—Me alegro —comentó—; nadie ha muerto.
Puso algo de música en el estéreo, música country.
Me hizo levantarme del sillón y comenzó a bailar alrededor de mí.
—«Do, si, do —canturreaba—. Un paso a la derecha, un paso a la izquierda. Saluda a tu pareja. Giro a la derecha, giro a la izquierda.»
Yo estaba de pie en el centro de la habitación mientras ella daba vueltas en torno a mí sin soltarme la mano.
—Oh, vamos —me rogó—. Trata de relajarte. Sólo un poco.
Se detuvo y me abrazó.
—«Quédate junto a tu hombre» —cantó, aunque la letra no concordaba con la música.
Entonces, incapaz de contenerme, dejé escapar una carcajada. En su rostro se dibujó una amplia sonrisa.
—Vaya —exclamó—. ¡Eh, fijaos! ¡La octava maravilla del mundo! ¡Aquí, en nuestra sala! ¡El gran periodista cara de piedra, alias «Sólo los hechos, señora, sólo los hechos», ha sonreído! ¡Todo un hito en la historia médica!
Y nos reímos juntos.
Pero esa noche, en la cama, con Christine dormida a mi lado, yo no podía pensar más que en el asesino. Intenté enviarle un mensaje telepático: llama, maldición, aunque sea para anunciar que todo ha terminado. Extendí la mano y le acaricié la espalda a Christine; ella emitió un leve gemido y cambió de posición. «Ambos —pensé— somos amantes desdeñados.»
La tarde del día siguiente, mientras el cielo cambiaba de color y el calor comenzaba a remitir, el teléfono volvió a sonar. Era la cuarta llamada sucesiva; había recibido dos de un par de chiflados y una de un político. Contesté, irritado.
—Anderson —dije, mientras encendía la grabadora y mantenía el dedo sobre la tecla, listo para apagada de inmediato.
—He puesto a prueba su fe, ¿verdad? —dijo la voz. Un escalofrío me recorrió la espalda.
—Creí que no volvería a llamar —respondí.
—Le dije que esto no había hecho más que empezar. Se quedó callado por un momento.
—Lo vi en la tele —prosiguió—. Bien, muy bien. He decidido que ahora estamos sólo usted y yo.
—¿Qué quieres decir?
—Las explicaciones, más tarde. Primero la acción, como en el ejército. Disparar primero, preguntar después.
—No lo entiendo —dije.
—Ya lo entenderá. Anote esta dirección: Nautilus Avenue, 2295, en Miami Beach.
—¿Qué hay con eso?
—Bueno —dijo—, en realidad, usted no tiene que hacer nada. Supongo que dentro de uno o dos días los vecinos comenzarán a sospechar. Luego irán a llamar a la puerta. Entonces tal vez perciban el olor. Es un olor extraordinario: tiene cierta dulzura y, al mismo tiempo, te atraviesa el cuerpo y te quema las entrañas. Una vez que lo has olido, nunca lo olvidas. Y lo más extraño es que, cuando lo hueles, identificas enseguida su origen, aun sin verlo, sin saberlo de antemano. —Otra vacilación—. Volveremos a hablar pronto —agregó—. Hasta luego.
Luego oí el clic en la línea y después sólo un vacío.
El caso dio un vuelco cuando se descubrieron los cadáveres de la pareja de ancianos. Sus muertes también modificaron mi punto de vista sobre los hechos acaecidos ese verano. Gran parte del entusiasmo y el placer que había experimentado al convertirme en el objeto de tanta atención (las entrevistas en la televisión, mis palabras citadas en el periódico de la competencia y en la radio) se desvanecieron entre las sombras de una calle tranquila de la zona más antigua de Miami Beach. Hasta ese momento, había tomado al asesino por un simple desequilibrado. Ahora, su crueldad se hizo evidente.
El asesinato de la pareja de ancianos también tuvo un efecto extraño sobre la comunidad; comencé a apreciar las primeras señales de tensión y pánico. Creo que yo, como la mayoría de la población de Miami, pensaba que el asesino elegiría exclusivamente a chicas adolescentes como víctimas, que la raíz del impulso de matar estaba en algún instinto sexual retorcido, inexplicable. La muerte de los ancianos conmocionó a toda la comunidad, como un temblor de tierra que sacude los cimientos y produce náuseas. Era como si a todo el mundo lo hubiese asaltado el mismo pensamiento: «Dios mío, yo podría ser el próximo.»
Cuando sonaba el teléfono en mi escritorio, la redacción se sumía en un silencio inoportuno. Yo notaba que los redactores y los demás periodistas se volvían hacia mí y me observaban mientras hablaba para detectar alguna reacción. Me sentía cada vez más aislado, como si estuviese solo con el asesino.
Después de la llamada, me puse en pie de un salto y atravesé la redacción hasta el despacho de Nolan. Él levantó la vista y reparó en la expresión de mi rostro.
—¿Otra vez?
—En Miami Beach —dije—. Creo que ha vuelto a matar. Me ha dado una dirección: Nautilus Avenue 2295.
Nolan vaciló.
—Busca a Porter y poneos en camino. Yo llamaré a Homicidios.
Momentos después, Nolan estaba hablando con Martínez y Wilson. Lo oí indicarles que se encontraran conmigo en la esquina de la Veintidós con Nautilus. No les explicó por qué, pero supuse que a nadie le cupo la menor duda. Se volvió hacia mí de nuevo, agitando la mano.
—Vete, vete, vete —me apremió.
Porter y yo tomamos el paso elevado Venetian, que cruzaba la bahía hasta Miami Beach. Contemplé las aguas a través de la ventanilla; la brisa formaba palomillas en la superficie. En medio de la carretera, había personas que intentaban pescar en el agua poco profunda. Vi a una anciana negra inclinada sobre el borde, haciendo girar el carrete de la caña de pescar; la punta de ésta se curvaba y se agitaba cuando el pez que había atrapado luchaba por soltarse del anzuelo. La mujer reía, y su voz se coló en el coche a través del calor de la tarde.
Esperamos durante algunos minutos a que llegaran los dos detectives. Mientras tanto, Porter preparaba su equipo. Tenía dos cámaras colgadas del cuello: una con flash para tomar fotos en interiores y la otra cargada con película rápida para exteriores. Me hizo varias preguntas, con la intención de averiguar cuánto sabía yo acerca del lugar adonde íbamos, tratando de imaginar lo que veríamos, lo que tendría que fotografiar.
—Me encanta la emoción de saber que algo está a punto de ocurrir —dijo—, el instante que se da después del pitido del árbitro pero antes de la patada inicial. Es como esa vez que fotografié esa gran tormenta en el Caribe. No había teléfonos ni medios de comunicación. Yo tenía un Land Rover desvencijado y viajaba de ciudad en ciudad. La tormenta había arrasado con todo. Había árboles partidos por la mitad, casas derrumbadas o con el techo arrancado. Siempre, cuando llegaba a la última curva antes de entrar en un pueblo, había un momento en que se me hacía un nudo en el estómago al pensar en lo que vería; me preguntaba cuántos cuerpos habría tendidos en la calle. Se hinchan con el sol, ¿sabes? Así me siento ahora, como si estuviera a punto de tomar la última curva.
No dije nada; miré el papel que tenía en la mano.
Había escrito dos nombres: señor Ira Stein, señora Ruth Stein. Aparecían en la guía telefónica. Era una calle tranquila, típica de la zona. Las casas, casi todas construidas en la década de los treinta, tenían las paredes estucadas y estaban situadas a varios metros de la calle. Eran edificios bonitos, de estilo español, con arcos en la entrada y árboles frutales. Miré hacia un lado de la calle y no vi a nadie. Había algunos automóviles aparcados frente a las casas, pero en general reinaba el silencio. La brisa hizo susurrar las hojas de una palmera cercana.
—Allí están —señaló Porter.
Los dos detectives descendieron de un coche camuflado. Habían colocado una luz intermitente sobre el salpicadero pero no habían encendido la sirena. Los técnicos encargados de recoger pruebas permanecieron en el interior del vehículo.
—Y bien —dijo Martínez—, ¿qué ocurre?
—El asesino ha vuelto a llamar. Me ha dado una dirección. —Apunté hacia el otro lado de la calle—. Es allí.
Wilson siguió con la mirada en la dirección de mi dedo.
—Muy bien. Echemos un vistazo. —Dirigiéndose a Porter, dijo—: Puede entrar, pero debe informarme de lo que fotografíe. No quiero abrir el periódico mañana y ver en primera plana pruebas clave para la investigación.
Porter asintió.
—Entendido... Subimos a los automóviles y nos pusimos en marcha hacia la casa. El número 2295 era el último edificio del lado izquierdo. Porter detuvo el coche justo enfrente.
—Vamos —dije—, quiero echar un vistazo. Atravesamos una pequeña extensión de césped, pasamos junto algunos arbustos y llegamos a la puerta principal. El asesino tenía razón: podía olerlo. Me detuve y esperé a los detectives. Wilson se quedó junto a mí por un momento y luego se volvió hacia Martínez.
—Pide que manden a un forense —le indicó. Luego hizo señas a los técnicos. La puerta estaba entreabierta; uno de ellos sacó un cortaplumas y la abrió por completo.
—No toquen nada —nos advirtió Wilson—. Mantengan las manos en los bolsillos. Si tienen que vomitar, háganlo fuera. —Extrajo un pañuelo—. ¿Tienen uno? —preguntó—. ¿No? Tomen, usen estos de papel. Respiren a través de ellos; tal vez eso les sirva. ¿Listos? —Se volvió hacia Porter—. Qué trabajo tan glamuroso, ¿verdad?
No esperó respuesta.
En el interior, la pestilencia me aturdió; como si me hubiesen colocado una mascarilla impregnada de ese olor. El hedor de los cadáveres no era una novedad para mí, pues había cubierto muchos otros crímenes, pero nunca había olido algo así. Todas las ventanas estaban cerradas; reinaba un ambiente sofocante y cargado. El asesino estaba en lo cierto: era un olor dulzón. Nos encaminamos a la sala.
No habría podido prepararme para lo que vi. Ni siquiera en una pesadilla.
Había sangre por todas partes: en las paredes, el suelo, el sofá, las alfombras, el resto de los muebles. En una de las paredes había un enorme espejo. En él, escritos con sangre marrón oscura, estaban los números dos y tres. A primera vista, parecía la escritura de un niño.
Los dos ancianos yacían en el suelo, uno junto al otro. Estaban desnudos. Bajo su cabeza se había formado un charco de sangre seca. En un rincón, vi una esponja común y corriente, apenas reconocible, pero del mismo color. Los dos cadáveres estaban abotagados y rígidos.
—Dios mío —murmuró Martínez.
Estaba detrás de mí. Porter se acercó la cámara a los ojos una vez y luego la bajó. Se esforzó por recobrar la compostura y levantó de nuevo la cámara. Esta vez el resplandor del flash iluminó la habitación. Oí que el motor de la cámara hacía correr la película con un zumbido veloz. El flash destelló otra vez, luego otra, y después una cuarta. Wilson se dio la vuelta, furioso.
—Basta de fotos —farfulló—. Por Dios, miren este lugar. —Se volvió hacia mí—. Echad una buena ojeada, luego salid y dejad trabajar a los técnicos. No es muy agradable, ¿verdad?
No le respondí. Obligué a mi mente a concentrarse en los detalles de esas muertes. Tomé nota de la posición de los cuerpos y las manchas de sangre. Tenían las manos atadas, al igual que la muchacha. Había un cuadro de un ave en pleno vuelo, una gaviota sobre las olas. Observé los muebles antiguos, las chucherías y los recuerdos de toda una vida. Luego le hice una seña a Porter.
—Está bien.
Una vez fuera, aspiré el aire fresco a grandes bocanadas, notando el sabor del mar, sacudiendo la cabeza para deshacerme del olor.
Porter comenzó a moverse de un lado a otro, fotografiando a los policías que entraban y salían. Me percaté de que varios ancianos habían salido de sus casas para mirar. A lo lejos, oí sirenas, tal vez de la policía local, de ambulancias o del forense. Probablemente se trataba de mandamases de la policía. Me dirigí al buzón de la pareja de ancianos. Había una carta enviada desde la ciudad de Nueva York. Los nombres correspondían a los que había hallado en la guía telefónica.
—Son ellos —dije a Nolan por la radio del coche. Oí interferencias por unos instantes, y luego su voz.
—¿Y?
—Bien muertos. Desde hace al menos un par de días. Tal vez más. La peste era increíble. Estaban desnudos y había sangre por todas partes. Me han entrado náuseas.
—Dios mío. —Por un momento me extrañó que reaccionara igual que todos, invocando el mismo nombre—. Habla con los vecinos; trata de averiguar quiénes eran, ya sabes a qué me refiero. Retrasaremos el cierre de edición, así que avísame lo antes posible.
La radio se apagó. Al volverme, vi que había llegado el forense. Me avistó y me saludó desde lejos.
—Tenemos que dejar de encontrarnos en estas circunstancias —comentó, sonriendo.
Entró en la casa. Yo tomé mi libreta y comencé a entrevistar a los vecinos. Su sorpresa cedía el paso al horror cuando comprendían lo que había ocurrido tras las puertas cerradas de aquella casa tan cercana a la suya. Me quedé cerca del escenario del crimen hasta que sacaron los cuerpos, en bolsas negras idénticas a aquella en la que habían metido a la muchacha. Para entonces, ya se había congregado en el lugar la gente enviada por las cadenas de televisión, la competencia y las radios, además de periodistas independientes y fotógrafos. La mayoría de ellos querían saber si el asesino me había llamado. Les respondí que sí, que él me había dado la dirección. A ratos sentí el calor de los focos de la televisión, cuyos haces recorrían el grupo de periodistas, buscándome. No le conté a nadie que había estado dentro; sólo que sabía que había dos muertos y que era un espectáculo dantesco.
Mientras esperábamos, reparé en una anciana que estaba de pie, a un lado. Advertí que sus ojos seguían a los policías y se posaban de cuando en cuando en los miembros de la prensa reunidos allí. Llevaba un vestido blanco que caía en amplios pliegues desde su cuello y sus hombros. El viento se lo pegaba al cuerpo de modo que se le marcaban los huesos y la figura envejecida. Vi que sus labios se movían, rezando una plegaria. El
Kaddish,
supuse. Varios mechones grises ondeaban sobre su frente. Una vez que se llevaron los cuerpos, ella dio media vuelta y se marchó andando lentamente, sola por la calle, bamboleándose por el esfuerzo, con pasos cortos y vacilantes. Pensé en los cadáveres que ahora estaban en las bolsas: a causa de la hinchazón, costaba apreciar su fragilidad. Pero supuse que eran débiles, demasiado para resistir la fuerza y la furia del asesino. Evoqué la imagen de los cuerpos desnudos tendidos uno junto al otro. Me pregunté cuántas veces, con cuánta pasión, habrían buscado solaz y placer en la desnudez del otro.