»Todos volvimos a reunimos en el claro. Recuerdo que el operador de radio llamaba a gritos al teniente. Al final el teniente respondió y nos indicó que nos retiráramos hacia él, porque ordenaría un ataque aéreo. Era muy simple, ¿sabe? Así es como hacíamos las cosas allí. Nuestro grupo, que seguía disparando algún tiro que otro por puro miedo, se alejó de la aldea. Unos minutos después oí ese estruendo, el sonido estridente de un Phantom cuando el piloto lo baja a unos sesenta metros. Había cuatro de ellos; podía verlos acercarse por los destellos del sol en las alas... que parecían luces de posición muy potentes. Dejaron caer esas latitas con las que arrasaron el pueblo junto con cualquiera que estuviese por ahí.
»Todas las pruebas de lo que había hecho ese tipo se perdieron en una nube de humo, porque el lugar quedó reducido a cenizas. —Hizo otra pausa prolongada, supuse que para meditar sobre lo que había visto—. Presentamos un informe. O'Shaughnessy nos convocó a todos, nos preguntó qué habíamos visto, qué habíamos hecho. Incluso mandó llamar a ese tipo. ¿Sabe qué fue lo más extraño? Que nadie mintió. Nadie le contó al teniente otra cosa que la verdad sobre lo que había pasado. Y ¿sabe a quién dio parte él? Correcto: a nadie. Recuerdo que salió y lo oí decirle al sargento: "Qué diablos, ¿a quién le importa?" Y el sargento asintió. Una semana después lo trasladaron a Saigón. Y una bomba me dejó en este estado. Y eso fue todo.
Guardamos silencio por un instante.
—¿No hubo ninguna investigación? —pregunté. Sacudió la cabeza.
—¿No se dejó constancia de lo ocurrido en un informe?
Volvió a negar con un gesto.
—¿Y el teniente?
—Oí decir que lo mataron. Creo que una granada lo hizo saltar en pedazos. ¿Quién sabe?
En mi imaginación se agolpaban los detalles: la muchachita, la pareja de ancianos, la mujer con el bebé. Estaban todos allí.
—Acláreme una cosa —le pedí—. Cuando usted se volvió, todos los nativos estaban muertos, ¿no es así? Asintió y clavó los ojos en los míos.
—¿Cómo murieron?
—¿A qué se refiere?
—Bueno, ¿los liquidó ese tipo, quedaron atrapados en el fuego cruzado o los mataron los proyectiles de mortero?
—¿Acaso importa? Le digo que estaban muertos, hombre.
—Sí —insistí—. Oh, sí, es muy importante.
Mi mente se adelantaba a su respuesta, barajando febrilmente las posibilidades. Si Hilson estaba en lo cierto, el asesino había terminado... o acababa de empezar. Y yo era el único que lo sabría. Sentí que el entusiasmo crecía en mi interior.
El hombre vaciló, frotándose la barba.
—No lo sé, tío. Creo que entiendo lo que me está preguntando. Es decir, quiere saber qué va a hacer ahora ese tipo, ¿verdad? No creo que pueda ayudarlo. Lo único que recuerdo es que caí al suelo cuando se produjeron las primeras explosiones y después me levanté y me fui corriendo de allí. ¿Sabe?, en esas circunstancias uno no se dedica a hacer turismo. —Hizo otra pausa—. Sin embargo, recuerdo los cadáveres. Era como si alguien los hubiese acribillado con una automática. Pero no podría asegurarle quién lo hizo porque, diablos, había disparos en todas direcciones. ¿Entiende lo que le quiero decir? Pudo pasar cualquier cosa.
La decepción se apoderó de mí, pero luego pensé que ese hombre me había dado muchas respuestas a pesar de todo. Aunque la pregunta principal había quedado en el aire, el caso estaba mucho más cerca de su conclusión. Intenté imaginar el grupo de nativos, manchados de polvo y sangre, pero no pude. Al menos, no como los había visto ese hombre.
—Y bien —dijo—, ¿deducirá el resto a partir de lo que le he contado? —Sonrió, dejando al descubierto una hilera de dientes blancos y parejos—. Es una buena historia, ¿eh?
—Sí —respondí.
Miré mis notas a la luz tenue que se filtraba a través del humo. En cierto modo, pensé, esto es el principio y el fin. Cada vez estaba más cerca de comprender el móvil de los asesinatos. Comencé a representarme los titulares, la primera plana. Aspiré profundamente y me puse de pie para marcharme.
El hombre de la silla de ruedas me guió hasta la puerta. Le estreché la mano, que estaba húmeda de sudor.
Me detuve en la puerta a contemplar la tarde que caía. Me volví hacia él. Estaba probando el cerrojo de la puerta, corriéndolo de un lado a otro con nerviosismo.
—Lo he ayudado mucho, ¿eh?
—Sí —respondí—. Sin duda.
—¡Qué bien!
Levanté la mano y entonces recordé la pregunta clave, que se me había olvidado hasta ese momento.
—Escuche, sólo una cosa más. Necesito saber quién puede confirmar su relato.
Se encogió de hombros.
—Tal vez Dios. Pero creo que a Él no le importaba mucho lo que ocurría en Vietnam.
Entonces cerró la puerta y oí que corría el cerrojo.
Fue, claro está, la noticia principal.
El titular, situado justo debajo de la cabecera, al igual que muchos de los que hacían referencia al caso en números anteriores, rezaba:
TESTIGO OCULAR RECUERDA EL «INCIDENTE» DEL ASESINO.
Vestido con mi bata de baño, sentado a la mesa de la cocina, me tomé un café mientras leía a toda prisa la página impresa, con un creciente entusiasmo. Sentía que había logrado sacudir el árbol y que ahora sólo tenía que aguardar a que las vibraciones subieran por el tronco, llegaran a las ramas e hicieran caer los frutos desde lo alto.
Estaba solo. Christine se había marchado temprano; se había levantado de la cama desnuda, en la penumbra de aquel amanecer veraniego. Tenía que ir al quirófano. Había dejado el periódico sobre la mesa, aún plegado como lo había traído el repartidor. La noche anterior, cuando llegué de la redacción, ella estaba levantada, esperándome.
Me paseé por el apartamento describiéndoselo todo; ella escuchaba sentada, pacientemente, con las manos enlazadas. Decía poco; en cambio, yo hacía pausas, me formulaba preguntas a mí mismo, me interrumpía con comentarios. Era como si representase su papel, tratando de adelantarme a las preguntas que podían ocurrírsele.
También le hablé de la discusión que habían mantenido en la redacción sobre si publicar la historia o no. Nolan había escuchado los primeros minutos de la grabación y luego mi reconstrucción de la conversación a partir de mis notas. Él también se había entusiasmado, pero consideraba conveniente contrastar la historia. Me apresuré a llamar a la oficina de información pública del Pentágono, pero era demasiado tarde para confirmar si Hilson u O'Shaughnessy habían estado en Vietnam en esa época. Nolan no las tenía todas consigo.
—¿Qué ocurre si esperamos un día? ¿Qué podemos perder?
Sacudí la cabeza.
—Una ventaja. Ese tipo podría ir a la policía, o a la televisión. O podría desaparecer. Yo creo que tenemos que publicarla.
Nolan accedió a cambio de que yo ocultase la identidad del informante, describiese la unidad implicada en la operación y mencionase el nombre del oficial al mando. También debía omitir cualquier indicación de que el oficial estaba al tanto del incidente, para no entrar en la cuestión de un posible encubrimiento por parte del ejército.
—Pero conserva esa información —dijo Nolan—. La divulgaremos más adelante.
Me senté ante la máquina de escribir, convencido de que el artículo haría salir al asesino de su escondrijo en la ciudad. El artículo rompería el ritmo de los asesinatos; le ganaríamos al asesino por la mano. Él querría saber de nosotros, y no a la inversa.
Sin embargo, Christine no se había mostrado de acuerdo.
—Con esto sólo conseguiréis que se dé más prisa, que advierta que su tiempo es limitado —dijo.
Más tarde, cuando nos fuimos a la cama, estaba vacilante, distante, pero aun así exploté en su interior y luego me aparté de su cuerpo. Pocos segundos después, estaba dormido, y ella, acostada de espaldas a mí.
Era media mañana cuando llamó Martínez.
—Salimos para allá —dijo—. Ahora mismo.
Era una llamada que yo había estado esperando.
También esperaba que el asesino se pusiera en contacto conmigo. La mañana había transcurrido rápidamente, entre las felicitaciones de los demás reporteros y de los redactores jefe del periódico. Telefoneé a la oficina de información pública del Pentágono, y me prometieron una respuesta lo más rápida posible a la consulta sobre los dos nombres y el número de unidad. Era, más que nada, cuestión de tiempo.
Nolan acudió a recepción a esperar a los detectives.
La noche anterior, cuando yo había empezado a hablar del hombre de la silla de ruedas, había levantado las manos y meneado la cabeza. «No quiero saber nada —había dicho—. Puedo recibir una citación y encontrarme en un brete. Él es tu fuente, y debes protegerlo. El periódico te respalda. Es así de sencillo. Espero.»
Ahora él tomó un ejemplar del periódico que había sobre mi escritorio. Leyó en voz alta:
Un día tórrido, hace unos cinco años, nueve hombres, mujeres y niños en un pueblo de Vietnam del Sur controlado por el Vietcong fueron ejecutados por tropas estadounidenses en el «incidente» que está detrás de la reciente oleada de asesinatos que azota Miami, según declaraciones de un veterano ahora discapacitado que fue testigo ocular de los hechos.
—Testigo ocular —dijo—. ¡Diablos, es una expresión magnífica para la entradilla de una noticia. Es como si, después de leerla, uno ya no pudiera poner en duda la veracidad de lo que sigue.
Se saltó varios párrafos y luego comenzó a leer otra vez:
«Estoy asustado», ha dicho el testigo al comenzar su descripción de la atrocidad que considera el origen de los recientes asesinatos cometidos en Miami. El testigo, cuya identidad ha decidido proteger el
Journal
, ha referido el incidente con extraordinaria riqueza de detalles. «No estoy orgulloso de lo que hicimos», ha declarado.
Nolan se interrumpió y me miró.
—Apuesto a que los policías por poco han sufrido un síncope al leer esto.
Asentí.
—Bien —dijo—. Pronto estarán aquí.
Me dejó durante un momento para atender los teléfonos de su oficina.
No me quedaban muchas dudas respecto de lo que ocurriría con el hombre de la silla de ruedas. Ahora que el artículo había aparecido, le haría otra visita y él aceptaría que la policía lo interrogase. Siempre sucedía eso. Una vez que la historia se publicaba, podía repetirse cien mil veces. Era como si se hubiese vuelto inofensiva, corno si ya no fuese un recuerdo que palpita, furioso, en la imaginación.
De la memoria de Hilson saldrían los nombres y direcciones de los hombres de la unidad. Por primera vez tuve la impresión de que la nota casi había cumplido con su propósito. Sólo era, como todo, cuestión de tiempo. La declaración del hombre arrancaría al asesino de su escondite y lo sacaría a la luz. Y todo gracias a mí, pensé. Me sentía como si estuviese restregando mi triunfo en las narices de todos los temores que me habían inculcado en la vida: mi familia, Christine. No pude evitar sonreír.
La voz de Nolan interrumpió mi ensoñación.
—Han llegado.
Cuando nos apartábamos del escritorio, sonó el teléfono. Posé la vista en él, extrañado, y luego en Nolan, que se encogió de hombros.
—Te espero allí —dijo, y se marchó.
Entonces regresé y levanté el auricular y puse en marcha la grabadora simultáneamente. Observé alejarse a Nolan mientras acercaba el auricular a mi oído.
Pienso en ello. Trato de hacer memoria, pero mis recuerdos parecen una mancha borrosa más que un grabado. Me pregunto en qué momento perdí el poco control que me quedaba. Supongo que fue entonces, con esa primera llamada, cuando comencé a tomar conciencia de las paredes de la habitación en que me hallaba, a sentir que la succión del fondo de la piscina tiraba de mis piernas, arrastrándome bajo la superficie.
La llamada era del oficial de información pública del Pentágono. Hablaba en un tono cortante, militar, y empleaba con frecuencia expresiones castrenses.
—¡Señor! —dijo—. He revisado personalmente esos registros que solicitó.
—¿Y?
—Negativo, señor.
—¿Qué quiere decir?
Noté una repentina sensación de calor en la frente.
—Bueno, nosotros conservamos todos los expedientes de hombres y unidades. He comprobado que la tropa que usted citó realmente estuvo llevando a cabo misiones de búsqueda y destrucción en ese sector del escenario de operaciones. Pero no pude hallar ningún documento del tal soldado raso Hilson ni de ningún teniente Peter O'Shaughnessy que operasen con esa unidad.
—¿Con esa unidad no?
—Correcto. He repasado la lista de hombres heridos en combate durante ese período. La búsqueda de esos nombres ha resultado negativa también.
Se me trabó la lengua.
—¿Tal vez en otro período?
—Es posible, señor. Pero he revisado a conciencia los archivos correspondientes a los meses cercanos. Es posible, si el año es incorrecto, que me equivoque. Pero dudo que en otro esa unidad haya estado operando en esa zona. Usted recordará, señor, que las unidades eran transferidas con cierta frecuencia.
—Está bien —dije.
Mi mente luchaba por asimilar aquella información. No se me ocurría ninguna otra pregunta.
—¿Puedo preguntarle algo? —inquirió el oficial.
—Claro.
—¿Acaso tiene esto algo que ver con los asesinatos que se han producido allí?
—Sí —respondí—. Tiene mucho que ver.
—Bueno —prosiguió—. Ojalá pudiera serle de más ayuda. Si necesita que verifiquemos otros nombres y fechas, sólo llámeme, señor. Me temo que la información que le he dado no resultará muy útil, especialmente para la policía. Pero no es difícil comprobar datos específicos como los que usted nos proporcionó.
—Gracias —dije.
—A sus órdenes —contestó, y colgó el auricular.
Miré el periódico que estaba sobre mi escritorio. Una mentira, pensé. Todo era mentira. Respiré profundamente para combatir la náusea. Me puse de pie y dirigí la vista hacia la sala de conferencias. A través del cristal vi a los detectives, que me esperaban.
Me senté junto a Nolan y le pasé una nota que decía: «Resultado de la búsqueda de Hilson y O'Shaughnessy en el Pentágono: negativo.» Subrayé tres veces «negativo». Nolan abrió mucho los ojos y me miró, consciente del vuelco que había dado la situación. Pero no tuvo tiempo de reaccionar, de salir de allí conmigo, porque Wilson asestó un manotazo a la mesa.