Me detuve al pie de la escalera dudando, contuve el aliento, acalorado, intentando no dejarme intimidar por las miradas de los vecinos que se habían asomado a la calle para observarme. Supongo que pensaron que era un cobrador o un detective. Ninguno de ellos dijo palabra. Subí la escalera lentamente.
Encontré el apartamento cinco al final de la escalera. No había ninguna placa ni un buzón con el nombre del inquilino, sólo un número pintado sobre una vieja puerta de madera. La puerta mostraba señales de maltrato: una profunda muesca junto a la cerradura, tal vez como resultado de un robo frustrado. Llamé una vez y luego cuatro veces más. Los golpes reverberaron en el aire caliente que me rodeaba.
La puerta se entreabrió. No alcancé a ver el interior, pero sentí que los ojos del inquilino me recorrían de arriba abajo, examinándome. Una voz apagada preguntó: «¿Viene solo?», y respondí que sí.
Tardé un momento en poder de inspeccionar el lugar: el paso de la luz a la oscuridad me había cegado. Parpadeé deprisa, tratando de acelerar la dilatación de las pupilas.
—Me alegra que esté aquí —dijo la persona—. No estoy seguro de lo que habría hecho si usted no hubiese venido.
Bajé la vista y vi que la voz provenía de un hombre en una silla de ruedas. Asentí con la cabeza; él hizo girar la silla y luego se dirigió al interior del apartamento. La tenue luz que se colaba por una ventanita arrojaba sombras en la habitación y arrancaba destellos a los rayos de las ruedas y el acero pulido del armazón.
—Venga —me indicó, señalando con una mano un asiento junto a la mesa de la cocina.
Había pocos muebles en el apartamento: un sofá deformado, una mesa forrada de plástico junto a unos hornillos y una pequeña nevera, algunas sillas dispersas. Sobre todas las superficies planas había ceniceros con colillas. Vi algunas revistas (
Time, Newsweek, Playboy,
desordenadas y también una pila de periódicos en el suelo. Encima de todo estaba el número en que aparecía mi último artículo. Advertí que varios párrafos estaban encerrados en grandes círculos rojos. Me senté y extraje mi libreta y la grabadora. El hombre de la silla de ruedas se quedó mirándolos.
Llevaba grandes gafas de aviador con los cristales amarillos: sus mechones rubios, apartados de la frente, le caían sobre las orejas. Tenía una barba de varios días, que parecía más oscura por contraste con el amarillo de las gafas. Sus brazos eran largos y musculosos. Iba vestido con una camiseta gris y pantalones vaqueros, pero tenía las piernas tapadas con una sábana blanca. Un costado de su cara parecía hinchado; al percatarse de que lo miraba, dijo:
—No se preocupe. Es sólo un absceso en una muela. Mañana iré al hospital de veteranos para que me la saquen. Allí me atienden bastante bien.
Sus ojos se volvieron hacia la grabadora.
—¿Va a usar esa cosa?
Costaba entender sus palabras, debido a la hinchazón.
—Si me lo permite —respondí.
Se encogió de hombros.
—Diablos, ¿por qué no?
Guardó silencio. Al cabo de un momento, prosiguió:
—¿Sabe? He pasado tanto tiempo preguntándome si usted aparecería por aquí, que ahora no sé qué decir.
—¿Por qué no comenzamos por su nombre? —sugerí, mientras pulsaba la tecla de grabación.
—No estoy seguro de que deba decírselo —repuso—. Tiene que prometerme que no lo usará.
—¿Por qué?
—Porque conozco a ese tipo, el asesino, y sé que no dudaría un instante en venir a acabar conmigo. —Se rió—. Ya estoy bastante acabado —dijo, señalando sus piernas—. Tengo que tratar de conservar lo poco que me queda.
Reflexioné un momento. ¿Por qué no? Primero conseguiría la historia, luego el nombre.
—Está bien. Le garantizo el anonimato, pero sé que la policía querrá hablar con usted.
—Déjeme pensarlo —dijo—. Primero le contaré lo que sé.
Titubeó de nuevo.
—Supongo que no sacaré un centavo de esto; ¿para los gastos, tal vez?
Negué con la cabeza.
—Me lo imaginaba. Pero había que intentarlo, ¿sabe? La pensión que recibo del Tío Sam no da para mucho. Éste no es un lugar muy bonito donde vivir.
Volví a asentir.
—¿Qué le ocurrió? —pregunté—. Es decir, si no le importa.
Sacudió la cabeza enérgicamente.
—Ya no me molesta mucho.
Se llevó la mano a la cara y se frotó el mentón. Oí el sonido del roce de los dedos con la barba. Entonces habló, al principio en un tono enfático, dirigido a la grabadora.
—Me llamo Mike Hilson. Fui soldado del ejército de Estados Unidos. Me hirió un fragmento de metralla cuando nos bombardeaban con morteros en enero de 1971, cerca de un pueblucho del que ni siquiera recuerdo el nombre. En la península de Batangan. Un auténtico estercolero. ¿Sabe qué es lo peor? Que ya me quedaba poco tiempo allí. Había pasado nueve meses en el interior del país y casi estaba a punto de largarme, conseguir que me trasladasen del pelotón de combate a Saigón, o a Da Nang, o a algún otro lugar para trabajar como archivador durante un tiempo, con un horario regular. Bueno, el caso es que esa noche empezaron a llover proyectiles de mortero, y me desperté y oí gritos de «¡Nos atacan! ¡Nos atacan!» y las explosiones. Todo el mundo corría buscando refugio. Menos yo.
»Estaba ahí tendido boca abajo, preguntándome por qué no podía moverme y a qué demonios se debía el entumecimiento de mi espalda. Entonces todo empezó a dar vueltas y me sentí mareado, como cuando uno ha bebido demasiado y está en el último segundo antes de perder el conocimiento. Y eso fue lo que ocurrió. En el hospital de la base me extrajeron un trozo de metal y después me enviaron de vuelta a casa, a Estados Unidos. El único problema era que ya no podía usar las piernas. Tampoco podía tener una erección. Estuve unos tres años en el hospital de veteranos y después me echaron a la calle. —Paseó la mirada vidriosa por la habitación, las paredes desnudas y agrietadas, los muebles gastados.
—No parece un hogar, ¿verdad? Pues le diré que es una vista mucho más agradable que el pabellón de paralíticos. Hay una enfermera que viene por las tardes a echarme una mano. Me las apaño, ¿sabe?; el hospital no está muy lejos. Voy allí más o menos día sí día no. Salgo a comprar la comida, todo eso. —Hizo un amplio gesto con la mano...
—¿Es usted de por aquí?
—Mis padres lo eran. Murieron hace un año en un accidente de tráfico, en el norte. Los dos pasaron a mejor vida. Tengo una hermana, vive en Orlando. Eso es todo.
—Bueno —dije—. Hábleme del asesino.
Rió.
—No conozco su verdadero nombre. Eso era bastante común en la guerra. Todo el mundo tenía un apodo. A mí me llamaban Brillantina porque me peinaba como en el instituto. En el pelotón a todos nos llamaban por un sobrenombre distinto. Era casi como si no quisiéramos ensuciar nuestro nombre auténtico matando en la guerra.
Bajó la mano y tamborileó sobre la rueda de la silla. Comenzó a hablar de la guerra, del pelotón. Cuando se entusiasmaba, golpeteaba la silla con los dedos para recalcar sus recuerdos. A veces se recostaba en la silla, levantaba las ruedas delanteras y las hacía girar bajo sus piernas mientras ordenaba sus ideas.
—Había un negro de Arkansas al que llamábamos Negrote y otro chico del Bronx, de Nueva York, al que llamábamos Calles. Un tipo, reclutado en alguna facultad de postín de Boston, era Universitario. ¿Entiende a qué me refiero? En el ejército nos obligaban a prendernos esas plaquitas de identificación en la camisa, aun cuando llevábamos uniforme de faena. Hilson, decía la mía. Creo que nadie, excepto algunos de los oficiales, me llamó jamás por ese nombre. Y si algún tipo no me conocía lo suficiente para llamarme Brillantina, me gritaba alguna palabrota, y eso daba el mismo resultado. —Extrajo un cigarrillo de un paquete abierto que tenía frente a sí y lo encendió—. Usted tiene que entender que en 1970 ése era un lugar muy extraño. Yo todavía no logro comprenderlo del todo, y eso que lo que hago la mayor parte del tiempo es pensar en ello. Se lo debo al ejército. —Señaló la silla—. Y tanto que sí.
Soltó el humo formando anillos que se elevaron hacia el techo del apartamento.
—¿Estuvo usted allí? —preguntó.
Mi mente se llenó de imágenes de esos años: el instituto, la universidad. Me asaltó un recuerdo fugaz de la conversación con mi padre. Huir o no huir, ésa había sido la cuestión. Recordé la carta de reclutamiento en la que se me emplazaba a presentarme para un examen físico. Me habían vuelto a declarar disponible para el servicio militar. Mi padre se había puesto furioso y me había echado la bronca con el rostro enrojecido. Yo no había rellenado en su momento la solicitud de que renovasen mi prórroga por estudios. «Mierda —había exclamado mi padre—. ¿Cómo es posible?» Yo no le respondí. No me había olvidado. Había recordado los formularios: todo lo que tenía que hacer era escribir mi nombre, mi número de clasificación, el número de créditos que había obtenido en la universidad y mi dirección. Luego debía depositarlos en el buzón de la secretaría: ellos se encargaban del resto. Pero los formularios habían permanecido sobre mi escritorio durante meses. De vez en cuando, los contemplaba extrañado, preguntándome por qué no quería rellenados. Era como desafiar al mundo real, el que existía fuera de la universidad: «Venid a buscarme.» Y lo intentaron.
Sin embargo, solucioné el asunto con bastante facilidad. El servicio de asesoramiento local sobre reclutamiento, que tenía oficinas en la universidad, me sacó del aprieto. Fui aplazando mi reconocimiento médico durante el semestre crítico y, cuando me llegó el turno de presentarme, dejé pasar la fecha. Al final, renovaron mi prórroga. Fue así de simple.
Sentado en ese pequeño apartamento, pensé en todos los aspectos en que la guerra había afectado a mi vida. Todos los días leía las últimas noticias: miraba las fotografías en blanco y negro de los hombres sin rostro, con cascos y uniformes que avanzaban por aquel extraño país. Yo participaba en marchas, repartía panfletos, coreaba consignas en docenas de manifestaciones, saludaba con el puño en alto a cientos de oradores diferentes. Pero en realidad no sabía lo que hacía.
En mi último año de la universidad, el ocupante del cuarto contiguo en la residencia de estudiantes era un veterano de la guerra: un hombre alto de cabello negro y rebelde que le caía en grandes rizos sobre las orejas y el cuello. Cojeaba al caminar y usaba bastón, como recuerdo de una herida en el pie. En la pared de su habitación tenía una foto de sí mismo, tomada por un fotógrafo de la revista
Life
, a todo color. Él estaba en el centro agachado, con el rostro contraído y los brazos extendidos hacia el suelo mientras un chorro de sangre manaba de su zapato. El fotógrafo había capturado la escena como una naturaleza muerta: un médico saltando sobre algunos sacos de arena, otro tendiendo la mano. Al fondo, una explosión arrojaba tierra y lodo al aire. Todos parecían manchados por la misma suciedad, dominados por el mismo terror.
Mi vecino no participaba en manifestaciones: tampoco asistía a las reuniones ni a los discursos. Rehusaba hablar de la guerra y daba con la puerta en las narices a los activistas de la universidad que acudían a pedirle su apoyo. «No lo entendéis», decía, y luego cerraba la puerta. Una vez le pregunté por qué, pero él simplemente sacudió la cabeza.
Una mañana, poco después de la graduación, vi su fotografía en el periódico. Un grupo de veteranos había organizado una marcha hacia el Congreso; aquellos soldados con sus viejos trajes de faena habían avanzado en una fila desigual, desacompasados, por las calles que conducían al Capitolio. Iban a devolver sus medallas. La fotografía, transmitida por Associated Press, mostraba a mi vecino de pie junto a una cerca, arrojando su condecoración a los escalones del Congreso. El pie de imagen decía que devolvía una Estrella de Plata, la segunda medalla más importante que otorga la nación en reconocimiento del valor. Me pregunté qué habría hecho él para merecer ese honor. Era como si los veteranos llevasen dos vidas: la del hogar, la normalidad, las hamburguesas con queso y los automóviles veloces; y, por otro lado, la de la guerra. Nunca volví a ver a mi vecino, pero leí en la revista de ex alumnos de la universidad que se había graduado en medicina.
—No —respondí—. Me libré.
—Estudiante, ¿eh? Apuesto a que consiguió una prórroga —dijo el hombre de la silla de ruedas.
—Así es.
Soltó una risa que degeneró en tos, y me miró.
—Ah, debería haber estado allí. Quiero decir, fue algo realmente increíble.
—Lo sé.
Negó con la cabeza.
—No. No, no lo sabe. Tendría que haber estado allí. Ése es el problema. Nadie lo comprende a menos que haya estado allí.
—Cuéntemelo —le pedí.
La frase de la que vivo.
El hombre volvió a toser.
—Está bien —dijo—. Póngase cómodo y relájese. Tengo una buena historia de guerra para usted.
Oí voces procedentes del pasillo, pasos sobre el cemento del rellano. El hombre de la silla de ruedas se volvió rápidamente en aquella dirección; sus manos se aferraron a los brazos de la silla con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Una voz gritó: «¡Que te den, tío!», y se oyeron pisadas que se alejaban corriendo. El hombre se relajó, visiblemente aliviado. Alisó la sábana que cubría sus piernas.
—A veces los niños del vecindario tratan de entrar. Cabrones. Debería conseguir una pistola y matar a uno o dos. Tal vez así me dejarían en paz. Tal vez éste no sea el mejor barrio de la ciudad, pero para mí está bien.
Siguió con la vista el movimiento de mi bolígrafo sobre el papel y luego miró hacia la grabadora.
—Bien —dijo—, como le decía, todos nos conocíamos por apodos, y el tipo que pienso que está cometiendo esos asesinatos es uno al que llamábamos Ojos Nocturnos porque parecía que no necesitaba dormir de noche. Uno estaba en el perímetro, luchando por mantener los ojos abiertos, con un miedo atroz a la oscuridad, y en cambio ese tipo llegaba, tranquilo, bien despierto, observando la selva como si pudiera ver con la misma claridad que durante el día. Su guardia comenzaba al atardecer y después, al alba, se metía en su agujero, se envolvía en su poncho y se dormía. Era como si necesitara menos horas de sueño que todos los demás.
»Bueno, la cuestión es que estuvo allí el mismo tiempo que yo. De hecho, estuvo más, aunque oí decir que se volvió loco (es decir, más loco) después de que me hiriese aquel proyectil. Según me contaron, lo mandaron a la sección ocho, a una sala de psiquiatría. Y lo creo; mire lo que está haciendo ahora. Creo que jamás vi a ese tipo drogado, ni borracho, ni nada. Lo único que hacía era jugar al soldado. Disfrutaba matando, eso se notaba. Nunca hablaba mucho con nadie. Le gustaba avanzar en cabeza, para estar lejos de los demás. Era un tipo muy callado, muy raro. No creo que el pelotón lo hubiese soportado demasiado tiempo de no haber sido porque todos íbamos un poco colocados. Había muchos chiflados por allí.