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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policíaco, intriga

Al calor del verano (7 page)

—Bien —respondió Martínez—, esta mañana tendremos el informe de la autopsia, y los de balística dicen que pronto presentarán un dictamen preliminar. Además de eso, lo único que tenemos planeado es una pesquisa entre el vecindario. Trabajo de rutina, para averiguar si alguien la vio subir a un automóvil o vio algún sospechoso por la zona. Hablaremos con algunos de los amigos de la chica. Será una tarea monótona, nada emocionante como lo que esperan vuestros lectores.

—¿Cuánto tiempo os llevará?

—Tal vez todo el día. Habrá mucha presión sobre Wilson y sobre mí para que atrapemos a ese tipo, pero dudo que lo consigamos. Por supuesto, te pido que no publiques esto. Tenemos algunas teorías, principalmente la de que el sujeto está loco. No quiero hablar demasiado de eso.

—Está bien —dije—. Es temprano para mí. Volveré a llamarte esta tarde, ¿de acuerdo?

—Está bien. El forense dará a conocer los resultados de la autopsia. No creo que haya nada en ella que deba ser confidencial. De todos modos, él nos lo dirá.

Colgué el teléfono y revisé las notas que había tomado de la conversación. «Un loco —pensé—. Tal vez podamos hacer un artículo sobre eso.»

Recogí la pila de papeles y me dirigí a la oficina de Nolan. Lo encontré hablando por teléfono con otro periodista, el enviado a los tribunales, discutiendo la cobertura de un juicio. Minutos más tarde, se volvió hacia mí.

—Ese cabrón no cree que ese juicio por asesinato valga la pena. Lo más irritante es que tiene razón, porque sabe mucho más al respecto que yo. Bien, hiciste un buen trabajo ayer, pero no nos durmamos en los laureles. Como dicen por allí, ¿qué has hecho hoy por mí?

Sonreí.

—Hoy tendremos los informes de la autopsia y de balística. Martínez dice que saldrán a interrogar a los vecinos. No espera muchos resultados.

—Tal vez nosotros deberíamos hacer lo mismo.

—Hace calor —protesté—. Si mi madre hubiese querido que fuese vendedor ambulante, me habría dado una enciclopedia.

Nolan rió.

—Esta mañana me he tomado unas píldoras de crueldad, junto con mi dosis habitual de sadismo y una inyección de mal humor. Sugiéreme una alternativa mejor, antes de que haga algo desconsiderado como enviarte allí afuera.

—Bueno —dije—, Martínez cree que el asesino puede ser una especie de chiflado. Un maníaco sexual, supongo. Podría entrevistar a algunos de los psiquiatras forenses de los tribunales para ver qué opinan ellos.

—Buena idea, pero creo que aún no tenemos suficiente información para proporcionarles. Podrías llamar a algunos y concertar una cita para mañana o más adelante. Entonces sabremos un poco más y las aguas estarán un poco más tranquilas. Luego dirígete al barrio de la chica y llama a algunas puertas. Observa la reacción de la gente. Fíjate en si están comprando perros de defensa, detalles por el estilo.

—El miedo cunde —dije.

Nolan soltó una risotada.

—Así es. El miedo cunde en un barrio tranquilo a raíz del asesinato de la muchacha. Admito que es un tópico periodístico, pero sigue siendo buen material para un artículo, por más que se escriba al respecto. Además, así mantendremos la historia en primera plana un día más. Llévate a un fotógrafo.

Esperé fuera a que Porter trajese el automóvil. El edificio del
Journal
estaba justo enfrente de la bahía. Permanecí allí de pie, dejándome acariciar por la cálida brisa que agitaba ligeramente las aguas. El azul pálido del mar prácticamente se confundía con el del cielo, y por un momento me sentí suspendido entre ambos. Noté que el calor me envolvía como una capa de niebla. Oí la bocina de un automóvil, me volví y vi al fotógrafo.

—Aquí estamos, de nuevo en la brecha —dijo. Con un gruñido, me acomodé en el asiento, con la frente ya empapada en sudor.

Pasamos delante de la casa de la muchacha asesinada. Las cortinas de las ventanas estaban corridas, y la puerta cerrada. No percibí la menor señal de actividad, pero me percaté de que había varios vehículos en el camino particular. «Amigos —pensé—, tal vez los hermanos de la chica, todos reunidos por la muerte.»

Aparcamos en esa calle. Avisté a dos muchachitas que caminaban por la acera y me acerqué a ellas, seguido por Porter.

—¿Es usted un periodista de verdad? —preguntó una de ellas.

Yo sonreí y le enseñé mi identificación. La muchacha clavó la mirada en ella y luego en mí.

—No es una buena foto —señaló.

Su amiga se inclinó y observó la fotografía sin decir palabra.

—¿Conocíais a la víctima? —pregunté.

—Oh, claro que sí —respondió la primera muchacha, mientras su amiga asentía con la cabeza—. Todo el vecindario la conocía. Era muy popular.

—¿Erais compañeras de clase?

—No, ella iba un curso por delante —intervino finalmente la segunda joven—. Pero siempre la veíamos.

—Y vosotras ¿no tenéis miedo? Es decir, estáis paseando por aquí como si nada hubiese ocurrido. ¿Qué pensáis?

Las dos se miraron. Parecían mellizas con sus tejanos recortados y sus camisetas. Ambas lucían melenas que les llegaban hasta los hombros y parecían incapaces de hablar sin mover las manos, fruncir los labios o sonreír para recalcar sus palabras.

—Mi padre me ha prohibido que salga de noche hasta que atrapen al asesino —dijo la primera.

—¿Y tú? —pregunté a la segunda.

—Mi madre me ha largado un sermón —contestó—. No me deja ir a ninguna parte, ni siquiera al club de natación a menos que me acompañe alguna amiga. Además, tengo que decirles adónde iré por la noche. De todos modos, no creo que me dejen salir.

—¿Cuándo han hablado con vosotras?

—Esta mañana, en cuanto han leído la noticia en los periódicos. Pero nos enteramos anoche. Todo el mundo hablaba de ello, en todas partes. Aún no puedo creerlo —comentó la primera muchacha.

Su amiga prosiguió.

—Jamás había pensado que pudiera pasar algo así. Me pregunto quién la reemplazará como
majorette
.

«Estupendo —pensé—. La mente adolescente en acción.»

—¿Creéis que todos están asustados? —inquirí.

—Oh, sí —respondieron ambas al unísono.

—Todos los adultos —añadió la segunda.

—¿Y vosotros no?

—Bueno —titubeó—, tal vez un poco, aunque así, de día, es más difícil tener miedo. Quizás esta noche esté más asustada.

Mientras hablaban, yo anotaba sus palabras y algunos detalles de su expresión. Advertí que algunos niños, en su mayoría de entre nueve y catorce años, se habían acercado, movidos por la curiosidad. Era la cámara lo que les llamaba la atención; es un elemento de nuestro trabajo que siempre ejerce cierta fascinación sobre la gente.

Les indiqué con señas a algunos de ellos que se acercaran, y al cabo de un momento estaba rodeado por unos diez niños del vecindario. Comencé a formular mis preguntas mientras Porter se movía alrededor tomándoles fotografías.

—Yo tengo miedo —dijo un niño—. No quiero que a mí me pase lo mismo.

—Pues yo le daría una patada al asesino donde más duele —aseveró una adolescente que debía de aproximarse a la mayoría de edad. Su respuesta provocó un murmullo de risas nerviosas en el grupo.

—No creo que el asesino vuelva —dijo un pequeño de unos nueve años, visiblemente preocupado por la situación—. Nunca vuelven a la escena del crimen. Lo he leído en un libro.

Entretanto, yo apuntaba lo que decían, junto con sus nombres y direcciones. Mi libreta se estaba llenando de garabatos, jeroglíficos que sólo yo podía interpretar. Manifestaban sus opiniones con presteza y entusiasmo; quizá fuese la primera vez que alguien se las pedía. Pensé en lo incongruente del tiempo y el lugar: en pleno día, con el reportero y el fotógrafo, la experiencia constituía una novedad para ellos. Sin embargo, esa noche, solos en su habitación, la mayoría de ellos permanecería insomne por el temor. «La imaginación de un niño —me dije—. Notable.»

De pronto, se quedaron callados. Al levantar la vista vi a una mujer a unos metros de allí, en medio de su patio delantero. Todos los ojos se volvieron hacia ella.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Anderson, del
Journal
—me presenté—. Sólo estaba haciéndoles algunas preguntas a los niños.

—Joey —llamó la mujer—, ven aquí.

El niño de nueve años, el que aseguraba tener miedo, se apartó del grupo.

—Ve a jugar dentro.

El niño atravesó el jardín hacia la casa.

—Espero que sepa usted lo que hace —me dijo la mujer.

—¿Cómo dice?

—Tal vez esté asustando mucho a estos niños.

Fue entonces cuando percibí por primera vez la ansiedad en su voz.

—Creo que no la comprendo, señora —le dije, acercándome.

—Es por este asesinato —explicó—; al venir aquí, les meterá más miedo a todos. Oh, Dios mío, ¿piensa publicar sus nombres?

—Tal vez sólo su nombre de pila, señora —mentí—. Nadie podrá identificarlos a partir de eso.

La mujer sacudía la cabeza, como intentando desechar algún pensamiento terrible.

—No puedo creer lo que ha ocurrido. Para su información, no somos fenómenos de feria. ¿Con qué derecho viene usted a fisgonear por aquí?

—Cálmese, por favor.

—¿Cómo quiere que me calme? —Levantó la voz, alterada por el miedo—. ¿Cómo puede alguien calmarse después de lo que ha sucedido? Anoche, después de enterarme, apenas pegué ojo. Y los periódicos, esta mañana... Estoy convencida de que hay un loco suelto, un demente. No quiero que regrese por aquí. —Entonces se volvió hacia su casa y gritó—: ¡Joey! ¡Te he dicho que te quedaras dentro!

Yo seguía ocupado garabateando en mi libreta.

—Lo siento —dijo de pronto la mujer, un poco más serena—. Todos por aquí estamos muy preocupados por lo de la chica Hooks. Algunos padres han llamado por teléfono esta mañana, tratando de organizar grupos para patrullar las calles. Todo ha quedado en nada, pero la gente sigue inquieta. Yo también lo estoy.

Entonces, la mujer hizo una pausa. Nuestras miradas se encontraron. Parecía estar buscando palabras para expresar lo que sentía.

—Es probable que éste sea un caso en un millón —dije—, ¿no le parece?

—Bueno —murmuró—, supongo que tal vez tiene razón. Mi esposo opina lo mismo. Pero no puedo evitar la sensación de que todos estamos... no lo sé, expuestos al peligro; que somos vulnerables. Por eso tengo miedo. Es como una invasión de enemigos invisibles. Uno sabe que están allí fuera, pero no puede combatirlos porque no los ve, y es eso lo que me asusta tanto. Sé que no debería gritarle a Joey, porque él ya tiene bastante miedo y no le hace ningún bien vernos a mí y a su padre tan nerviosos, pero ¿cómo se puede luchar contra los sentimientos? Además, ¿por qué habría de hacerlo? Prefiero mantenerlo a salvo dentro de la casa, al menos hasta que pase toda esta locura. Quiero decir: estamos en los suburbios. Aquí no estamos acostumbrados a ese tipo de crímenes urbanos. Se cometen robos y atracos, pero nada como esto... —Se interrumpió. Luego, se le ocurrió una pregunta—: Dígame usted que es profesional. Apuesto a que ha seguido casos parecidos. ¿Qué ocurrirá? ¿Cuándo atrapará la policía a ese tipo?

Reflexioné por un instante, dudando entre tranquilizar a la mujer o alarmada aún más. Debía calibrar cuál de las dos respuestas posibles daría más juego para el artículo que iba a escribir.

—Creo que hacen bien en preocuparse —respondí al fin—. Pero nadie puede predecir lo que hará un criminal de esta clase. De nada sirve hacer conjeturas.

A la mujer se le demudó el rostro.

—Cree que puede regresar...

Era una pregunta a medias. Se le había entrecortado la voz a causa del miedo, una emoción que yo no alcanzaba a comprender, que tenía algo de resignación. Me encogí de hombros.

—Supongo que ya nadie está a salvo.

—Oh, Dios mío —exclamó—, es terrible, terrible.

Asentí. El viento cálido me soplaba en la espalda, haciendo que la camisa se me adhiriera a la piel.

—Oh, Dios —musitó la mujer—. ¿Qué nos espera?

Más tarde, en el coche, Porter comentó:

—La mujer ha estado perfecta, ¿no crees? La mezcla exacta de patetismo y miedo, de sensatez e irracionalidad. No sabía qué era más razonable: si dejarse llevar por el pánico o conservar la calma.

—Cierto —dije.

Durante el viaje, hablamos de ella; éramos dos hombres jóvenes que se distanciaban fácilmente de lo que veían. El interior del vehículo estaba bien aislado; el acondicionador de aire y el sonido de la radio encendida nos resguardaban del calor y el ruido de la calle.

De regreso en la oficina, me senté ante mi escritorio y marqué el número de Homicidios. Un momento después, Martínez contestó: Oí que se conectaba otra extensión y supuse que Wilson se había unido a la conversación.

—Bien —dije—, cuéntame. ¿Qué hay de la autopsia?

—He llamado al forense —respondió el detective—. Es extraño. Pero algo puedo decirte: la mataron de un solo disparo de una automática calibre 45 y no hay señales de abuso sexual, tal como esperábamos.

—Entonces, ¿qué tiene de raro?

Martínez titubeó.

—Bueno, demonios, no veo por qué no has de saberlo. El médico dice que la mataron en la madrugada, alrededor de las cuatro y media o las cinco de la mañana. Al parecer eso indica la pérdida de temperatura del cuerpo. Interesante.

—¿Por qué es importante eso? —pregunté.

—Porque la raptaron hacia las diez de la noche —terció Wilson con impaciencia—. ¿Dónde estuvo durante todo ese tiempo? ¿Por qué no hubo agresión sexual? ¿O acaso fue un secuestro frustrado? En algún sitio tiene que haber pasado todas esas horas, y será muy difícil averiguarlo.

—¿Dónde la mataron?

—Ya lo sabes —dijo Martínez—. Exactamente donde la encontraron. Ese dato figuraba en tu artículo.

—Demonios —farfulló Wilson—, deberías leer lo que escribes.

Lo había olvidado. A veces formulaba preguntas cuya respuesta ya conocía a fin de ganar tiempo para pensar otras preguntas. Ésta no era una de esas ocasiones.

—¿Y qué me decís del arma? Yo creía que, a esa distancia, una 45 le volaría la cabeza.

—La bala entró oblicuamente —contestó Martínez.

—Te diré algo —volvió a intervenir Wilson—. Ese cabrón realmente sabe de armas. Eso se nota.

—¿Es probable que sea un profesional? ¿Que se trate de un secuestro? —inquirí.

—Digamos que de momento no hemos descartado ninguna posibilidad. —Hubo un momento de silencio—. Oye —prosiguió Martínez—, intentamos colaborar con vosotros y esperamos un poco de cooperación a cambio. Dejo a tu criterio lo que conviene o no divulgar de todo esto. Pero te aseguro que no dejaremos piedra sin mover. Tenemos buzos buscando la pistola en el estanque del campo de golf y en todas las vías fluviales cercanas. El problema es que aún no estamos seguros del tipo de crimen al que nos enfrentamos. Pero lo descubriremos, te lo prometo. Siempre sucede. Es probable que eso no nos lleve a ninguna parte, pero algo sucederá.

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