillante. Pero al llegar a cierta altura del frontón, los viejos dudaban un instante y caían a plomo: tomaban a subir y a desplomarse, con la obstinación del animalito que representaban.

Ya junto al frontón, me dijo Schultze:

—Entre los flagelos que azotan a Buenos Aires, están estos fósiles mierdosos que, no habiendo llegado a ser «jóvenes maduros», son «viejos verdes» a perpetuidad. No ignoro que (sea por una fatalidad de clima, sea por las virtudes afrodisíacas de nuestro Río, sea por cualquier otro motor ignorado) la venusmanía es un atributo de los porteños. El monje italiano Sergi, que visitó a Buenos Aires en 1640, y el turista inglés Vidal, que lo hizo en 1815, señalan ya en sus memorias la indomable obsesión de nuestros hombres por la Venus demótica o popular (y me extraña que nuestro amigo Bernini, sociólogo de mérito indudable, no haya utilizado este argumento en pro de sus tristemente famosas doctrinas). Pero, en otras edades, asistido por una religión que lo amonestaba desde la cuna, el porteño sometía prudentemente sus ardores al santo yugo matrimonial; o bien, tras haber inmolado el ternero de su juventud en los altares de la Diosa, calzaba las pantuflas de la cordura y se reconstruía en una vejez con honor. ¡Eran los ancianos de ayer, bellos y fuertes como algarrobos, a cuya sombra no se arrimaba uno sin recoger la bien sazonada fruta de la experiencia! ¡Qué distinto cuadro nos ofrecen los fósiles de nuestros días! Con una pata ya en el cementerio de La Recoleta y la otra en un reservado del «Tabarís», los viejos carcamales de ahora se obstinan en un verdor falsificado a base de ortopedia y cosméticos. ¡Ahí los tiene, baboseando mi frontón y dejándomelo a la miseria! Padres de la patria que durante medio siglo empollaron la nada en un sillón ministerial, y que celebran hoy sus jubileos en
cotorros
perfumados hasta la asfixia; directores de Empresas y gerentes de Magazines, que juegan al fauno con las muchachas de la oficina o el mostrador; jubilados y rentistas, cazadores de dactilógrafas; catedráticos y académicos...

—¡Plaf!

Aquel «plaf» vino a interrumpir el metafórico discurso de Schultze; y el astrólogo miró con desagrado a la babosa que acababa de rodar a nuestros pies.

—¡Ah! —dijo—. El Senador.

—Je, je! —rió la babosa—. Un tropezón no es una caída. ¡Los de la guardia vieja somos así!

—¡Bah! —le dijo el astrólogo—. Me parece verte aún en la puerta del Jockey Club: viejito de medias blancas y cuchillas negras, con tu masaje facial recién hecho, tu corbata de adolescente y el corsé que te cinchaba como a burro panzón.

—No tanto —replicó la babosa, queriendo pegarse otra vez al muro.

—¡Y perfumado como un faldero! —insistió Schultze—. Mirabas pasar a las muchachas, y se te caían como al pavo: con tus ojitos lagrimosos las estudiabas minuciosamente, como a potrancas de carrera.

—¿No puede uno tirar una cana al aire?

—Así te quedaste calvo, diga lo que diga tu peluquín. Y no era tu lujo de momia embanderada lo que me pudría la sangre, sino aquella expresión urgente y aquel aire misterioso con que nos querías dar a entender que sabías y querías y podías clavar una pica en Flandes.

—¿Y por qué no? —dijo la babosa con falsa modestia.

—¡No me hagas reír! —exclamó Schultze—. Conozco tus galopitos detrás de las modistas, y tus acercamientos a las muchachas, en el té de Harrods, cuando les ofrecías desde una
voiturette
Renault hasta una cátedra de literatura.

—¡Si uno hablara! —insinuó la babosa.

—¡Y es claro! —añadió Schultze—. Luego te ponías a gambetear con la Parca, llenándote de pildoritas y enemas. Te veo en
garconiere,
clueco y ventoseando a diestro y siniestro, muy arropado en tu escandalosa
robe de chambre,
con tu peluquín en su molde, tu ojo de cristal en un vaso y tu dentadura postiza en el otro. Pero cuando la voz del panteón dejaba de reclamarte, volvías a reunir las piezas de tu desvencijado esqueleto y las entregabas otra vez a las manos restauradoras que vienen prolongando tu enorme ridículo.

—¡Tra la la, tra la la! —cantó la babosa, deslizándose ya por el frontón.

Entonces el astrólogo se volvió hacia mí:

—Dejémoslo que suba y que se rompa el alma —gruñó—. Le mostraré ahora el quinto ambiente.

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