Hicimos una última comprobación en Girona, donde siempre habíamos llenado varios días hasta los topes. El resultado fue idéntico. El teatro medio vacío. Jordi Sala, un crítico escénico del
Diari de Girona
, escribía entonces:
Poca gente en Girona para asistir al último espectáculo firmado por Boadella. Es del todo legítimo que haya gente que decida no asistir a un montaje de Els Joglars por las controversias que levanta Boadella. Solo faltaría. También es verdad que muy a menudo, y este es el caso, quien no asiste se pierde un gran montaje teatral.
Quizá sin percibirlo, el crítico infringió las reglas de la
omertà
, pues explicitando la realidad del boicot ponía en evidencia la actitud de una sociedad entregada al sectarismo que exige de los artistas el sometimiento a los principios de la política regional imperante.
No volvimos a probarlo. Aunque una nueva verificación de menosprecio tampoco se hubiera podido llevar a término, pues nadie más nos contrató. De las casi doscientas cincuenta peticiones anuales que desde Catalunya recibía la oficina de la compañía solicitando participaciones de toda índole, ya fueran entrevistas mías en los medios, conferencias o cursos, en el último año se pasó a tres. Pero en cuanto a representaciones de la compañía, ni una sola petición más. Lo excepcional del asunto es que nadie había pasado ningún SMS, el Gobierno tampoco lo anunció en el boletín oficial de la Generalitat, ni los medios de comunicación hicieron proclamas para el boicot, ni los clubes, ni las iglesias, ni las asociaciones vecinales pasaron circular alguna. Como en la
Cosa Nostra
siciliana los... ¿ciudadanos? supieron lo que tenían que hacer. En estas condiciones la guerra estaba definitivamente perdida, porque los hechos demostraban que la epidemia se había generalizado y se hallaba fuera de control.
Derrota y muerte civil
Las sensaciones que experimento cuando paseo actualmente por Cataluña me hacen rememorar unos lejanos recuerdos de mi abuela y sus conejos. La anciana estaba siempre preocupada por las madres conejas que aborrecían a sus crías; le parecía algo de naturaleza inexplicable, casi sobrenatural. Debido a esos temores, no me permitía nunca poner las manos y hurgar entre los bichos porque sospechaba que mis intromisiones podían inducir al repudio de la carnada. Sin embargo, a mi pobre abuela no dejaba nunca de conmoverla lo que en apariencia era el acto antinatural de una madre abandonando a sus crías. La tragedia de Medea en versión conejo penetraba entonces en mi mente infantil como algo propio, pues me causaba cierta desazón el observar la ausencia de sentimientos hacia algo tan querido. Me parecía imposible aburrir lo que había sido mimado con un intenso amor.
Bien es verdad que la naturaleza puede ser a veces ininteligible, pero también muy a menudo llegamos a captar sus razones por las analogías en nuestros comportamientos profundos. En los últimos tiempos transito por los lugares más bellos de este territorio sin sentir nada, lo percibo todo como un decorado irreal. Las dulces colinas del Ampurdán, que en otras épocas me parecían una extensión de mi propia piel, no desprenden ahora palpitación alguna. Tampoco experimento ningún interés ni curiosidad por lo que ocurre en Cataluña; más bien debo hacer un esfuerzo para no exteriorizar una desagradable sensación de pesadez y hastío. Cuando algún aborigen de la tierra escucha estas razones acostumbra a mirarme con incredulidad; le tengo que citar el ejemplo de los conejos de mi abuela, y si la comparación simbólica le deja aún receloso, le planteo una realidad más corriente: ¿No has tenido nunca una pareja que te ha parecido lo mejor de la tierra? Era un ser con quien lo habías compartido todo: la diversión, la discusión, el erotismo e incluso los hijos en común. Pero un día, después de una irreversible ruptura, te encuentras ante esta persona y no sientes absolutamente nada. Ni la más mínima querencia; solo es un simple fantasma de tu currículo. Pues exactamente esto es lo que me ha sucedido con la tribu en que nací. El aborigen simula haberlo comprendido, pero me sigue mirando con escepticismo, pues le cuesta aceptar que alguien sensato no se sienta orgulloso de haber nacido en la bellísima, culta y rica Cataluña. ¡Qué le vamos a hacer!
Hace dos mil cuatrocientos años mi colega Aristófanes ya decía que la patria es solo el lugar donde uno se encuentra a gusto. De acuerdo con esto, tengo claro que no volveré a trabajar más en Cataluña. Mis obras girarán por tierras donde nos acojan con el afecto natural que los ciudadanos conceden a los artistas. Lugares donde una compañía privada como Els Joglars pueda ganarse la vida mediante un número suficiente de público inmune a las paranoias. No hay nada más agradable que representar en un teatro repleto de espectadores sin más preconcebidos que el goce natural ante una obra. La edad me obliga a ser comedido con mis energías, por lo tanto, no es cuestión de comprobar, en lo que me resta de vida, si mis ex conciudadanos me han rehabilitado o no, civilmente.
A pesar de todos los pesares, debo admitir que ha sido una derrota placentera. Cuando tomé estas decisiones me sentí liberado de una carga enojosa e irritante que venía durando demasiado tiempo. Experimenté enseguida una sensación de libertad como en mis mejores épocas de juventud. La tribu me había liquidado civilmente y así podía sentirme a mis anchas como ciudadano de Sevilla, Madrid o Salamanca, sin ningún lastre estrafalario. Lo único que deploraba era haber perdido tanto tiempo de mi vida artística enredado en un litigio provinciano. ¡Qué mala pata no haber nacido en Madrigal de las Altas Torres!
Desde hace treinta años nunca me pierdo la muestra de sutil coquetería que me ofrece la vida en común con una mujer, y esta vez, como de costumbre, acabo sentado en el taburete del vestidor para observar los tejemanejes de Dolors con el vestuario. Ya sé que sin estar presente en el proceso el resultado final también puede ser una sorpresa muy atractiva, pero, debido a mi deformación profesional, siento mayor complacencia asistiendo a la tarea de composición.
Hoy vamos a salir por vez primera después de unos meses de retiro convaleciente, pero antes me quedo pasmado contemplando la soltura y el garbo con que Dolors se va probando frente al espejo las distintas prendas a escoger. Así como me cautiva verla pintar, me ocurre algo parecido en la selección del ropero; su talento de artista aflora igualmente en la búsqueda de formas, colores y texturas del vestuario. Si combina o no el rojo y el pardo, si los zapatos hacen juego con el bolso, si la blusa transparenta en exceso... Se trata de una actividad frenética realizada con una gravedad a vida o muerte.
En tales casos, ella exige que mi presencia no sea de simple
voyeur
, sino que colabore con opiniones técnicas y polemice sobre el efecto final del modelo. Al inicio de la sesión contribuyo disciplinadamente al objetivo, pero siempre acabo distrayéndome porque mis automatismos machos se imponen al protocolo que requiere el acto. Así es como empiezo a disparar una retahíla de piropos que van desde lindezas galantes hasta rusticidades de albañil en celo. Eso sí, durante el recitado del repertorio, la profesionalidad se hace patente en el perfecto ajuste de los requiebros al ritmo del
striptease
ascendente y descendente. Lo cual no obsta para que la mayoría de las veces me convierta en un estorbo de tan primoroso ritual y muy a menudo, por no reprimir el tacto, acabo expulsado de la cautivadora cámara de la feminidad. En mi defensa solo puedo aducir que estos alardes diferenciales del otro sexo se convierten en los mayores señuelos para quienes la mujer ha ocupado la principal obsesión de nuestra vida.
La conclusión final es excelente. Hoy el aspecto de Dolors es radiante, y tras estos meses de austeridad sensual la vuelvo a mirar encandilado. No hay duda de que la ocasión lo requiere, porque desde nuestro dorado exilio francés, a orillas del Mediterráneo, entraremos en territorio comanche para asistir al acontecimiento artístico más importante de las últimas décadas en Europa. La reaparición del torero José Tomás en Barcelona no solo adquiere un significado trascendental desde el punto de vista del arte, sino también de la política. Nunca en la historia del toreo se había despertado un interés tan enorme por una corrida. Esta vez el nacionalismo ramplón ha encajado una derrota espectacular desde un frente imprevisto. Creía tener cautiva y desarmada a la afición torera en Cataluña, y de golpe la Monumental se llena hasta la bandera con gente de todas partes. Tan solo la cantidad de corresponsales extranjeros que asisten al acto no la pudo ni soñar el más relevante evento cultural catalán. Es la victoria de un artista sobre la estulticia de un poder degradado, dedicado afanosamente a esconder la realidad que no le conviene.
Antes del comienzo de la lidia el ambiente de la plaza queda reflejado fielmente en la euforia general, porque el mayor triunfo de la tarde es la solidaridad que despierta una afición compartida y largamente reprimida. También nosotros estamos exultantes. Hay media compañía en los tendidos regodeándonos todos con la sorprendente victoria. Seguramente será una victoria pírrica, porque la venganza pasará por la futura demolición y recalificación de la plaza, pero, después de nuestra derrota y repliegue en una larga guerra contra el mismo adversario, nos invade un placer indescriptible al constatar que Sodoma alberga todavía a un puñado de ciudadanos no contaminados. Ante ello, un colega de la compañía me pregunta:
—¿Y estos por qué nos dejaron solos ante el boicot tribal?
—Seguramente porque el teatro, a diferencia de los toros, ya no es un arte del pueblo.
En la Cataluña actual los toros parecen el reducto póstumo del tópico
seny i rauxa
que dicen que caracterizó un día esta tierra. En los últimos tiempos lo único que me interesa de ella es una sola hectárea, precisamente aquella sobre la que se asienta la Monumental. Entre sus muros me siento a gusto, porque tengo la impresión de que estoy en un gueto que alberga lo mejor de la ciudad, así como en el exterior el contingente vociferante que nos llama asesinos representa la embajada de lo más execrable de la sociedad actual. Sus consecuencias las venimos comprobando en esta obsesión político-puritana por hacernos buenos a base de prohibiciones de toda índole: criminalizando a los que fuman, beben, les gusta comer, o a los que son de derechas o a los que sencillamente se toman la existencia de una manera que no ha sido homologada por los puros.
La naturaleza humana no cambia por decreto y la apariencia de transformación que encubre el progreso tecnológico tiende a confundirnos sobre la evolución del hombre, pero está demostrado que desde hace milenios sus impulsos no sufren variaciones perceptibles, solo que ahora se hallan canalizados hacia cosas de apariencia políticamente correcta. Los actuales militantes antitaurinos no son más que los antiguos inquisidores (todavía más ignorantes), reciclados como defensores de los animales; una nueva mística laica cuya supuesta protección a los bichos es solo una excusa para desarrollar un instinto profundo que se explaya en la represión del placer ajeno. Los animales les importan muy poco, empezando por el humano; su verdadera afición es propinar correctivos morales a base de humillar a las personas, y lo digo con conocimiento de causa, pues la
web
de Els Joglars la llenan de exabruptos tales como: «ojalá cojas un buen cáncer porque así sabrás lo que es el sufrimiento del toro».
Nadie me ha insultado con más fruición, saña y fanatismo como las que ejercen los antitaurinos bajo su beatífica máscara de antiviolentos. Pero esta es otra guerra, una guerra que planteo a la inversa. Se trata de estimular sus acciones, pues cuanta mayor presión desplieguen, al igual que los cristianos en la Roma antigua, más vigor y sentido adquirirá la tauromaquia. Incluso sería partidario de que se destinara una parte de los beneficios taurinos al sustento de adversarios tan aprovechables. Con los toros intentaron acabar algunos papas y hasta poderosos monarcas. El resultado está a la vista: cada vez hay mayor número de ganaderías y se torea mejor, tal como lo vamos a comprobar esta misma tarde.
Hace escasamente un año que Dolors, José Tomás y yo asistíamos juntos a una corrida en esta misma plaza. Aquella tarde el matador estaba aún en situación de retiro y, mientras se desarrollaba la lidia, notaba cómo José toreaba mentalmente, pues al mismo tiempo que se sucedían las distintas suertes en la arena iba comentándole a Dolors las posibilidades de maniobra que ofrecía el toro. «... Así, dulcemente... con cuidado y afecto... con mucha suavidad... sin brusquedad...». Los adjetivos eran todos de naturaleza exquisitamente delicada para con la fiera. Esta es la clave de su grandeza como artista. Nada resulta forzado y por este camino consigue que el feroz antagonista acabe como un armonioso colaborador de su propio sacrificio. Solo conozco a otro torero que, siendo de un estilo vital muy distinto a Tomás, eleva el animal a la categoría mítica. Se trata de Enrique Ponce, el diestro que ha indultado más toros en toda la historia de la lidia por su prodigiosa maestría en concederle protagonismo a la bestia. Entre el uno y el otro representan hoy las dos grandes corrientes de la tauromaquia, el héroe humano y el minotauro.
Lo que ocurrió la tarde del 17 de junio de 2007 en la Monumental de Barcelona no lo olvidaré en lo que me resta de vida. La tan cacareada catarsis que siempre citamos los del gremio escénico y que ha llenado innumerables páginas de especulaciones puedo afirmar que existe. Lo podemos afirmar todos los que estuvimos presentes en el rito que se desarrolló aquella tarde en la Monumental entre el silencio de muerte y el rugido conmocionado. Público y oficiantes estuvimos ligados por unos lazos tan profundos que no existe en el mundo occidental ninguna ceremonia capaz de conmover y elevar con semejante fuerza al ser humano. Quizá las misas lo habían conseguido en el pasado con su poético y experimentado protocolo romano; lamentablemente, ahora se han convertido en la parodia de un sacrificio. A lo largo de mi vida he gozado de las mejores expresiones del arte, en música, danza, ópera y teatro, pero nada es comparable al ritual taurino en el que participamos las dieciocho mil personas allí presentes. Es indudable que los ingredientes externos actuaron como sustancias indispensables para que se conjugaran todos los factores que acabaron provocando finalmente la explosión.