Porter pisó el acelerador a fondo y dejamos atrás el cruce rápidamente.
—Supongo que sí —dijo—. A veces, los contrastes son demasiado fuertes para mí. —Vaciló y me miró de reojo—. ¿Sabes qué estaba haciendo antes de que vinieses a buscarme al cuarto oscuro para que te acompañase a Miami Beach? Estaba revelando mi encargo anterior. Eran fotos para la sección de vida y estilo; creo que el artículo se titulaba «Moda para el calor veraniego». Las tomé en un parque. Estaba allí con el redactor de la sección, tres modelos y un par de relaciones públicas. Las muchachas llevaban puestos trajes de baño y pareos. Tratábamos de fotografiadas en poses provocativas pero que no resultaran ofensivas para los lectores de nuestro «periódico familiar». —Pronunció las dos últimas palabras con sarcasmo—. Más tarde me reí al pensar el cuidado exquisito que puse en sacar fotos de buen gusto de aquellas chicas tan guapas para después asistir a la escena más repugnante que jamás haya visto. Y eso está bien, es material de primera plana. Sé que parece una hipocresía, pero fotografiar a esos pobres ancianos tendidos en el suelo me hizo sentir sucio. Me hizo sentir que el demente era yo, por enfocar sus cadáveres con mi cámara y robarles la poca dignidad que les quedaba. A veces pienso que soy un parásito. Todos lo somos.
—Escucha —dije—, si quieres dejar esta noticia, puedo hablar con Nolan. Él convencerá al jefe de fotografía.
—No —contestó, en un tono repentinamente despreocupado—. ¿Lo ves? Eso es lo más absurdo de todo. No quiero dejarlo. No soportaría no enterarme de lo que pasa, no estar allí. —Se rió—. Todos nos estamos volviendo locos. Con una historia como ésta, no se puede evitar. Nadie puede. ¿Te has fijado en ese tipo que estaba comprando armas? Es probable que acabe tiroteándose con su esposa alguna noche, después de una discusión y unas copas de más. Al menos estarán bien armados. ¡Dios mío! ¿Crees que el asesino es consciente de todo esto?
—Sí.
—Sí —convino Porter—, seguro que sí. —Luego añadió—: ¿Lo ves? Nadie tiene el menor escrúpulo.
Estacionó el coche con facilidad en el aparcamiento del
Journal.
Guardó su equipo y cerró el maletero de un golpe.
Detrás del edificio se divisaban las aguas de la bahía. Pensé en la sensación de estar en un barco, navegando frente a Miami Beach por Goverment Cut, el canal donde juegan los grandes delfines y hienden la superficie con su lomo gris.
Les gusta saltar detrás de los barcos de los pescadores deportivos que van en busca de peces grandes. Los delfines giran sobre sí mismos y súbitamente atraviesan la estela, se retuercen y caen ruidosamente: luego dan media vuelta y se lanzan otra vez a través de la estela. A veces, las aguas parecen vivas cuando se agitan contra el azul del cielo matutino.
No había vuelto a navegar desde finales de primavera, el fin de semana en que cayó Saigón, a miles de kilómetros de aquí. Nolan estaba allí, y también otros colegas. Por la mañana, topamos con una manada de delfines grandes, minutos después de cruzar la aparente línea de demarcación que se aprecia en el agua y que señala la corriente del Golfo. Estábamos sentados en las sillas de pesca, hablando de béisbol y de la guerra, bebiendo cerveza a pesar de que aún era temprano. El sol brillaba ya sobre nosotros y el aire salado parecía adherirse a mi piel, mezclándose con el sudor y el frío de la lata de cerveza. Los sedales estaban sujetos por dos profundizadores que emitían un sonido agudo al soltarse, un sonido que se elevaba por encima del constante ruido de los dos motores diesel que nos propulsaban a la velocidad adecuada para la pesca al curricán.
El delfín había venido y probado la carnada. Para cuando los sedales se tensaron, los peces habían iniciado su danza entre las olas. Eran hermosos: con su cabeza achatada y gruesa, su largo cuerpo azulplateado y verde nadaban justo por debajo de la superficie y saltaban proyectando en todas direcciones gotas de agua que destellaban al sol. Conseguimos subir esos dos a bordo y luego a tres más, antes de perder el cardumen. Tenían buen tamaño; pesaban entre seis y nueve kilos cada uno. Nos dimos palmaditas en la espalda, bebimos más cerveza y reanudamos la conversación en el punto en que la habíamos interrumpido. Más tarde, picó el pez vela.
Nolan acababa de finalizar una perorata sobre la cobertura informativa de la caída de Saigón: era un discurso emotivo acerca de las imágenes impactantes de esos días. Habíamos publicado en primera plana una foto de gente colgada de los patines de un helicóptero que despegaba de la azotea de la embajada estadounidense.
Una figura se aferraba con un solo brazo, pataleando como si intentara nadar en el aire, mientras pugnaba por agarrarse también con el otro brazo. Parecía obvio que el hombre caería, pero él debía decidir en qué momento soltarse, y se apreciaba que ese cuerpo que se retorcía en el aire estaba dominado por el pánico. La fotografía había molestado a la gente: el periódico había recibido a lo largo de la mayor parte del día llamadas de lectores molestos o enfurecidos, y sólo unos pocos habían telefoneado para charlar.
Yo escuchaba la voz de Nolan, que se confundía con el ruido del motor, y observaba cómo el cebo rebotaba sobre la superficie, dejando atrás una pequeña estela, y en sus costados plateados relucía el sol. Era una imagen hipnótica, y comencé a sentir que la cerveza se me subía a la cabeza. Al principio no me fijé en la figura que seguía a la carnada: parecía una mancha oscura en el agua. Entonces vi emerger la larga espada y el capitán rompió a gritar: «¡Miren, miren, maldita sea, un pez vela grande! ¡En el profundizador derecho, en el derecho, muévanse!»
El sedal saltó del profundizador y los gritos se intensificaron.
Comencé a soltar hilo.
—¡Ya está! ¡No sueltes más! —bramó el capitán—. ¡Es hora de sacarlo del agua!
Accioné el freno del carrete y puse el dedo en el sedal. Sentí que el pez volvía a mordisquear la carnada: luego hubo una explosión de agua, y de pronto el pez saltó desde el azul, recortado contra el cielo: su vientre brillaba.
—¡Buen pez! —exclamó el capitán.
Yo eché el cuerpo hacia atrás con fuerza, para clavar el anzuelo. El pez vela continuaba saltando y retorciéndose; el sol se reflejaba en el agua que le escurría por los costados.
Entonces, con la misma rapidez, se sumergió.
—¿Por dónde se ha enganchado? —le preguntó el capitán al oficial de cubierta.
Éste se volvió hacia el puente, protegiéndose los ojos del sol con la mano.
—No veo la aleta dorsal —respondió con tristeza—. Creo que se ha enganchado por el vientre.
—Oh, maldición —masculló el capitán. Su voz había perdido el entusiasmo y ahora reflejaba furia.
—Oh, no —dije—. Espero que no.
Sentía que el pez tiraba del sedal, los metros de delgado filamento que lo sujetaban, con todo su peso, torciendo la cabeza; lo notaba en las sacudidas de la caña. Pasaron cinco minutos, luego otros cinco. Vi que el sedal comenzaba a aflojarse.
—Está subiendo —señaló el oficial—. Demasiado pronto. Mierda.
—¿Qué significa eso de que se ha enganchado por el vientre? —preguntó Nolan.
El oficial de cubierta se lo explicó rápidamente.
—Significa que el pez se ha tragado la carnada entera y que el anzuelo se le ha clavado en el estómago, no en la boca. Significa que, si llegara a soltarse, moriría desangrado. Y significa un dolor insoportable para él; está subiendo, y un pez grande como éste tiene mucho aguante. Maldición.
Continué recogiendo hilo y en cuestión de segundos vislumbré la forma azul en el agua. Debía de medir más de un metro ochenta y pesar más de cuarenta y cinco kilos.
—Mierda —barbotó el oficial de cubierta, inclinándose sobre el espejo de popa, con la mirada fija en el pez. Se dirigió al costado y agarró un arpón.
—¡Apártense de la borda! —gritó el capitán—. ¡Cuando salga se moverá como un condenado!
Tiré un poco más del pez y el capitán hizo girar el barco para colocar al oficial en posición. Éste era un hombre delgado, de piel bronceada, una melena rubia que le llegaba hasta los hombros y largos músculos en los brazos.
—Cuando suba —me indicó—, levántese de la silla enseguida.
Hubo unos instantes de silencio.
—Ya se ve la sutileza —señalé.
La parte más fina del sedal estaba sólo unos centímetros por debajo de la punta de la caña.
El oficial de cubierta agarró el mango del arpón e hizo girar el garfio, de modo que el sol le arrancó un destello.
Extendió la mano hacia la sutileza, murmuró «Allá vamos» y de pronto el arpón surcó el aire con violencia en dirección al pez. Se produjo una lluvia de agua marina y oímos que la cola del pez vela golpeaba el costado del barco. Se levantó una gran ola que empapó la cubierta y al oficial.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! —bramó.
Mientras su voz se elevaba por encima del rumor del oleaje salté de la silla y escudriñé el verde y azul de la corriente del Golfo.
Alcancé a divisar al pez vela, que chorreaba sangre y descendía hacia el frío y la oscuridad. El oficial de cubierta tenía en la mano el arpón roto.
—Irá a morir allá abajo —dijo—. Un triste fin para un hermoso pez. Servirá de alimento a los tiburones, el todos los peces. —Dirigiéndose al capitán, añadió—: Se ha movido en el último momento y le he dado al sedal con el arpón.
El capitán asintió con la cabeza.
—Lo siento —me dijo el oficial.
Me encogí de hombros.
Parecía injusto; no para mí, sino para el pez. Si el anzuelo se le hubiese enganchado en la boca, él habría luchado, se habría retorcido y saltado, sacudiendo la cabeza, y habría tenido una buena posibilidad de salvarse. Un fallo mínimo en el sedal o en el carrete le habría permitido liberarse y regresar a la fresca seguridad de las profundidades.
Me pregunté si el pez sabría que moriría, o si buscaba la oscuridad por instinto. Lo imaginaba surcando las aguas, con su espada apuntando al frente y su pequeño cerebro de pez sumiéndose en las tinieblas debido a la proximidad de la muerte.
El asesino no llamó ese día, ni el siguiente.
Sin embargo, Christine había perdido todo su optimismo. Decía que él llamaría, que estaba jugando con nosotros, que le gustaba comprobar que cada día se hablaba menos de él en el periódico para luego actuar de nuevo y volver a los titulares. Me contó que el asesino era el tema de conversación favorito de los pacientes del pabellón: se sentían a salvo porque sabían que él no podía traspasar aquellas paredes blancas ni penetrar en los limpios pasillos del hospital. En el quirófano, los médicos también hablaban del asesino. Los más jóvenes describían las heridas de bala que habían visto durante su período de servicio en Vietnam o de prestación social en los hospitales de los guetos, en e! norte. Christine decía que había descubierto una nueva clase de temor: no el pánico súbito que se siente cuando uno ve que un coche se le echa encima, sino una tenue aprensión que hacía que cada acto que ella realizaba durante el día, por insignificante que fuese, como lavarse las manos, le pareciera más importante. Cada bocanada de aire se le antojaba cargada de sustancia, y el esfuerzo de respirar, una decisión consciente. Era como si estuviese pendiente del tiempo, esperando el momento en que avanzara la acción de la obra y el telón se levantara para dar comienzo a una nueva escena.
Para mí la rutina ya no existía. Cada vez que sonaba el teléfono, me ponía rígido. Cuando no sonaba, estaba tenso. A veces dejaba el aparato descolgado y salía a recorrer la ciudad con una libreta en el bolsillo. Cuando Porter me acompañaba, realizábamos entrevistas en la calle y todas las voces se elevaban hacia el cielo azul.
La ciudad era una bestia que despertaba de un largo período de hibernación; sus sentidos adormecidos comenzaban a afinarse y a ponerse alerta.
Estábamos hablando de mi familia; de mi padre, sus libros, sus leyes.
—Este asesino ha acabado con el imperio de la ley —dije—. No se puede dictar ninguna disposición adecuada para la situación que ha creado.
Christine se mostró de acuerdo. La observé estirar los brazos, con los dedos extendidos, echar la cabeza hacia atrás.
—Me pregunto si, en este tipo de situación, la gente tiende a unirse o a distanciarse aún más.
Me puse de pie y atravesé la sala hacia ella. Cuando me senté a su lado, Christine apoyó la cabeza en mi regazo.
Le acaricié la espalda y, por un momento, ella se quedó callada.
Entonces sonó el teléfono.
—No contestes —dijo Christine—. Ésta es nuestra casa.
Continuó sonando, tuve la sensación de que el volumen de los timbrazos iba en aumento.
—Por favor —insistió—. Déjalo.
Pero me puse de pie y fui a contestar. Vacilé por un segundo, sintiendo la vibración del auricular bajo mis dedos.
Luego lo levanté.
Silencio.
—¿Quién es? —pregunté.
Pero lo adiviné.
—Ha llegado la hora otra vez —dijo el asesino.
Y supe que nada había cambiado.
—He leído su artículo, el de las reacciones de la gente —dijo—. Me ha gustado en particular la parte sobre la armería. Me pregunto cuántas de esas personas se las ingeniarán para pegarse un tiro mientras intentan aprender a manejar su arma. Eso es algo que vi en la guerra; a veces, el miedo era tan fuerte que superaba la aversión natural al dolor autoinfligido. Sucedía en los campamentos, esos lugares polvorientos, calurosos y desagradables donde nos sentábamos a esperar la próxima incursión en la selva, que era un sitio aún peor. En los campamentos, el tiempo transcurría muy lentamente; uno siempre tenía la impresión de que tardaba el doble en hacer cualquier cosa, por el calor tan intenso. El sudor me chorreaba por los brazos.
»Como decía, en los campamentos reinaba una especie de quietud militar. Se oían los sonidos comunes: helicópteros que llegaban o partían, voces que protestaban. Periódicamente, sonaba un ruido más claro, más retumbante, más familiar: el disparo de un M-16. Luego gritos de alguien que pedía un médico y, a veces, alaridos de dolor. Siempre encontrábamos al soldado herido con un agujero de bala en el pie izquierdo o con un dedo menos. Yacía en su litera, rodeado de trapos que olían a líquido limpiador. Sus primeras palabras eran: "Estaba limpiando esta jodida cosa cuando se ha disparado sola." Entonces venían los asistentes sanitarios y se lo llevaban. En realidad, todos sabíamos lo que había ocurrido. Pero a nadie le importaba. Al menos, a mí no. Yo cerraba los ojos y escuchaba los sonidos de la base, los gritos y todo eso, y dormía. Nunca llegué a tener tanto miedo.