—El psiquiatra con quien hablé piensa que seguirá proporcionando información. Como un juego, para desafiarnos.
Wilson cerró los ojos.
—Eso es lo que más me irrita —murmuró. Parpadeó, abrió los ojos y me miró a través de la penumbra del bar.
—¿Sabes? Hoy he decidido enviar a mi esposa y a mis hijos a casa de sus abuelos. En la maldita Minnesota, por Dios. Tal vez esté lo bastante lejos. —Soltó una risotada, o más bien una especie de bufido—. Martínez no tiene por qué preocuparse. Con tantas amiguitas, diablos, no echará de menos a una o dos.
Martínez esbozó una sonrisa, pero no se rió. Wilson continuó hablando, interrumpiéndose sólo para pedir otra copa.
—Salimos a patrullar las calles, a hablar con confidentes, con cualquiera que pueda damos una pista. En las últimas tres semanas he retorcido más brazos que en los últimos años. Nadie sabe nada. Joder, los drogadictos de Liberty City tienen tanto miedo como las madres de Kendall.
—Todos los días —dijo Martínez— recibimos llamadas, a veces cada hora, especialmente cuando ya ha salido la primera edición del
Journal
. Alguien que quiere delatar a su vecino, que actúa en forma sospechosa, o alguien que cree haber visto una pistola calibre 45 en casa de su cuñado. Tomamos nota de la información y luego vamos a verificarla. Lo verificamos todo: cada detalle, lo que sea. Y no hemos avanzado nada.
—Algo aparecerá —dije.
—Sí, claro. —Martínez resopló—. Como que el maldito deje tirado el próximo cadáver a la entrada de la jefatura. Al menos, así nos enteraríamos antes que el resto del mundo.
Wilson levantó la vista y la fijó en un hombre que se acercaba a nosotros con una copa en la mano.
—Oh, mierda.
El hombre se detuvo por un momento en el límite de la oscuridad. Miró a los dos policías e hizo caso omiso de mí. Se llevó lentamente el vaso a los labios y, sin apartar la mirada de los detectives, lo vació. Luego habló con voz insegura.
—Bien —dijo—. Así que no están de servicio, ¿eh? No hay por qué buscar asesinos cuando se puede tomar un trago, ¿verdad?
Martínez se puso de pie y arrimó una silla de una mesa contigua.
—Señor Kemp —dijo—, siéntese, por favor.
Saqué de nuevo mi libreta.
—No quiero sentarme con ustedes —repuso el hombre, pero se dejó caer en la silla.
—Señor Kemp —dijo Martínez—, éste es Malcolm Anderson. Es periodista del
Journal
.
Asentí con la cabeza, a manera de saludo.
—Usted es el que habla con ese tipo, ¿verdad?
—Así es. ¿La víctima era su esposa?
—Sí.
El hombre llevaba un traje azul muy formal, pero éste parecía colgar de sus hombros, como si, en el transcurso del día, él hubiese empequeñecido.
—Lo siento —dije.
Me fulminó con la mirada.
—No, no lo siente. Y ellos, tampoco...
Me disponía a replicar, pero él levantó la mano en un movimiento que delataba una ligera embriaguez.
—No lo tome a mal —dijo—. En realidad, ¿por qué habría de importarle? ¿Por qué habría de importarle a nadie? —Advertí que se le empañaban los ojos—. ¿Sabe?, lo más gracioso es que hace dos meses, cuando tramitamos el divorcio, nos gritábamos todo el tiempo. Por el bebé, por la casa, el coche, por todas esas tonterías. Debo de haber deseado su muerte una docena, cientos de veces. Y ahora está muerta. —Me miró por un instante, con los ojos llorosos. Luego, muy despacio, se volvió hacia los policías—. Sólo un cadáver más. Seguro que han visto un montón, ¿verdad?
—Señor Kemp... —protestó Martínez, pero el hombre lo interrumpió con el mismo gesto de la mano.
—Oh, no se enfaden por mi actitud —dijo el hombre, sacudiendo la cabeza torpemente—. Ella no era nada especial. No fue una pérdida terrible. Sólo otra víctima de asesinato. Oigan, si les queda un poco de tiempo libre, tal vez encuentren a ese tipo. Sé que tienen mejores cosas que hacer. —Se puso en pie de pronto y su silla cayó hacia atrás con un estrépito que provocó el silencio en el bar e hizo que todos los ojos se volvieran en nuestra dirección—. ¡No, no se levanten! —exclamó al ver que Martínez comenzaba a ponerse de pie—. No se esfuercen demasiado. Sigan con su pequeña investigación, y usted siga escribiendo sus articulitos... —Me miró—. No significa nada. Nada significa nada. —Dio media vuelta, con movimientos inseguros, y se dirigió a los hombres que lo miraban desde otras mesas—. Que os jodan a todos.
Nadie se movió. Sus palabras quedaron flotando en el aire durante unos segundos. El hombre cerró el puño y lo blandió hacia los demás. Luego se detuvo, echó un vistazo alrededor y, con la cabeza escondida entre las manos, huyó del lugar.
En la semi oscuridad, me apresuré a garabatear las palabras y notas sobre la actitud, para tenerlo todo en mi libreta. Wilson me observaba.
—¿Lo has anotado todo? —preguntó, con sarcasmo. Alcé los ojos hacia él y no respondí de inmediato.
—De eso se trata —dije.
Me levanté para marcharme y Wilson me siguió con la vista. Por un momento, nuestras miradas se encontraron y me pareció que él daba vueltas a algo en la cabeza. Finalmente, habló.
—Tiéndele una trampa —dijo. Martínez también me miró.
—Hazlo —dijo—. Tiéndele una trampa.
—Lo pensaré —respondí.
Les di la espalda y los dejé en el bar. Salí al atardecer, bajo un cielo negro azulado sin nubes. Aspiré profundamente, llenándome los pulmones con el calor residual del día, que desplazó el aire estancado del bar. Sentí un súbito mareo al recordar las palabras de los detectives. Éstas se confundieron con las de mi padre y las de Christine. Vi al marido de la mujer asesinada, tambaleándose de dolor, amenazando al vacío en el bar, confundido por su propia impotencia.
Esa noche regresé tarde a la oficina. Al entrar en la redacción, percibí la vibración de las rotativas en el suelo, mientras los ejemplares de la primera edición atravesaban la red de catacumbas de máquinas clasificadoras y montadoras. El temblor continuo ascendía por mis piernas y mi cuerpo; al sentarme frente a mi máquina de escribir, sentí que formaba parte de una enorme maquinaria.
Más temprano, Porter y yo habíamos estado en el apartamento de la mujer asesinada. Llamamos a otras puertas, hablamos con los vecinos. Parecían resignados; había cierta tristeza en sus rostros y voces. Ese mismo día, habían visto a los agentes de policía; habían hablado con los detectives, que les habían formulado muchas de las mismas preguntas que yo les hice entonces. Sabían que la mujer había muerto a manos del Asesino de los Números e intentaban no sucumbir al temor después de lo que había ocurrido tan cerca de ellos.
Era una mujer dulce, amable, decían. Siempre tenía una sonrisa a flor de labios, siempre saludaba amigablemente. Sin embargo, era una mujer que, en general, se ocupaba de sí misma y de su hija. No encontré a nadie en el complejo que fuera su amigo. ¿Recibía visitas?, pregunté. Ninguna, respondió la vecina de al lado, una mujer de mediana edad, con el cabello peinado hacia atrás y recogido con un pañuelo blanco. Su esposo estaba detrás de ella y ambos ocupaban el vano de la puerta, reacios a salir al rellano, como si no quisieran abandonar su santuario. Era callada, dijo el hombre; hablaba poco.
Transcribí sus palabras, decidido a citarlas en la entradilla. Me sentía como si participara en una danza muy refinada, una pieza isabelina llena de saludos, reverencias y floreos. Llamaba a las puertas, anotaba las respuestas. Sabía qué dirían los vecinos; podría haber adivinado sus palabras de antemano. Sin embargo, eso formaba parte del ritual periodístico de la muerte. Los reporteros deben interrogar a los vecinos, que siempre aseguran que las víctimas eran calladas y no hablaban mucho con ellos. Entonces los periodistas incluyen este dato en sus artículos.
Detrás de mí, Porter tomaba fotografías, maldiciendo la iluminación del lugar; el flash resplandecía una y otra vez, otro paso de la danza. No tardamos mucho en localizar al encargado del edificio. Era un hombre mayor; caminaba con lentitud y parsimonia, pasándose la mano por la cabeza para apartar de sus ojos los mechones grises. Me informó de que la mujer pagaba el alquiler con puntualidad, que rara vez se quejaba. Él le había reparado una vez un inodoro obstruido, y ella le había mostrado fotos de su familia, que vivía en la Costa Oeste. Él tampoco había visto nunca que ella recibiese a amigas ni a hombres.
Al principio, se resistió a dejarnos entrar en el apartamento (propiedad privada, decía), pero insistí, intenté engatusarlo y, finalmente, descubrí que lo más eficaz era un billete de veinte dólares.
—Cinco minutos, nada más. Como máximo —nos advirtió mientras se guardaba el dinero en el bolsillo de la camisa—. Lo justo para que echen un vistazo, eso es todo. Y no toquen nada.
Abrió la puerta después de asegurarse de que no hubiese algún vecino en el pasillo. Parecíamos ladrones, ansiosos por robar algunos detalles, un poco de sustancia, para que la mujer pudiera revivir en la mañana, en las columnas impresas del periódico. No bien habíamos entrado, oí el chasquido de la cámara de Porter.
En una pared había una hilera de fotos; la mujer y su hija, bajo un árbol, sobre una extensión de césped. Vi otras, más pequeñas: imágenes de la niña desnuda, gateando; la madre, meciéndola en sus brazos. Había un retrato de la familia: reconocí al esposo y supuse que los demás serían parientes. Todos miraban a la cámara, sonrientes.
Me aparté y examiné el interior del apartamento. Había dos dormitorios pequeños, ambos inmaculados, decorados con encajes y colorines. Un hogar femenino, pensé. Sobre la cuna de la niña colgaba un móvil de animalitos de plástico, leones y elefantes. Junto a la cama de la mujer, había un best seller abierto, un libro de autoayuda. Anoté el título, tomé e! libro y leí la máxima: «Vive cada día como si fuese un nuevo reto.» También escribí esta frase.
El anciano comenzaba a impacientarse. Me dirigí a la cocina. Había potitos y bandejas de comida preparada dentro de la nevera. Pegado a la puerta de ésta, había un papel con un plan de dieta. En la sala vi una cadena de música, cintas y discos. Les eché una ojeada rápida; databan de finales de los sesenta: el sonido de California, rock and roll. Todo estaba ordenado, cada cosa en su lugar. Los muebles eran modernos pero no llamativos, de los que se compran en los almacenes que venden a precio de fábrica. Había dos pósters en las paredes, Con marcos de metal: uno de la activista Carita Kent con el mensaje «Tratad a los demás...» y una reproducción del famoso cuadro de Sacco y Vanzetti pintado por Ben Shahn. Me pregunté si ella sabría quiénes eran.
El encargado estaba en la entrada, haciéndonos señas con las manos para que saliésemos del apartamento. Asentí y crucé la puerta. Porter salió tras él.
—Ha sido difícil —me dijo—, pero he tomado fotos de los retratos de las paredes y de los dos dormitorios. Creo que saldrán bien.
El encargado nos preguntó si deseábamos algo más. Parecía irritado. Le respondí que su noche no había hecho más que comenzar, que pronto sería emitido el comunicado de prensa y que probablemente la gente de televisión invadiría el lugar tratando de llegar antes del plazo de las once de la noche a fin de conseguir material para el último noticiario. Mientras se lo decía, vi que la primera furgoneta de la televisión entraba en el aparcamiento.
Nos marchamos. Sin embargo, antes de subir a nuestros coches, Porter se volvió hacia mí y sacudió la cabeza.
—¿Te das cuenta —dijo— de que todas las víctimas son gente de lo más común y corriente? Salvo para quienes los conocen, creo.
Agachó la cabeza y se sentó al volante. Cerró de un golpe la puerta, que cortó sus pensamientos como un cuchillo.
Entonces supe por qué el asesino había esperado tanto para llamar. Era una prueba. Quería ver cuánto tardaba la policía en identificar a la mujer.
Esa noche, cuando regresé a la oficina, el plazo estaba a punto de cumplirse; no había tiempo para pulir las palabras. Colocaba una hoja en blanco tras otra en la máquina de escribir. Nolan seguía allí, atento al artículo, revisando cada página que salía de mi máquina con el ordenador. Hablaba poco; sólo me exhortaba de vez en cuando a que me diera prisa.
La víctima más reciente del llamado Asesino de los Números ha sido identificada por la policía como una mujer divorciada que residía en un complejo de apartamentos de la zona este.
Los amigos y vecinos de Susan Kemp la describen como una mujer amistosa y sociable, que vivía un tanto aislada en su apartamento. Se volcaba, según dicen, en el cuidado de su hija Jennifer, de veintiún meses.
El ex marido de la víctima, el empresario de Tampa Martín Kemp, llegó ayer a Miami para hacerse cargo de la niña y proceder a la identificación del cuerpo de la mujer.
La policía sigue investigando los medios de los que se sirvió el asesino para raptar a la señora Kemp y los motivos que condujeron al crimen. Por el momento, el asesino no ha vuelto a telefonear para exponer su versión de los hechos, como hizo después de cada uno de los asesinatos anteriores.
El artículo continuaba con una descripción del apartamento y de las fotos en la pared. Intercalé en el texto citas de los vecinos y del marido. Referí su reacción de angustia en uno o dos párrafos en medio de la crónica. Volví a escribir sobre los esfuerzos de la policía y su frustración. Cité a Wilson, pero no mencioné su nombre, y omití las palabrotas.
Para finalizar, describí en el último párrafo los pósters colgados en la pared del apartamento de la víctima, el colorido brillante sobre fondo blanco en la imagen de Corita Kent, y los ojos severos y negros de los dos trabajadores torturados del cuadro pintado por Ben Shahn. Dejé que esa descripción condujera al mensaje del libro que estaba abierto junto a la cama.
Observé los ojos de Nolan mientras leía el final, la última página que había pasado por la máquina de escribir. Vi que movía la cabeza lentamente, en señal de aprobación. Sus dedos se deslizaron por el teclado para hacer una sencilla corrección y luego pulsaron la tecla que enviaba el artículo electrónicamente a los encargados de diagramación. Levantó la mano, en una especie de saludo militar, y sonreí. Miró el reloj de pared.
—Saldrá en casi toda la tirada —dijo—. Tal vez en toda la final y en toda la local. La de la calle ya ha salido, pero... —Se encogió de hombros. Me acompañó a mi escritorio y posó la mano sobre mi hombro—. ¿Por qué no te vas a casa, a descansar un poco?