»En su primera noche en casa, despertó gritando que no podía respirar, como si algún peso le aplastara los pulmones. Se echó a temblar descontroladamente a pesar del calor que hacía en la habitación y de las mantas sobre la cama. Lo aterrorizaba cerrar los ojos, porque temía no poder volver a abrirlos. Pocos días después, mientras disfrutaba una comida con su madre, su padre y algunos invitados, cerró los párpados con fuerza durante un minuto, tal vez dos, y cuando los abrió había perdido la vista. Estaba ciego. Poco después, me lo enviaron a Vacaville.
»El diagnóstico oficial fue reacción histérica. Una sencilla conversión de la experiencia que había vivido: la ceguera equivale a la muerte. Así pues, la atrajo sobre sí para compensar el haber sido el único superviviente de su compañía.
»Hablamos. Trabajamos. Él no ocultaba los hechos, incluso logré convencerlo del origen psiquiátrico de su pérdida de visión, pero no la recuperó. Entonces me pregunté qué castigo más severo estaría infligiéndose.
»Le concedieron la licencia. Llegó a su apartamento en Nueva York, besó a su madre, estrechó la mano de su padre, anunció que quería cambiarse (palabras proféticas, ¿verdad?) y se dirigió a su dormitorio. Dejó el bastón, sacó un revólver que guardaba desde hacía años y se pegó un tiro. Exactamente en el mismo punto donde se había aplicado la sangre de sus compañeros.
El psiquiatra me miró. Fuera, el sol se reflejaba en la superficie de la bahía y una bandada de gaviotas volaba sobre las aguas.
—Por eso —prosiguió el doctor—, no subestime la fuerza de un trauma inducido por la batalla combinado con una enfermedad mental más primaria.
—¿Pronóstico?
—Muy malo. Malo para las víctimas, malo para el asesino. Y otra cosa...
—¿Qué?
—No podrán atraparlo.
—¿De qué habla?
—Los asesinos de esa clase son los más difíciles de capturar. La policía siempre tiene muchos problemas para echar el guante a los asesinos psicópatas. Recuerda a Jack el Destripador: jamás lo atraparon. Verá, ellos eluden los métodos habituales de detección debido a la irracionalidad esencial de sus actos. Sus motivos se hallan dentro de su mente, no en la codicia ni la furia, ni en ninguna de las emociones habituales con las que los policías están familiarizados y que suelen ser motivo de homicidio.
Fijé la mirada en el psiquiatra. Él se volvió hacia la bahía.
—A menos que el asesino cometa un error como los que cometería un criminal común, será casi imposible capturarlo. Existe la posibilidad de que alguien lo reconozca, o que la policía identifique y localice su arma. Eso podría conducir a su detención. Pero no cuente con ello.
»Verá, una de las paradojas esenciales que envuelven a este tipo de asesino es que, si bien experimenta satisfacción al burlar a la policía y desafiar a la comunidad a que lo encuentre (ése es el impulso subyacente a la llamada telefónica), inconscientemente desea ser detenido. Sin embargo, su mente consciente no pasa por alto el menor detalle. Pensará detenidamente en todas las precauciones que debe adoptar para evitar la captura. Dígame, ¿cómo puede la policía manejar un caso así?
—No lo sé —contesté—. ¿Cree que cometerá algún desliz por teléfono?
—Tal vez. Tal vez no.
Sonó un timbre bajo el escritorio del psiquiatra. Se inclinó, accionó un interruptor y me miró de nuevo.
—Un paciente —me informó.
Recogí la grabadora. Él me acompañó hasta la puerta.
—¿Sabe? —dijo—, espero equivocarme. Y no dé por sentado que todo lo que le he dicho sea la verdad absoluta. Estamos hablando de un individuo gravemente desequilibrado: es capaz de casi cualquier cosa. Quizás esto le parezca terrible, pero no hay que descartar la posibilidad del suicidio. Una persona que dice lo que hemos oído siente un odio profundo hacia sí mismo. De sus palabras se desprende que se considera lo peor del mundo. Tendremos que esperar.
—Gracias por su ayuda.
—Ha sido un placer —respondió.
Mientras cerraba la puerta, eché una última ojeada por la ventana al azul de la bahía.
Más tarde, comencé a redactar el artículo sobre la reacción del público. Otros periodistas dejaban notas sobre mi escritorio: en general, declaraciones mecanografiadas de funcionarios o gente de la calle. Muchas de ellas reflejaban escepticismo, una actitud retadora. Era como si la gente quisiera obligar al asesino a cumplir con su palabra o a callar: una especie de desafío macabro. Intercalé las opiniones del psiquiatra con las impresiones de las demás personas.
«Ese chalado no me asusta...» Un adolescente, junto a un campo de juegos.
«Yo creo que sólo es un tipo que quiere llamar la atención. Dudo mucho que cumpla su amenaza...» Un hombre de negocios, en la calle.
«Confío en que la policía lo pillará pronto...» Una ama de casa de los suburbios.
«Todos los agentes han recibido instrucciones de estar atentos a comportamientos extraños. Se han anulado todos los permisos innecesarios. Se enviarán coches patrulla de refuerzo a zonas de alto riesgo...» Un jefe de policía local.
Intenté imaginar los semblantes que acompañaban a las palabras, las expresiones de furia o de miedo. Me sentía oprimido entre las palabras del asesino y las de la comunidad. Continué escribiendo con rapidez, deteniéndome sólo de vez en cuando para transcribir una cita de las páginas de notas. No levanté la vista hasta que oí gritos procedentes del fondo de la redacción. Al girar en la silla, vi a un muchacho de veintitantos años que intentaba soltarse de las manos de uno de los guardias de seguridad del
Journal.
Los ojos de todos los presentes se volvieron hacia el alboroto y, de pronto, percibí los gritos con la claridad de una imagen bien enfocada. El joven gritaba: «¡Quiero hablar con el tipo que escribió esto. ¡Déjame en paz, maldita sea!» El guardia de seguridad lo tenía agarrado por el brazo, intentando arrastrado hacia la puerta. Yo sabía que era conmigo con quien quería hablar. De reojo, vi que Andrew Porter se había asomado desde el laboratorio fotográfico, atraído por el ruido. Logré llamar su atención con las manos e hice un gesto con ellas como si tomase una fotografía. Él asintió y reapareció un momento después con su cámara. Hizo girar la lente y comenzó a tomar fotos de la manera más discreta posible. Para entonces, el joven ya se había calmado un poco y discutía con el guardia, que aún lo sujetaba por el brazo. Yo atravesé la oficina; ambos hombres me miraron.
—Creo que quieres hablar conmigo —dije, con la mayor suavidad posible.
El muchacho tenía los ojos enrojecidos. Su cabello rubio le caía sobre las orejas, desgreñado. Me contempló por un momento y pareció derrumbarse, como si una cuerda se hubiese roto bruscamente. Dejó caer los brazos a los costados y cesó de forcejear. El guardia, un cubano fornido de espeso bigote, me dirigió una mirada inquisitiva. Yo asentí y él soltó al chico. Sin embargo, se quedó cerca de nosotros, con los músculos tensos.
—¿Es usted Anderson? —preguntó el muchacho. Moví la cabeza afirmativamente.
—Yo soy el hermano de ella —dijo.
—Lo suponía —contesté.
—¿Por qué?
Me encogí de hombros.
—Sentémonos.
El joven inclinó la cabeza y le señalé un escritorio desocupado. Se dejó caer sobre la silla como si estuviese exhausto.
—No lo entiendo —se lamentó—. He leído esto una y otra vez, y aún no lo entiendo. ¿Qué mal hizo ella? ¿Por qué tuvo que pagar por algún... oh, no sé... por algo que ocurrió en otro lugar? Quiero decir, ¿qué culpa tenía?
—Debes de haberla querido mucho —observé.
Él me miró fijamente.
—Ella era muy... —Entonces vaciló. Advertí que buscaba las palabras adecuadas—. No lo sé. Era... tenía algo especial. Todos la queríamos. Era la pequeña de la familia.
Los ojos se le llenaron de lágrimas otra vez.
—¿En qué puedo ayudarte? —pregunté.
—No sé por qué he venido —dijo—. Supongo que por un momento pensé que usted y él eran la misma persona, ¿sabe? Usted es su contacto; él lo llamó, así que se me ocurrió venir a hablar con usted como si fuera él. —Hizo una pausa—. Eso no tiene mucho sentido, ¿verdad? Quiero decir, ahora veo... —Paseó la vista por la sala, por los reporteros y redactores—. ¿Volverá a llamar?
—Creo que sí —respondí—. Es difícil saberlo.
—Ojalá pudiera pasar al menos cinco minutos a solas con ese tipo. No me importa cuánto entrenamiento haya recibido él, en el ejército o donde fuese. Me da igual que lo hayan convertido en una especie de máquina de matar. ¡Le juro que podría con él! Sólo quiero una oportunidad. Oiga. —Su voz empezaba a reflejar entusiasmo—. Voy a dejarle mi dirección. Désela al asesino, ¿de acuerdo? Si realmente quiere iniciar una cadena de asesinatos, bueno, ¿por qué no trata de empezar por mí? Entonces veremos quién será el primero en caer.
El joven tomó un trozo de papel del escritorio y un lápiz y se puso a escribir con furia.
—Dele esto —me indicó, entregándome el papel.
Leí la dirección. Era la casa familiar en la zona sur de la ciudad.
—De acuerdo —accedí. Mentía.
El muchacho se sentó de nuevo, más sereno.
—Sólo cinco minutos —dijo. Clavó los ojos en mí—. Dígame por qué. Usted habló con ese tipo. Dígame por qué.
Sacudí la cabeza.
—Está loco. Los locos cometen locuras. ¿Qué puedo decirte? Me encogí de hombros de manera exagerada, consciente de que mentía otra vez.
—Me da igual que sea un enfermo —aseveró el joven
—.
Quiero verlo muerto. Del mismo modo que él mató a mi hermana.
—No me extraña...
Se secó los ojos y, durante largo rato, se los frotó con las manos.
—No me parece justo. ¿Cómo pudo Dios hacer esto? Ella nunca hizo daño a nadie en su vida. Incluso participó en una manifestación por la paz cuando tenía diez años. ¿Puede creer eso? Desfilaba, corriendo para no quedarse atrás, gritando: «¡Queremos paz! ¡No a la guerra!», con su vocecita de niña. Volvió a casa con lágrimas en los ojos porque los policías eran tan malvados. ¿Puede creer eso? Malvados, ésa es la palabra que empleó. Y lo eran; eso es exactamente lo que eran. Ella no tenía miedo de nada. Apuesto a que ni siquiera tuvo miedo cuando llegó su hora.
—Seguramente tienes razón.
El joven echó un vistazo alrededor.
—Estoy haciéndole perder el tiempo —dijo—. Supongo que está trabajando en otro artículo, ¿verdad?
—Sí —respondí—, sobre la reacción de la gente. Saldrá en el periódico de mañana.
—Bien —murmuró poniéndose de pie—, cuando ese cabrón llame, dígale que Jerry Hookes quiere vérselas con él. Plantéeselo como un desafío de verdad: dígale que lo espero. —Cerró el puño y lo agitó en el aire—. Lo mataré con mis propias manos.
—Se lo diré —aseguré.
«Quizá sí —pensé—, quizá no.»
—Está bien —dijo y, dirigiéndose al guardia de seguridad, añadió—: Discúlpeme.
El guardia asintió, impasible.
—Perdóneme —se disculpó el joven, volviéndose hacia mí—. Por haberlo molestado así. Creo que todo esto me ha trastocado un poco. —Me tendió la mano Y se la estreché—. No lo culpo —agregó.
Luego se marchó, acompañado por el guardia. Nolan se acercó.
—Un momento intenso —comentó.
Me mostré de acuerdo con él.
—Escríbelo. Palabra por palabra. Que sea el núcleo del artículo sobre las reacciones.
Asentí.
—Muy bien.
—Es un material estupendo —prosiguió Nolan—. Diablos, ese pobre chico debe de estar realmente alterado con todo esto. Pobre diablo. —Me miró con fijeza—. Descríbelo todo: su expresión, el ansia con que escribió esa dirección. No te dejes un detalle. Fenomenal.
Regresé a mi escritorio, pero antes de comenzar a escribir repasé en mi mente una y otra vez las palabras finales del joven. Resonaban en mis oídos, acusadoras. Sacudí la cabeza con fuerza, como para desecharlas, y procedí a reconstruir toda la conversación. Menos las últimas palabras.
Cuando llegué a casa, Christine me esperaba. El cielo había adquirido un intenso color púrpura violáceo. Las últimas luces del día iluminaban los gigantescos cúmulos que flotaban sobre los Everglades, al oeste.
—Te he visto en la tele —dijo—. En las noticias locales. Cronkite, Brinkley y Chancellor también te han mencionado. Tu padre también te ha visto. Ha llamado hace unos minutos. —Me echó los brazos al cuello—. No sé muy bien si debo estar orgullosa o asustada. Creo que me siento un poco de las dos maneras.
Fui a la cocina y abrí una botella de cerveza. Christine se sirvió una copa de vino y nos sentamos a conversar. A ella le agradaba pasarse los dedos por el cabello, levantando los mechones y echándoselos hacia atrás, como para apartárselos de las orejas. La cerveza estaba fría y yo sentía como si se extendiese por todo mi cuerpo; refrescante. Me aflojé la corbata, me recosté y levanté mi vaso.
—Por ti —dije.
Christine chocó su copa con mi vaso.
—Y bien —dije—, ¿cómo te ha ido el día?
—Ha sido un día común y corriente. Nos han traído un chico. No, un chico no; un muchacho en esa edad difícil en que la voz no es aguda ni grave. Recordarás la época en que, en cuanto te enamoras, te sale un grano en medio de la frente.
Sonrió y me reí.
—¿Y?
—Bueno, ha sido alegre y triste al mismo tiempo. A veces me preocupa que me afecten demasiado los casos de los pacientes que ingresan en el pabellón. ¿Sabes?, el director me ha preguntado si yo estaría dispuesta a trasladarme a la sala de terminales. Lo único que ellos tienen es esperanza. A veces, ni siquiera eso. Le he contestado que no. Al menos en mi pabellón la gente tiene posibilidades de recuperarse. Escasas, pero son posibilidades al fin y al cabo.
—¿Y el muchacho?
—Tenía un tumor muy grande en el tobillo. No sabremos lo grave que es hasta que lo abran. Es decir, las radiografías te muestran que está allí y te dan una idea del tamaño y todo eso, pero la gravedad sólo se aprecia cuando se examina el tumor al descubierto bajo las luces del quirófano. Los tumores tienen una fealdad, una malevolencia propia.
»El caso es que trajeron al muchacho... Lo que nunca deja de sorprenderme de los chicos de esa edad es que se comportan como si fuesen inmortales. Uno puede darles la peor noticia del mundo, decirles que les quedan días, horas, minutos de vida, y ellos siguen pensando que tienen toda la eternidad por delante. Demuestran una confianza increíble en su propio cuerpo. Son demasiado jóvenes para saber que el organismo puede ser muy traicionero.