La psiquiatría expone una versión simplista, casi de dibujos animados, sobre las razones que mueven la actuación humana. Nuestros adentros profundos todavía son un pozo insondable a cuyo fondo no han llegado ni las ciencias punteras. Mucho más, cuando vengo comprobando que deben transcurrir decenios para conseguir un ligero cambio en mi indomable voracidad. Cambios tan insignificantes como reservar las mejores ostras de la bandeja para el amor de tu vida. He necesitado veinte años para que ese simple gesto haya pasado a ser natural.
Estas evocaciones, y otras de género parecido, se agolpaban en la mollera durante mi frenética carrera por París. Un sinfín de remordimientos ante tanto impulso egocéntrico frente a quien había sacrificado su vida y su arte por los simulacros de un cómico. No daba abasto al sentimiento de ternura que me invadía mientras pensaba en lo que estaba ocurriendo en el Hospital Georges Pompidou.
La Rué Bonaparte, plagada de galerías de arte, pasaba a velocidad de vértigo. Recordaba que también otras veces, caminando con Dolors por la misma calle, acelerábamos el paso. A ella le deprimía comprobar la decadencia del arte pictórico; y aquellas galerías exhibían las últimas mamarrachadas del mundo a precios astronómicos. Un poco antes crucé la Rué Jacob, una calle que, debido al refinamiento de sus comercios y a su armónica arquitectura, mi amigo Arcadi la define como la cúpula de la civilización; pero esta vez me pareció igual que todas.
Nada me había hecho tan feliz los últimos años como cargar el caballete con la caja de pinturas y viajar a nuestra adorada Italia. Cerca de San Giminiano ella aguantaba un sol de justicia para plasmar las suaves ondulaciones de la Toscana; lo hacía precisamente un poco antes de la siega, cuando los campos están cubiertos del manto dorado. Dolors es minuciosa escogiendo el momento y sobre todo la luz. Su peor enemigo son las nubes que le van cambiando el colorido de una imagen. Es el único percance que hace flaquear su natural templanza y aflorar un ligero conato de enojo e impaciencia. Para contrarrestar esta dificultad, a veces trabaja dos cuadros a la vez, uno con sol y otro con sombra. Tales problemas, a Pollock o a Tapies les parecerían una solemne memez; ellos jamás han tenido la más mínima dificultad con la luz, ni con el encaje, ni tan siquiera con la perspectiva. En definitiva, ni un solo problema con la pintura.
Ejerciendo de marido de la artista en esas expediciones pictóricas siempre me sentía invadido por un sentimiento muy placentero. ¿Por qué no lo hice el resto de la vida en vez de tanta comedia? A media sesión de pintura, yo me acercaba a ella para servirle una copa de
pinot griggio
y fumar un purito comentando los pormenores de la obra. En Venecia cargaba con los trastos en el
vaporetto
para que desde el otro lado del canal de la Judecca pintara la basílica del Redentore. Cuando la luz del sol declinaba, atravesaba de nuevo el canal para recoger los artefactos pictóricos y generalmente encontraba a Dolors rodeada de un enjambre de japoneses disparando sus cámaras. A los nipones, aquella mujer pintando el Redentore de forma reconocible les parecía formar parte de la estructura turística veneciana. A mí me ocurría casi lo mismo al contemplarla tocada con un sombrero, la paleta y los pinceles en la mano, y una sombrilla sobre el caballete. Su figura me parecía el monumento más bello de Venecia.
En Italia jamás nos hemos sentido turistas. Tenemos la extraña impresión de haber recobrado, entre la gente y los lugares, a nuestros antepasados lejanos. Si la Toscana fuese todo el mundo, no tendría dudas sobre la existencia de un Dios. Las grandes montañas, las cataratas, selvas y desiertos no me inspiran ninguna imagen divina. En cambio, un camino de apreses en las ondulaciones de Siena, que conduce hasta una capilla con frescos del
Quattrocento
, rodeada de olivos y viñas, es la representación más plausible del cielo cristiano. Un paisaje semejante consigue evocar esas alegorías porque nada se ha dejado en estado virgen o indómito, sino que todo ha sido afectuosamente modificado para ser más grato al hombre. Los italianos tienen el punto justo de las cosas, en el arte, en el paisaje, en la cocina, en la ópera y, sobre todo, en su insólita desenvoltura ante el caos.
Nadie le enseñó a pintar a Dolors. No voy a ocultar que estudió en escuelas de arte, pero en la época que lo hizo ya había penetrado la invasión de los bárbaros y los profesores empujaban a sus alumnos a la «libertad de creación». Se acabó toda referencia sensata a las presencias reales. Los aprendices eran inducidos a la genialidad desde el primer curso, con lo que el maestro se sacudía toda responsabilidad personal. Ella empezó inmersa en este caos aunque lentamente abandonó cualquier rastro de coartada informalista para conseguir descifrar la realidad. Solo la guiaba su buen sentido, que no es poco; pero el camino se presentaba solitario.
En el transcurso de los años tuvo la suerte de conocer al pintor Gabino Rey, el cual ejerció una saludable influencia sobre ella. Seguramente fue su único maestro. Gabino pintaba resoplando; parecía que dejaba años de vida en cada cuadro. Era así de hecho, porque su delicado corazón no resistió una pasión tan ardorosa por el arte y murió recientemente a causa de un fallo cardíaco. Su tenacidad para no ceder a las modas le acarreó una existencia bastante dura; de joven, las dificultades le habían llevado más de una vez a zamparse las frutas del bodegón antes de haberlo firmado. Tuvo una época de gloria en la Galería Pares, de Barcelona, regentada por la familia Maragall, hasta que este establecimiento, que había ganado un merecido prestigio local, pretendió ponerse al día dedicándose afanosamente a la promoción de la frivolidad seudomoderna. En los últimos años, Gabino les era un estorbo que comprometía el nuevo
look
del local y sus cuadros descansaban en la soledad del almacén. Así, de esta forma, acabó el mejor realista que ha tenido España en las últimas décadas.
Entré en Notre-Dame con la intención de hacer una pausa en la espantada. El propósito era buscar un refugio tranquilo. ¡Menudo tópico! La catedral se hallaba repleta de carne en forma de turistas que deambulaban como quien se pasea por unos almacenes. Culos inmensos a medio cubrir y ametrallamiento de flashes por todas partes. ¡Qué manía con las putas fotos! Los instintos más primarios se concentraban en la punta de mis zapatos, porque, en aquel momento, nada hubiera liberado tanto mi ansiedad como liarme a puntapiés bíblicos sobre aquellas masas adiposas. Afortunadamente, mi apreciada cuñada Ester, una inocente víctima del ritmo desbocado que yo venía imponiendo, me propuso sentarnos unos instantes en un banco frente al altar con el fin de recuperar oxígeno. Obedecí dócilmente, y mirando ensimismado el techo de la catedral, único ángulo de visión sin carne, me puse a balbucear como un autómata en mis adentros:
Pater noster qui est in coelis. Sanctificetur nomen tuum. Adveniat regnumtuum...
Me salía en latín como cuando era monaguillo. Tampoco podía dejar solos en estas invocaciones a nuestros amigos del mundo taurino que tanta práctica tienen en las rogativas. Lejos de allí, Remedín, Pilar, Paloma y Enrique, seguro que expresaban de forma parecida sus mejores deseos para con Dolors.
Bien es verdad que en aquella circunstancia, así como estaba invocando a Dios, si hubiera aparecido Mefistófeles por algún rincón, igual que el propio Fausto, mi firma en sangre ya estaría estampada en las condiciones de rigor.
«
Monsieur, tout c'est bien passé, le coeur de votre femme marche parfaitement.
» El teléfono operó el primer prodigio en mi ánimo. En un instante, París dejó de ser una ciudad de fantasmas en blanco y negro. Súbitamente, bajo la nueva óptica, los entrañables cuñados y mis hijos recuperaron todos relieve y color. Después, las imágenes y los sentidos se entrelazaron de forma vertiginosa. De nuevo el hospital y la primera mirada de Dolors. De nuevo la vida.
¿Cómo contarle de forma creíble que todo se había desarrollado satisfactoriamente? Por una sola vez, mi experiencia profesional sirvió para algo práctico al margen del fingimiento. Entré en la habitación y empecé a dar saltos con los brazos extendidos y las manos mostrando la señal de victoria. La payasada tenía como objetivo parodiar la famosa imagen de Maragall expresando su euforia cuando Barcelona fue declarada ciudad olímpica. Dolors lo entendió al instante, porque esbozó una sonrisa. En tales circunstancias, resulta obvio que la guasa de un ser querido solo puede darse si el trance se ha solucionado favorablemente.
Pasados unos días, caminamos y caminamos por París, cada vez con mayor ligereza, pero igualmente agarrados el uno al otro. Al poco tiempo, ella empezó a poner en práctica una de sus habilidades más relevantes: la capacidad para construir el bienestar con las cosas sencillas. El despliegue de facultades en esta dirección acabó transformando una severa convalecencia en uno de los períodos más plácidos e intensos de nuestra vida en común. De
chevalier servant
, obligado por las circunstancias físicas, me fui convirtiendo de nuevo en su
voyeur
, porque es un espectáculo estimulante observar cómo esta mujer consigue trocar los reveses de la vida en situaciones confortables. Se trata de una esmerada alquimia capaz de proporcionar mayor placer que los mejores golpes de la fortuna, sobre todo cuando uno es el beneficiario de tales habilidades. Como aprendiz aventajado en los talentos de Dolors puedo testificar que los motivos esenciales de su pericia se hallan en el sutil sentido del tiempo.
¿No han sido nunca víctimas de ciudadanos que indefectiblemente telefonean cuando uno está en el baño, comiendo o realizando actividades amatorias? ¡Siempre son las mismas personas! Se trata de gente inarmónica que se pasa la vida fuera de tiempo. Por esta razón les sobrevienen incidentes y accidentes, que engrosan la lista de los que inevitablemente ya lleva consigo la propia existencia.
Para tener la percepción del
tempo
más apropiado, a fin de no torturar al prójimo con interferencias irritantes, es obligado no estar pendiente solo de sí mismo, sino del entorno. En el fondo, se trata de situarse en una sintonía que permita una correspondencia armónica con los acontecimientos exteriores. La imagen del toro y el torero resulta muy gráfica para ilustrar la cadencia de tiempo con la vida y sus envites. Una fiera dispuesta a finiquitar al diestro y que gracias a la destreza de este acaba convirtiéndose en colaboradora de su arte. La colocación del hombre, o sea, del «yo», es importante; pero resulta todavía más trascendental la percepción del bicho y de su partitura rítmica. En la práctica, el peor enemigo de una actitud semejante es el egocentrismo y la ansiedad. Puedo asegurar que ni en de marzo, unas semanas antes de viajar a París para la operación, yo venía descubriendo diariamente pequeñas los momentos más críticos he visto jamás a Dolors en ese estado.
En el mes transformaciones en el jardín de Jafre. La tierra alrededor de los rosales se había removido, los naranjos estaban podados, y muchos otros pequeños detalles denotaban una persistente actividad. Sin apenas percibirlo, trabajando tenazmente semana tras semana. La administración del tiempo tenía, en este caso, mayor mérito debido a las limitaciones que le suponía su dolencia para cuidar dos mil metros cuadrados de terreno vegetal. En mayo, al regresar de París y entrar por la puerta de la casa que da al jardín, lo comprendí todo. Ante nuestros ojos apareció un panorama espléndido. No era un jardín descuidado tras dos meses de abandono, todo lo contrario: una naturaleza tan bien aliñada había brotado con orden y abundancia. El despliegue floral nos ofrecía una bienvenida radiante y optimista en una casa de la que nos ausentamos con alguna duda sobre si habría retorno. Sin embargo, ella lo había preparado todo minuciosamente por si llegaba ese instante crucial. Rosas, claveles, jazmines, geranios, glicinias, margaritas, azahar, lilas componían un cóctel aromático de propiedades vivificantes. Una inducción de vida placentera.
Con un recibimiento tan grato se nos ensanchó el corazón. Esta es Dolors.
Cuando sonó el teléfono estaba yo repantigado en el sofá fumándome un punto y leyendo el periódico como aquellos militares retirados que se adormilan apoltronados en el casino de oficiales. Hacía ya cierto tiempo que en lo concerniente a mis actividades bélicas por Cataluña me consideraba también en la reserva. Tanto tufillo pedestre había hecho mella en mi resistencia y la claustrofobia de la que a menudo me siento afectado empezaba a presentarme el territorio como un vagón del metro en hora punta y el personal malhumorado. En definitiva, falto de oxígeno estaba decidido a que mi teatro de operaciones tomara otros rumbos Había dejado de preocuparme por enigmas que no parecían tener solución, como por ejemplo: ¿Por qué entre un grupo de personas heterogéneas los catalanes siempre somos los más ridículos fuera de nuestro territorio? ¿Por resabiados? Josep Pla ventilaba tales dilemas con mayor precisión cuando escribía: «Este país de vuelo gallináceo y sentimientos escasos y áridos.»
Bien es verdad que en esta y en otras cuestiones, como el aumento galopante de la mala educación en la tribu, no había conseguido aún desentrañar sus razones profundas, pero prefería no perder más tiempo en bizantinismos provincianos...
Descolgué finalmente el teléfono.
—Un momento, por favor; no cuelgue, que la señora
consellera
desea hablar con usted.
—¿...?
Eran las once y media de la noche.
—Qué tal, Albert; ¿cómo estás?
—Muy bien,
consellera
; pero asombrado de comprobar hasta qué horas se trabaja en la Generalitat.
—Es que hemos acabado justo ahora una reunión sobre las concesiones de este año para la
Creu de Sant Jordi
.... y no quería dejar pasar más tiempo para comunicarte que...
En una décima de segundo mi cerebro se disparó al escuchar las últimas palabras de la
consellera
de Cultura, Caterina Mieras, y, ante la sospecha de lo que me estaba cayendo encima, trataba de encontrar una contestación adecuada.
—¡... se te ha concedido la
Creu de Sant Jordi
!
La respuesta salió automática.
—Os agradezco profundamente que hayáis pensado en mí para la distinción, pero lamento tener que deciros que no la puedo aceptar.
Mentiría si dijera que mi renuncia salió espontánea. Pascual Maragall llevaba un par de meses en la Presidencia de la Generalitat, y desde el cambio de Gobierno regional ya venía sospechando esta posibilidad. Ocurría lo mismo que unos años antes con el Gobierno del PSOE en España, cuando me concedieron el Premio Nacional de Teatro. Tuve tiempo de pensar mi respuesta con mucha antelación. Después de catorce años, no sabían a quién dárselo. Me tocó finalmente, pues quizá la compañía ya no les resultaba tan incómoda a los socialistas, aunque para matizar el compromiso me lo concedían compartido con un artista funcionario de los suyos. En aquella ocasión, después de unas palabras corteses a la ministra Carmen Alborch, le dije escuetamente que se lo dieran a un joven artista, pues a mí ya no me hacía ninguna gracia. Al aparecer publicada mi renuncia en los medios, los rapaces coleccionistas de premios me pusieron a parir porque les parecía que con mi rechazo rebajaba cotización en el mercado de los galardones. El pobre Juan Echanove recibió uno de nuestros disparo-carta en respuesta a unas declaraciones suyas sobre el tema. Esta vez hubo por mi parte una carga explosiva posiblemente excesiva. Siempre es difícil controlar la dosis exacta en el fragor del combate.