Había otra fotografía en la casa donde crecí; ocupaba un lugar sobre la repisa, junto al retrato de mi abuelo. Era una imagen granulosa, ligeramente desenfocada, de un grupo de hombres arrodillados en la superficie asfaltada de una pista de aterrizaje. Detrás de ellos, asomaba la nariz de un bombardero mediano, un Mitchell B-25. Los hombres parecían relajados; cada uno había escrito su nombre debajo, con tinta blanca. El tercero por la izquierda, situado justo debajo del dibujo de una mujer ligera de ropa con un rayo en cada mano que adornaba el morro del avión, era mi padre. Llevaba una gruesa chaqueta de aviación y la gorra echada hacia atrás. Tenía un brazo sobre los hombros de otro hombre vestido con el mismo uniforme de caqui y cuero. Mi padre llevaba un cinturón con una pistola. Era, tal vez, una 45 como la que usaba el asesino.
—En la primera y segunda guerras mundiales, incluso en Corea, todo estaba muy claro —dijo el asesino—. Pero con nuestra guerra, las cosas no fueron tan simples.
—¿Cómo podíamos saberlo? —inquirí.
—Tiene razón. ¿Cómo íbamos a adivinarlo? Yo fui. Mi viejo fue. Su padre fue antes que él. Creo que era algo aceptado por todos. ¡Dios mío, qué equivocados estaban!
—¿Su padre y su abuelo? —pregunté, sorprendido.
—Sí. No es que fuese una familia de militares. Sólo era algo aceptado. Y después me llegó el turno.
Me vino a la memoria una imagen de mi padre. Él estaba hablando, yendo y viniendo por la habitación, intentando mantener la compostura.
—A mí me pasó lo mismo —dije.
—Pero no fue a Vietnam.
—No.
—¿Participó en manifestaciones?
—Sí. Todos lo hacían. Era fácil.
—Supongo que sí —convino.
Guardamos silencio por un momento. Luego, agregó:
—¿Sabe? Apuesto a que tenemos más cosas en común de las que usted cree.
Su voz interrumpió mis pensamientos. Volví a ver en mi mente a los ancianos.
—Hábleme de los asesinatos —pedí.
—Fue fácil —respondió, remedando mis propias palabras. Lanzó una carcajada—. Les gustaba salir a pasear por las noches, temprano, para mantenerse en forma. Los observé durante unos días; recorrían siempre el mismo camino al mismo paso. Se detenían en los mismos sitios a tomar aliento. Iban del brazo. Eso me gustó. Mucha gente no demuestra su afecto como lo hacían ellos.
—No entiendo...
—Esa noche los seguí hasta su casa —me interrumpió—. No me vieron hasta que les di alcance en la entrada. No había nadie más en la calle y ellos estaban demasiado sorprendidos y asustados para gritar siquiera. Les dije una frase críptica y aterradora, algo así como: «Al menor ruido os mato»; le tapé la boca a la mujer, los obligué a entrar en la sala de su casa y cerré la puerta detrás de mí. Fue así de sencillo. De pronto, ya no hacía calor y el silencio lo envolvió todo, como si el hecho de cerrar la puerta hubiese cercenado el día como una cuchillada y sólo quedáramos en el mundo ellos y yo.
»Les acerqué la pistola a la cara por un instante. El viejo estaba aterrado. Se interpuso entre su esposa y yo y dijo: "¡Llévese lo que quiera, jovencito, pero deje de asustarnos!" Y luego reunió el poco coraje que le quedaba y me soltó: "Los he visto más rudos que usted." Yo le sonreí y les indiqué por señas que se sentaran en el sofá de la sala. Me dejé caer en un sillón y, sin dejar de apuntar con la pistola, dije: "Ah, ¿sí? ¿Dónde?" y el viejo se estremeció. "En Auschwitz", respondió. Levantó el brazo; la manga se deslizó hacia abajo, dejándole al descubierto la muñeca huesuda, en la que tenía un número tatuado.
»Yo me quedé perplejo, por decirlo suavemente. No podía creer en mi suerte. "Hábleme de eso", le pedí, y el viejo tomó la mano de su esposa. Ella no había abierto la boca hasta ese momento; miraba al frente con los ojos vidriosos. "¿Qué quiere que le diga?", preguntó él. "¿Ha visto las fotografías?" Yo asentí. "Todos entramos. Algunos salimos. No muchos. ¿Qué más se puede decir? ¿A quién le gusta recordar esas cosas? Pero usted no me asusta, ni siquiera con esa pistola." Eso me enterneció. ¿A quién no lo hubiera enternecido? Al cabo de un minuto, dijo: "¿Ha venido a robarnos, o qué? ¿Cree que somos ricos? Si lo fuéramos, no viviríamos aquí." Negué con la cabeza. "Así que no se trata de un robo", dijo, "¿Qué otra cosa puede ser? ¿Un asesinato? ¿Con qué objeto? ¿Una violación? Somos demasiado viejos. ¿Qué otra posibilidad queda?"
»Pero yo no respondí. Era un viejo orgulloso; estaba sentado con la espalda muy recta y no me quitaba la vista de encima. Con un brazo rodeaba los hombros de su esposa, como un ave cubriendo a sus crías con un ala. La había tomado de la mano. Vi que sus ojos se posaban en la pistola. Entonces sonrió. "Una 45, tal vez?", preguntó, y asentí. "Esto empieza a tener sentido", dijo.
»Entonces se volvió hacia su esposa y le habló en voz tan baja que apenas pude oído. "Ruth", le dijo, "sabes que te he amado todos estos años. Ahora todo terminará. Éste es el hombre de los periódicos, el que mató a esa joven tan bonita. Piensa matarnos a nosotros, también." Al oír esto, ella se puso rígida y abrió muchos los ojos. Me recordó un poco a un animal, ya sabe, a un perro o a un conejo. Pero él la calmó enseguida. "Somos viejos. ¿Qué nos importa? ¿Por qué habríamos de tener miedo?" Su voz era maravillosa: suave, tranquila, casi hipnótica. Observé el efecto que producía en su esposa. Ella se relajó perceptiblemente y se arrimó más a él. Cerró los ojos y asintió, y el anciano se volvió hacia mí. "Bien", dijo. "Haga lo que tenga que hacer."
»"Hábleme de su vida", le pedí. Pero él se encogió de hombros y dijo: "¿Qué quiere que le diga? Nacimos. Nos conocimos, nos enamoramos. Sobrevivimos. Seguimos adelante. Y ahora vamos a morir." Sacudí la cabeza. "Por favor. Quiero saber", insistí. Entonces su esposa abrió los ojos. Le dio un ligero codazo en las costillas. "Anda, cuéntaselo", lo animó. "Yo también quisiera oírlo." Entonces el viejo le dedicó una especie de sonrisa y comenzó a contarme la historia de su vida. Debimos de estar allí sentados durante... oh, no lo sé... una hora, dos horas, tres. Cuando uno escucha una historia como ésa pierde toda noción del tiempo..
»¿Sabía que después del fin de la Segunda Guerra Mundial, a los supervivientes de los campos alemanes los encerraron en otros campos de concentración dirigidos por los británicos y los estadounidenses? Campos de internamiento, los llamaban. ¿Sabía que Estados Unidos (sí, nosotros, usted, yo, nuestros padres) fijó un cuerpo de refugiados y no permitió que muchas de las personas desplazadas por la guerra entraran en el país? El viejo me lo contó todo. Me habló de cuando vinieron aquí; fueron de los pocos a quienes permitieron entrar. Eso fue porque él tenía un primo que ya vivía aquí, un hombre a quien no veía desde la infancia y que se responsabilizó de él ante las autoridades. El viejo llegó al puerto de Nueva York un día muy frío; había carámbanos que colgaban de los muelles. Aun así, según dijo, se quitó la chaqueta y aspiró el aire. Me aseguró que podía saboreado, que le hacía sentir vértigo.
»Creo que llevaron una buena vida. Nada excepcional. A sus hijos les fue mejor que a él, y él se enorgullecía de ello. Había visto crecer a sus nietos, si no hasta la edad adulta, al menos hasta la adolescencia. Dijo que había trabajado duro y que había disfrutado cada momento de ello. Confeccionaba y vendía ropa: una profesión honorable. "Vestir a la gente", lo llamaba él. Era ropa de calidad, me dijo; diseños resistentes y prácticos de buena calidad. Cuando la gente le compraba un traje, sabía que las prendas le durarían muchos años. Luego se volvió hacia su esposa y dijo: "Como nosotros. Hemos durado mucho." Ella simplemente apoyó la cabeza sobre su hombro y sonrió, con los ojos cerrados.
¿Sabe? Era obvio que aún estaban enamorados, seguramente tanto como en cualquier momento de todas las décadas que llevaban juntos. "¿Cómo se conocieron?", le pregunté, y la mujer levantó la cabeza. "A la antigua usanza", respondió, "por medio de una casamentera.» Me habló un poco de su noviazgo y de su boda. Estuvieron en campos separados, pero después se reencontraron. Tardaron seis meses, pero ella dio con él. Según me contó, en ningún momento dudó que él había sobrevivido, pues los dos estaban demasiado llenos de vitalidad. Mientras refería su historia, sonreía; de cuando en cuando se inclinaba y tocaba a su marido. Entonces me miró y dijo: "Usted debe de ser un joven muy triste para hacer estas cosas tan terribles." ¿Sabe una cosa? Le di la razón. Hice un gesto de afirmación con la cabeza y noté que se me saltaban las lágrimas. "Es doloroso", les dije, y ambos asintieron sabiamente. Me preguntaron por mis padres, y les hablé de mi niñez. Sólo un poco, para mantenerlos interesados. Les hablé de la granja, de la ciudad y de las diferencias entre ambos lugares.
»¿No le parece notable? Cada segundo, cada minuto que pasaba los acercaba a la muerte y, al mismo tiempo, nos acercaba como personas, a medida que nuestra relación evolucionaba de un trato superficial a la amistad. Sucedió lo mismo con la muchacha. Siento que sólo puedo conocer a la gente, conocerla de verdad, a las puertas de la muerte. Entonces caen las máscaras, se deja de lado toda la hipocresía, y sólo queda algo puro, prístino. Perfecto.
»Entonces los tres lloramos un poco. Finalmente, me enjugué los ojos y les agradecí que compartieran sus recuerdos conmigo. Advertí que el temor asoma a al rostro de la anciana. Tenía el cabello blanco peinado hacia atrás, y se le había soltado un mechón que le caía sobre la frente. Sacudió la cabeza para apartárselo de los ojos. "¿Aún piensa...?", preguntó, y la hice callar. "Nada cambia", le respondí. "No tema." Vi que se estremecía ligeramente y se acercaba más a su esposo. Él me miró. "¿Va a atarnos, o qué?" Entonces yo saqué la cuerda de mi bolsillo.
—¿Cómo es que estaban desnudos? —lo corté.
—Muy sencillo —contestó—. Simplemente les dije que sería como dormirse, y les indiqué que se prepararan para irse a la cama.
»Ella tuvo que ayudar al viejo a quitarse la camisa. "La artritis", me explicó con una mueca. Él dejó caer sus pantalones al suelo, luego su ropa interior, y quedó desnudo.
»No intentó cubrirse. Tengo que admitir que el viejo se movió con elegancia todo el tiempo. Ayudó a la anciana a despojarse de la blusa y luego la falda. Ella vaciló por un instante antes de quitarse la enagua y luego se la pasó por encima de la cabeza. Las medias, la ropa interior de encaje; todo quedó amontonado en el suelo. Ella miró la pila de ropa por un instante; luego se inclinó, recogió las prendas y las dispuso pulcramente sobre el sofá. Supongo que es difícil desprenderse de los viejos hábitos. El viejo la observaba con una media sonrisa. Yo jamás había visto dos ancianos desnudos. Los estudié con atención. El pene del viejo se había encogido, marchitado. Vi que el vello se le había puesto gris. A ella también; tenía los pechos casi planos y los pezones de color marrón oscuro. Ambos tenían el pecho hundido. Sin embargo, él henchía el suyo de aire y me miraba fijamente. "¿Quiere darse prisa ahora?», me apremió. Les indiqué que se dirigieran al centro de la habitación y en un segundo estuvieron arrodillados el uno junto al otro.
»Les até las manos rápidamente; dudo que fuese necesario, pero me preocupaba que uno de ellos fuera presa del pánico entre un disparo y otro. En ningún momento perdieron la dignidad, aunque percibí un leve temblor en los hombros de la anciana. "Acabe conmigo primero", dijo el viejo, "pero envíenos al otro mundo juntos". Me sentí como en un sueño; ellos cooperaban, sin alzar la voz. Era como si yo no fuese más que el instrumento de un suicidio. "Muy bien, díganse lo que quieran", les dije. Juntaron las cabezas, se dieron un ligero beso en los labios y sonrieron. "Ya no tenemos palabras", dijo el viejo.
»Los dos cerraron los ojos. Tomé un almohadón de un sillón. Era como si yo me mirase desde fuera mientras preparaba la ejecución. Coloqué el cojín contra la cabeza del viejo y contemplé la 45 por un momento. Vi mi dedo apretar el gatillo. Cada micrómetro del movimiento tardaba segundos, minutos. Entonces sonó una detonación y sentí la sacudida familiar que me recorría el brazo. Los dedos me hormigueaban, insensibles. El viejo se desplomo hacia delante. Vi que la mujer apretaba los dientes. Supuse que estaría rezando una oración; se le movían los labios. Me situé tras ella casi antes de que cesaran las convulsiones del viejo en el suelo. Esta vez mis movimientos me parecieron acelerados, como una película proyectada a cámara rápida. Le apoyé el almohadón contra la nuca y la encañoné; luego sentí el retroceso del disparo y ella también cayó de bruces.
»Creo que en ese momento enloquecí y me puse a jugar con la sangre. Fui a la cocina y encontré una esponja: la empapé en la sangre del suelo y escribí los números con ella. No sé cuánto tiempo pasé allí. Tal vez cinco minutos. Tal vez una hora. Bailé alrededor de los cuerpos hasta que la oscuridad inundó la habitación y apenas podía ver. Entonces salí de la casa y dejé la puerta entreabierta. Caminé por la calle hasta mi coche; la sangre brillaba sobre mi ropa. Me había vuelto invisible. Nadie salió de su casa, no había un alma en la calle, no pasó ningún automóvil. Llevaba la 45 en la mano, y la noche parecía haber detenido su avance mientras yo me alejaba de allí. —Vaciló—. Eran totalmente inocentes —agregó.
Completamente agotado, dejé que el silencio creciera en la línea hasta llenar la habitación. Mis ojos se resistían a fijarse en las páginas cubiertas de notas y citas que había garabateado a toda prisa. Mi propia escritura se me antojaba desconocida, extraña.
—Me siento —concluyó el asesino— como un hombre sediento después del primer trago de agua fría. Volveré a llamarlo pronto. Tal vez a su casa, tal vez a su oficina. Depende, todo depende.
Y entonces colgó el auricular.
Christine se puso a bailar. Era su manera de liberar la energía generada por el temor. A veces, la encontraba por la mañana en el suelo de la sala, abrazada a un almohadón, durmiendo. En la cadena de música sonaba jazz suave; ella prefería a Miles Davis y Keith Jarret. Sin embargo, a veces escuchaba cuartetos de cuerda a un volumen tan bajo que apenas se distinguía el ritmo. Bailaba desnuda y arrojaba su bata al suelo; arqueaba el cuerpo hacia atrás, dejándose llevar por el sonido. Creo que sentía que la música se mezclaba con los sonidos nocturnos de las cigarras y del tránsito lejano. Bailaba hasta caer exhausta; luego se acurrucaba en el suelo y dormía profundamente hasta la mañana.