»Cuando nos detuvimos, en un lugar solitario, no lejos del agua para que percibir el olor del mar le sirviese de consuelo, me preguntó por qué estaba haciendo eso, y le contesté que sólo era el primer acto de un espectáculo más prolongado. Le costaba entenderme: supongo que yo siempre hablaba en términos abstractos y el pánico no le facilitaba precisamente su comprensión. Con todo, insistía, hacía preguntas y me pedía que definiese mis condiciones. ¡Dios mío, qué hermosa estaba, recostada contra el costado del coche, con el rostro inclinado hacia el sonido de mi voz, tratando de oír, tratando de sentir el mar!
»Entonces me invadió una profunda sensación de paz y, con ella, vinieron las lágrimas. Me pregunté si todas las víctimas serían tan serenas, tan tranquilas. Rompí a llorar, y ella también; creo que intentaba consolarme un poco. Le hablé de la guerra y entonces me contó el caso de su hermano, que estuvo allí más o menos al mismo tiempo que yo. Charlamos sobre los problemas de la adolescencia y nos reímos mucho al respecto, porque ella comentó que, por buenos que sean tus padres, siempre te sermonean, y yo estuve de acuerdo. Era una jovencita estupenda. Por un momento, contemplé la posibilidad de abandonar.
Otra vez quedó callado, como si estuviese evocando de nuevo los recuerdos de aquella noche. Mientras él hablaba, yo me había puesto a pensar en todos los sitios del condado, sitios oscuros cerca del mar, adonde él podría haber llevado a la chica. Había miles.
—¿Sabes? —continuó—. Los mismos sentimientos que me empujaban a suspender el plan fueron los que me revelaron que ella era la víctima perfecta. Tuve que desechar la idea de dejarla con vida. Recuerdo que caminé hasta la orilla y metí la mano en el agua. Estaba tibia, como un baño de medianoche. Oía las olas que chapaleaban en la bahía y rompían suavemente en la costa. Las luces de la ciudad y las del cielo, las estrellas y la luna, se reflejaban en la superficie. Regresé, me senté frente a ella y la observé en la penumbra. Creo que ella no me veía. Forcejeaba un poco, intentando desatarse.
»Esperé casi hasta el amanecer. En Vietnam ésa era siempre la hora en que todos estaban más asustados. Éramos gente diurna. La luz nos infundía cierta seguridad, del todo injustificada, supongo, pero siempre estábamos ansiosos por que llegase la mañana. Los australianos (tenían tropas allí, ¿lo sabía?) siempre se ponían en movimiento antes del amanecer. Todo el mundo se levantaba, preparaba las armas y registraba el perímetro. Y nunca los pillaron desprevenidos.
Titubeó mientras hacía memoria.
—En los últimos momentos de oscuridad nos desplazamos hasta el campo de golf. Creo que esto la confundió un poco, porque no paraba de preguntar qué hacíamos allí. Me pareció que otra vez tenía miedo de que la violara, así que la tranquilicé. Cuando llegamos a los arbustos, donde hallaron el cadáver, le indiqué que se arrodillara de cara al este. Entonces le dije que quería que observara la salida del sol, que sería como una explosión de luz. Una vez que se puso en posición, le apunté con la 45 con el cañón ligeramente inclinado hacia arriba para preservar la expresión de su rostro. Le dije: «Mira, está saliendo el sol», y cuando ella se inclinó hacia delante para ver mejor, disparé.
»Ella no sintió el menor dolor, de eso estoy seguro y en sus últimos momentos no estaba asustada.
»Tal vez incluso me habría perdonado, si lo hubiera sabido. —Hubo otro instante de silencio—. Cuando leí su artículo, acerca de la familia y de quién era ella, comprendí que había tenido una suerte extraordinaria: había hecho una elección perfecta al escoger a mi primera víctima.
—¿Cómo fue...? —comencé a preguntarle.
—Muy fácil —dijo—. Ella estaba caminando y yo detuve el coche con el pretexto de pedirle indicaciones para llegar a cierto lugar. Fue fácil obligarla a subir al automóvil y atarla.
Mi mente quedó en blanco. Las palabras y las imágenes que se habían agolpado en ella mientras el asesino hablaba se borraron de golpe cuando el silencio se apoderó de la línea telefónica. Finalmente, después de algunos segundos, dije:
—Aún no entiendo...
—A cualquiera le costaría. —Volvió a reflexionar por unos instantes—. Cuando yo estaba en el extranjero hubo una ocasión... una ocasión en que sufrí suspensión súbita de la razón. Una ocasión en que participé en un acto de salvajismo. Aún no puedo describirlo. Pero durante años ese episodio ha estado allí, pudriéndose en mi mente, como un cáncer. Ninguna de las emociones comunes, la culpa, la ansiedad, el dolor y demás, me ayudaron a conjurar esas imágenes. Me atormentaron como mis pesadillas de niño, incluso más, porque éstas eran reales y dominaban mis horas de vigilia.
»Y luego, esta primavera, esa estación tan sensual, vi en la televisión que todo se venía abajo allí. Las imágenes no mostraban más que a hombres y mujeres aterrorizados que pataleaban y se aferraban a los patines metálicos de los helicópteros con la esperanza de que los transportasen a algún lugar seguro. Vi que abandonaban el país. Entonces pensé en todos los horrores. Vi en las pantallas los rostros desencajados por el miedo.
»Nadie lo sabe, pensé. Nadie comprende lo que ocurre, en realidad. Para ellos es sólo una noticia del telediario, un titular de un periódico, una fotografía gris y granulosa.
»Entonces decidí compartir mi horror con todas aquellas personas complacientes, con aquellos que me enviaron ahí en vano.
»Ése es el propósito de todo esto. —Se rió—. Suficiente. Me pondré en contacto con usted después del Número Dos.
—Espere... —dije. Pero había colgado.
Dejé el auricular en su sitio y apagué la grabadora. La mayoría de los presentes me observaban fijamente. Me recosté en la silla: en mi cabeza se arremolinaban confusamente las palabras del asesino.
Nolan miró la cinta y señaló una sala de conferencias que había al fondo de la redacción. Nadie abrió la boca mientras nos dirigíamos a la sala vacía. Por un instante, divisé el paisaje que se dominaba desde las ventanas de la redacción. El sol bañaba la ciudad en un calor tropical; la luz se reflejaba en los edificios céntricos pintados de blanco, cegadora, como un cúmulo de explosiones pequeñas. A mi espalda oí que se reanudaba la actividad de la oficina: voces, teléfonos sonando, máquinas de escribir.
Me esforzaba por controlar mis emociones. Mientras Nolan escuchaba la grabación, yo me paseaba por la pequeña oficina, redactando mentalmente la crónica del día siguiente. Nolan, con la barbilla apoyada en el pecho, absorto, se sumergía en las palabras, dejando que la voz del asesino se fijara en su memoria. Ocasionalmente, tomaba un lápiz y hacía una anotación en una libreta que tenía frente a sí. Yo apenas oía las palabras, debido a mi creciente entusiasmo. Comenzaba a impacientarme, esperando a que Nolan respondiera. Poco antes de que la cinta llegase al final, sonó el chasquido que indicaba el fin de la llamada, seguido del tono continuo de la línea.
—Esto —murmuró Nolan, irguiéndose en su silla— es algo extraordinario.
Se desperezó, enlazó las manos detrás de la cabeza y se reclinó hacia atrás, haciendo equilibrios sobre las patas traseras de la silla. Espiró lentamente, y el sonido de su exhalación llenó la pequeña oficina. Encendió un cigarrillo y soltó una bocanada de humo, siguiendo con la mirada las volutas que se formaban.
—No es una decisión fácil —dijo.
Yo estallé.
—¡Decisión! ¿Qué decisión? ¡Diablos! Tenemos que publicar esta historia. ¿No has oído todo lo que ha dicho ese tipo? ¡Joder, qué historia! La ciudad entera se conmoverá cuando lea sus declaraciones.
—Ése es el problema —dijo Nolan.
—Dios, ¿pretendes ocultarlo?
—No te he dicho que vayamos a ocultarlo —repuso con un deje de irritación—. Pero trata de dominar tu entusiasmo por un momento.
—Yo... —Pero me interrumpí.
Guardamos silencio un instante. Observé el humo de su cigarrillo que ascendía hasta el techo. Luego tomé aliento, intentando disimular la exaltación.
—Yo opino que deberíamos publicar la historia.
—La publicaremos —aseveró Nolan—. Ésa no es la cuestión, sino cómo.
—Nolan —le dije—, no es más que una buena historia.
—Es verdad. Una buena historia... que cambiará las cosas. —Hizo otra pausa para meditar. Finalmente, sacudió la cabeza—. Bueno, pues adelante. Ojalá fuese tan sencillo como tú pareces creer.
Antes de que yo pudiera responder, sonó el teléfono en la oficina. Me sobresalté, pero Nolan levantó el auricular y se lo acercó al oído. Escuchó por un momento y luego se volvió hacia mí.
—Tus amigos Martínez y Wilson están aquí. Vienen con como-se-llame, el detective jefe. —Luego dijo al teléfono—: Entreténgalos. Dígales que estamos reunidos y que tardaremos unos diez o quince minutos. Deles café, invítelos a ponerse cómodos. Asegúreles que iremos, pero avíseles que tendrán que esperar un poco. Sean amables.
Entonces dirigió la vista hacia mí una vez más.
—Las cosas comienzan a moverse con rapidez. Llevaré la cinta para que la escuchen los superiores. Tú empieza a trabajar en el borrador de un artículo. Utiliza las notas que tomaste en la primera conversación. Le pediré a una secretaria que transcriba la grabación para que no haya discusión. Presiento que al final tendremos que desistir.
Ya había terminado de poner por escrito la primera conversación cuando vi a los dos detectives y a otro hombre corpulento acercarse desde e! fondo de la redacción. Martínez me saludó con un gesto de la mano; era el tercero de la fila. Entraron en e! despacho del jefe de redacción. Instantes después, un asistente me llamó para indicarme que me reuniera con ellos.
El jefe de redacción y Nolan me recibieron fuera del despacho. Vi a los dos detectives incómodamente sentados en e! gran sofá de cuero.
—Vamos —dijo Nolan.
Seguimos al jefe hasta una habitación contigua. Cerró la puerta. Era un hombre bajo, con una espesa cabellera gris que llevaba severamente apartada de la frente. Tenía las gafas apoyadas en la punta de la nariz y, cuando se entusiasmaba, miraba por encima de ellas, como para ver las cosas desde una perspectiva totalmente distinta. Entre los periodistas, tenía reputación de un hombre exigente con los artículos pero indulgente con e! personal. Era habitual que se acercara a felicitar a los periodistas por su trabajo; eran momentos breves y casi embarazosos que sin embargo significaban mucho para los empleados.
Posó en mí los ojos y me sonrió.
—Si se me permite emplear una frase hecha —dijo—, parece que estamos entre la espada y la pared.
Nolan rió y yo le devolví la sonrisa.
—Muy bien —prosiguió e! jefe—, un par de preguntas rápidas. ¿En algún momento le ha prometido usted al asesino que protegería su identidad, que no hablaría con la policía, que su conversación con él era algo extraoficial o confidencial?
—No —respondí.
El jefe pareció aliviado.
—Eso habría sido un obstáculo. ¿Y le ha prometido que escribiría su historia o que lo citaría de alguna manera especial?
—No. Apenas me ha dejado decir palabra. Me ha dado la sensación de que él presuponía que no pasaríamos por alto que nos estaba concediendo una exclusiva.
—Bueno —contestó, sonriendo, e! jefe de redacción—, pues estaba en lo cierto.
—¿Tienes algún inconveniente en trabajar con la policía? —preguntó Nolan.
Lo miré.
—Sí —respondí—. Pero depende de! alcance del trabajo.
Nolan asintió.
—Yo también —agregó.
El jefe de redacción negó con la cabeza.
—Necesitamos más tiempo para tomar algunas decisiones. Pero hay una que tomaré ahora mismo. Les entregaremos una copia de la cinta con la condición de que nos garanticen que no caerá en manos de la competencia. En cuanto a nosotros, publicaremos la historia. —Se volvió hacia mí—. Necesitamos a esos policías, ¿de acuerdo?
—Son ellos quienes llevan la voz cantante en este asunto —observé—. Si es verdad que el asesino planea matar a más gente, podrían dejamos fuera de juego.
—Correcto —dijo—. Eso es lo que yo pensaba. Muy bien. —Batió palmas como un maestro de primaria, en señal de entusiasmo—. Negociaremos un poco. No abran la boca sin consultarme primero.
Saludé a ambos policías con un movimiento de cabeza y estreché la mano del jefe. Tras un momento de tenso silencio, el jefe de redacción les preguntó qué era exactamente lo que deseaban.
—Queremos tomar declaración a este empleado suyo —señaló el detective jefe— y echar un vistazo a todas sus notas. Queremos su cooperación. Después de todo, estamos investigando un asesinato y no veo la necesidad de solicitar una orden judicial.
El jefe de redacción se desperezó e hizo un gesto de asentimiento.
—Yo tampoco veo esa necesidad, pero no podemos entregarles las notas. Antes de que se enfaden, déjenme decirles algo. Hemos grabado una segunda conversación con el asesino. Les facilitaremos una copia de esa cinta para que avancen en su investigación, pero sólo si aceptan ciertas condiciones.
—¿Qué condiciones?
—Queremos los derechos exclusivos de difusión —respondió el jefe de redacción—. Que ustedes no filtren esa información a otros periódicos ni a la televisión. Además, queremos ser los primeros en enterarnos de los sucesos relacionados en el caso. Después de todo, el asesino podría volver a llamar.
El policía guardó silencio por un momento.
—Creo que puedo aceptar eso —decidió al fin.
—Bien —dijo el jefe de redacción, poniéndose en pie.
—Después de todo, somos miembros de la misma comunidad.
—Es verdad —convino el jefe.
—También lo es el asesino —señaló Martínez.
Mientras regresaba a mi escritorio, Wilson me abordó. Me sujetó el hombro con una mano y yo la miré fijamente hasta que la retiró.
—Escucha —susurró—, sigue siendo importante para nosotros conocer más detalles de la primera conversación. Ésta es una calle de doble dirección, ¿sabes?
—Está bien —accedí—. Te llamaré cuando haya escrito lo que recuerdo.
No me esforcé demasiado. El hecho de revelar información, la información que yo había conseguido, me perturbaba, me resultaba extraño. En eso estriba la hipocresía inherente a la profesión periodística: en que recogemos pero no damos.
Al poco rato, una de las secretarias se acercó a mi escritorio con una transcripción a máquina de la cinta. Repasé las palabras escritas, intentando recordar el tono con que el asesino las había pronunciado. Una vez más, me puse a imaginar las circunstancias de la llamada: la habitación, el teléfono, tal vez la pistola sobre la mesa, frente a él.