Estaba de pie junto a uno de los patrulleros. Me presenté y él me aseguró que leía el Journal todos los días. Era un hombre robusto, bajo, de cabello muy corto.
—Jamás me había ocurrido algo así. Ni siquiera cuando estaba en el ejército, en el cincuenta y cuatro; nunca había visto cosa semejante.
—¿Cómo fue exactamente? —pregunté.
Anoté sus palabras en la libreta. El hombre, aunque parecía bastante alterado, se expresaba con bastante claridad, y sus declaraciones servirían para un artículo complementario.
—Recuerdo que me fijé en sus brazos. Eran delgados, como los de una criatura. Estaban estirados hacia atrás pero no muy tensos, ¿sabe? Los tenía bastante laxos, como si el asesino no hubiese querido hacerle daño. Es decir, yo habría esperado que él tirase de ellos con fuerza antes de atárselos. —Se llevó los brazos a la espalda para hacer una demostración y echo los hombros hacía atrás—. Pero no estaban así.
Mientras hablaba, yo continuaba tomando notas.
—Pude ver su rostro —continuó—. En cierto modo, tenía una expresión tranquila, como si estuviera descansando, aunque vi que tenía casi toda la parte trasera de la cabeza destrozada. —Tragó saliva—. Dicho así suena muy frío, ¿verdad? En realidad no sé qué me ocurrió. Me quedé inmóvil allí, mirándola, y mi mente registraba lo que veía: cómo estaba tendida, cómo tenía apoyada la cabeza, la maraña de pelo apelmazado por la sangre... Tenía el cabello rubio.
»Se lo conté al detective, con todos los detalles. Y entonces ¿sabe qué pasó? Vomité. Estaba por allí —dijo, señalando unos arbustos—. Supongo que ustedes están acostumbrados a ver cadáveres de asesinados...
—Suficiente. Dígame, ¿a qué se dedica?
Escuché a medias mientras el hombre relataba su historia personal. Me habló de su costumbre de correr, de su ruta acostumbrada y del sol de la mañana. Dijo que había pasado junto a la muchacha al menos tres veces sin verla.
—Mis propios hijos son más jóvenes.
—¿Podemos sacarle una fotografía?
—Preferiría que no —respondió, después de reflexionar por un momento—. ¿Es necesario que mencionen mi nombre en el periódico?
—Oh, sí —contesté—. Sin duda alguna.
—Pues ojalá no fuera así. Creo que no podré pegar ojo hasta que atrapen a ese tipo.
—Yo no me preocuparía por eso —dije.
—¿Por qué no?
—Bueno, no creo que un tipo que sale a atar y asesinar jovencitas quiera meterse con un adulto. —El hombre asintió—. Pero le daré un consejo —proseguí—: yo en su lugar intentaría mantenerme alejado de la gente de la televisión. Si no, su cara aparecerá por todas partes.
—Gracias —dijo—. Lo tendré en cuenta.
Cuando lo dejé, lo vi apartarse del camino y perderse en las sombras. Me dirigí a Porter, que estaba de pie junto al automóvil, hablando por radio con el estudio fotográfico.
—He tomado una foto de ese tipo con quien hablabas —dijo—. He tenido que usar el teleobjetivo, pero creo que saldrá bien. ¿Crees que podré conseguir un primer plano?
—De ninguna manera. Además, podrías descubrirlo ante los de la televisión.
—Está bien —dijo—. Quedémonos hasta que saquen el cadáver. A los jefes siempre les gustan esas imágenes de la bolsa con el cuerpo sobre la camilla. Igual que en Vietnam; los meten en la misma bolsa negra con cremallera. ¿No es maravillosa la tecnología?
—Eres un cínico.
—¿Y quién no?
Aguardamos a la sombra, junto al sendero, observando trabajar a los policías. Al cabo de un rato, salieron con una camilla.
—Allá voy —dijo Porter.
Se produjo un revuelo entre los camarógrafos de la televisión, que corrieron detrás de los hombres del escuadrón de rescate mientras éstos extraían el cuerpo de entre los arbustos y subían la bolsa negra a la ambulancia. Advertí que Porter se había sumado a la gente de la televisión y estaba tomando fotografías a toda velocidad. En cierto momento me miró, sonrió y señaló la bolsa que contenía el cadáver. Avisté al médico forense, que se acercaba atravesando el campo de golf, de modo que salí al sol para hablar con él. El hombre estaba encendiendo una pipa cuando lo abordé.
—¿Qué puede decirme? —le pregunté.
—No sabré demasiado hasta que la abra. Por lo visto la asesinaron con un arma de grueso calibre. Es probable que recibiera un solo impacto, a juzgar por la herida. Según parece, le dispararon a quemarropa, tal vez desde treinta o cuarenta centímetros.
—¿Cómo lo sabe?
—Por el residuo de pólvora alrededor de la herida.
En realidad, sólo podré determinarlo con mayor precisión cuando examine las muestras con un microscopio. Por ahora sólo lo estoy calculando a ojo... Aunque se me da bastante bien.
—¿Algún indicio de abuso sexual?
—No. Es extraño, ¿verdad? Quiero decir que no es ésta la forma en que habitualmente asesinan a las jovencitas.
—¿Qué puede decirme acerca de la manera en que tenía atadas las manos?
—No mucho. Los chicos del laboratorio se han llevado la cuerda.
—¿Está seguro de que fue asesinada aquí? ¿No pudieron arrojarla allí después de matarla?
—Oh, sí, estoy seguro. He encontrado en algunas de las palmeras cercanas un poco de materia que salió despedida con el impacto.
—¿Tiene alguna teoría? ¿Alguna intuición?
El médico se rió.
—El asesino resultará ser un novio celoso o un padrastro maníaco sexual. Pero, en resumidas cuentas, a ustedes les da lo mismo. De cualquier modo es una buena historia, ¿no?
Hice caso omiso de su sarcasmo.
El doctor dio una larga chupada a su pipa y percibí el aroma del tabaco que se mezclaba con el olor del césped cortado.
—¿Tiene idea de quién es ella?
—Pregúnteselo a los detectives —respondió—. ¿Por qué no me llama más tarde, cuando haya terminado la autopsia? Ella será la primera de la lista. Es probable que termine por la tarde, temprano.
—Está bien —dije—, le llamaré entonces.
Vi a Martínez y a su compañero, Wilson, de pie junto a su coche camuflado, rodeados de reporteros de la televisión.
Me acerqué para escuchar.
Martínez parecía exasperado. Aparentemente, alguien se había enterado de que la muchacha tenía las manos atadas: ya no era un secreto. Wilson hablaba con los periodistas.
Era un hombre de cuarenta y tantos años, demasiados para un detective de homicidios. Tenía el cabello abundante y negro salpicado de gris, y el mentón salido en un permanente gesto de desafío. Llevaba un traje azul tradicional con una banderita estadounidense en la solapa y tenía el rostro enrojecido por el sol y por las preguntas. Al acercarme, lo oí decir:
—No insistan, no les daré detalles. Me parece muy patético. Es decir... —Hizo una pausa, mirando a las cámaras—. ¿Qué ha hecho una muchachita como ésta? Los adolescentes tienen el mismo derecho a crecer y envejecer que el resto de nosotros. Odio ver estas cosas: me afectan mucho. —Ahora estaba furioso—. Realmente es una lástima —murmuró—. Y no me da la impresión de que a ustedes les importe mucho...
—Vamos, Phil —intervino Martínez—. Ya es suficiente. Vámonos. —Me miró, enarcando ligeramente las cejas.
Escribí lo que había dicho Wilson, sacudiendo la cabeza. «Es su trabajo —pensé—. Pero también es el nuestro. No hay diferencia.»
—Atraparemos a este sujeto —afirmó Wilson—. Y espero que se pudra en la cárcel. Ojalá no hubieran quitado la silla.
—Vamos, Phil. Ya basta. —Martínez se había sentado al volante y encendido el motor—. Vámonos.
Wilson se volvió hacia él.
—Está bien —dijo, y dirigiéndose de nuevo a las cámaras agregó—: Más tarde habrá un comunicado oficial.
A continuación se dejó caer en el asiento y cerró de un portazo que sonó como el disparo que marca el comienzo de una carrera. Se produjo un repentino frenesí de actividad cuando los camarógrafos comenzaron a guardar su equipo para marcharse. Encontré a Porter esperando en el automóvil. Había encendido el acondicionador de aire.
—Es un día caluroso para un homicidio —comentó—. Oye, quiero parar a tomar una fotografía del desfile antes de regresar, ¿está bien?
—Ningún problema.
El vehículo enfiló la calzada con un chirrido de los neumáticos.
—El glorioso Cuatro de Julio —dijo—. El año pasado fue el Watergate. El anterior, el fin de la guerra. El próximo, será el Bicentenario. Habrá mucha gente disfrazada de George Washington. Travestis, tal vez. —Rió—. Pero ¿a quién le importa? —Hizo una pausa para meditar por un momento—. Supongo que a los niños exploradores. Recuerdo que cuando era un crío participé en el desfile. Me encantó, me hizo sentir que realmente era verano. Tengo que admitirlo.
Pensé en mi tío, con su uniforme. Mi padre tenía una fotografía de él enmarcada en su estudio. En ella, mi tío aparecía joven y fuerte, con su traje azul y rojo, tan imponente y vistoso que parecía mucho más que un simple atuendo. Cuando era pequeño, yo contemplaba ese retrato con una mezcla de temor y fascinación ante aquel uniforme que rezumaba valentía, fuerza y hombría al mismo tiempo. En la fotografía, los colores eran tan vívidos como las emociones. La música del funeral me vino a la mente y, de pronto, advertí que la ventanilla estaba bajada al oír los compases de una banda, los golpes sordos de bombos y de pies que marcaban el paso a pocas manzanas de distancia. Porter estacionó el automóvil.
—Si intentamos acercarnos mucho más, jamás podremos salir —dijo—. Vamos, es a unas tres calles de aquí. Sólo es un pequeño desfile por la calle principal. Más tarde habrá uno más grande, pero me gusta fotografiar a los chicos de la escuela secundaria. Son más espontáneos que cualquier banda universitaria.
Por un instante, pensé en la muchacha del decimotercer hoyo. Probablemente hubiese pasado el día observando el desfile desde la acera. O tal vez hubiese marchado al cabo de un rato, con su cabellera rubia suelta, luciendo su juventud por el medio de la calle.
Seguí a Porter hacia el lugar de donde procedía la música, que cada vez sonaba más alta, y reconocí los compases del
Barras y estrellas.
¿Qué es un desfile sin Sousa?
La multitud no era muy nutrida pero sí estaba muy atenta. Había montones de niños con globos y otros en cochecitos. La banda tocaba una pieza muy popular que apenas resultaba reconocible. Los instrumentos de viento relumbraban al sol, y los chicos marchaban al compás de la música. Porter se encaminó hacia la calle y se perdió entre la gente. Alcancé a verlo, agachándose, volviéndose, corriendo delante de los que desfilaban, tomando fotografías. Mientras la intensidad de la música aumentaba y disminuía, posé la mirada en un grupo de
majorettes
que avanzaban por el centro de la calle, agitando sus bastones plateados, que lanzaban destellos al girar. Las muchachas llevaban puestos uniformes dorados que reflejaban el sol de manera que daba la impresión de que cada una de ellas despedía un resplandor especial. Observé a una de las jóvenes, que marchaba a un lado. Su bastón parecía moverse alrededor de ella por voluntad propia y tenía hipnotizados a los espectadores. En cierto momento, la muchacha retrocedió un paso y lo arrojó al aire. El bastón dio varias vueltas recortado contra el azul del cielo, como si danzara al ritmo de la marcha, antes de iniciar su caída. La joven calculó el tiempo y extendió el brazo para atraparlo. Por un segundo creí que lo tenía bien sujeto, pero su mano debió de insuflarle entonces la misma vida que al lanzarlo hacia arriba, porque el palo se le escapó y cayó al suelo. La chica se detuvo por un instante para agacharse a recogerlo. Al cabo de un segundo, lo sostenía de nuevo en la mano y había reanudado su baile, pero ahora se notaba que estaba conteniendo las lágrimas. Después dobló una esquina y desapareció de mi vista.
Volví a pensar en la joven del decimotercer hoyo. A esa edad, se tenía una percepción distinta de las cosas. La caída de un bastón provocaba el llanto. ¿Qué otra cosa? Una cita cancelada, una palabra hiriente, un examen suspendido. No había tiempo para preocuparse por la muerte ni lágrimas para los que morían.
Seguí escuchando el sonido rítmico de los bombos hasta que Porter me tocó el hombro.
—Regreso a la realidad —dijo.
Regresamos a la redacción por la tarde. Porter se alejó hacia el cuarto de revelado y yo me dirigí lentamente a mi escritorio. Nolan estaba sentado ante el suyo. Cuando me vio, se levantó y se acercó a mí, bailoteando, con una amplia sonrisa.
—Has dado en el clavo —dijo.
—¿Qué?
—Parece que en Gables recibieron anoche al menos media docena de llamada de un tal Jerry Hooks y su esposa. Es un ejecutivo de Eastern Airlines; tiene un puesto muy importante y una casa enorme en la zona suroeste, ya en el municipio de Gables. También tiene una hija de dieciséis años llamada Amy. Anoche ella fue a una fiesta con unos amigos y no volvió a casa. Bingo.
—¿Estás seguro de que es ella?
—Mi teniente de la policía lo confirmó antes de que tú llegaras. Ya ha enviado a los dos detectives a la casa. Te sugiero que los sigas.
Recuerdo que pensé que ésa era la peor parte de cubrir un suceso criminal y, en especial, un asesinato. Ver el cuerpo mutilado no era nada: sólo un momento de observación impersonal para absorber detalles. Sin embargo, visitar a la familia de la víctima era algo muy distinto. Nunca sabía qué esperar. En el pasado, los deudos me habían amenazado y abrazado, habían llorado en mi hombro y me habían gritado. «Es tan fácil estar con los muertos —me dije—, y tan difícil tratar con los vivos...» Volví a buscar a Porter, que acababa de iniciar el proceso de revelado, y de nuevo cruzamos la ciudad, esta vez en dirección al hogar de la familia afligida.
Cuando llegamos, Martínez y Wilson esperaban frente a la puerta. Martínez llevaba gafas de espejo, de modo que si uno lo miraba a los ojos sólo se veía a sí mismo. Wilson se enjugaba la frente con un pañuelo blanco. De alguna manera, la tela parecía retener el calor y brillaba en su mano.
—Bienvenidos a la realidad, muchachos —dijo Porter. Atravesamos el jardín. Wilson fue el primero en hablar.
—Sí que sois rápidos, vosotros. No podíais esperar, ¿verdad?
Lo miré por un momento y luego me dirigí a Martínez.
—¿Cuál es la situación ahí dentro?
Sus ojos se clavaron en mí detrás de las gafas de sol.
—Están aturdidos por la noticia. He tenido que decirles que uno de ellos deberá ir a la morgue a identificar el cuerpo. Ahora estamos esperando al padre.