Al calor del verano (24 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policíaco, intriga

Por la mañana, sus ojos no mostraban el menor indicio de falta de sueño y ella hablaba con voz clara. Su trabajo en el hospital tampoco se resentía de su actividad nocturna: trabajaba tres días a la semana en el quirófano, donde sus manos tomaban los instrumentos y los entregaban a los médicos con la seguridad de un crupier de Las Vegas; dos días en el pabellón, controlando el estado en que se encontraba la enfermedad de los pacientes; todas las variedades de cáncer que asomaban por debajo de las sábanas cuando ella pasaba, esplendorosa en su uniforme blanco. Había cánceres de la sangre, cánceres de los órganos, cánceres que retrocedían y cánceres que avanzaban sin freno. Ella hablaba a menudo de las enfermedades que trataba en el pabellón, las etapas que atravesaban, los pronósticos, para cada una. Apenas mencionaba al asesino, salvo para señalar que, si conocía nuestro número telefónico, entonces también sabía dónde vivíamos. Cuando unos agentes de policía vinieron a instalar el dispositivo de grabación en nuestro teléfono, ella los observó con una especie de temor indiferente y la misma expresión de preocupación que, supuse, adoptaba cuando, al pasar junto a la cama de un paciente de su pabellón, reparaba en alguna nueva manifestación de la enfermedad.

En cuanto a mí, comencé a fijarme en la gente por la calle. Clasificaba a los transeúntes en dos categorías: la de víctima en potencia o la de asesino en potencia. Cada vez que alguien pasaba a mi lado, yo me preguntaba: «¿Quién eres? ¿En qué piensas? ¿Serás tú el próximo? ¿Eres él?» A menudo, abordaba a personas al azar, extraía mi libreta del bolsillo mientras me presentaba y los entrevistaba. En su mayoría se negaban a dar su nombre, como si temieran que el asesino los identificara y los castigara por haber expresado sus temores. Cuando Porter iba conmigo, le volvían la cara, y él bajaba la cámara, frustrado. Los comentarios y citas que yo recogía comenzaban a parecerse mucho entre sí; eran variaciones de los mismos temas: temor, furia y perplejidad. La gente criticaba cada vez más a la policía por no atrapar al asesino. Empecé a notar un nuevo deje de recelo en las voces y descubrí que la gente me rehuía la mirada.

Tomé la costumbre de conducir por la ciudad de noche intentando descubrir qué había cambiado y qué seguía igual. En los suburbios y en los barrios residentes se apreciaba cierta indecisión; las casas parecían recogerse en la oscuridad. Pese a que era verano, había pocos niños en las calles; a medida que se acercaban los días tórridos de agosto, cada vez era menos frecuente oír las risas y los gritos de chiquillos enfrascados en sus juegos. Todo estaba cerrado; la gente salía de casa lo menos posible.

Claro que había excepciones. Los borrachos y los vagabundos que proliferaban en el centro de Miami continuaban en las calles, protegiendo sus pocas posesiones, juntando centavos para el próximo trago. Hablé con algunos, que aparentemente no se habían enterado del asunto o no estaban preocupados por él. Un viejo barbudo y sucio me miró y dijo: «¿Por qué se iba a cargar a uno de nosotros? ¿Qué diablos demostraría con eso? Nos estamos muriendo de todos modos.» Los hombres que lo rodeaban, al ver que yo anotaba sus palabras en mis libretas, lo felicitaron. Esa noche escribí un artículo sobre ellos y sobre su falta de miedo. Porter había tomado buenas fotografías y a Nolan le encantó la crónica.

—Estupendo, estupendo —dijo—. Así me gusta.

Al día siguiente, entrevisté a una pareja de adolescentes que estaba comiendo hamburguesas y bebiendo batidos en un McDonald's. Esto provocó que Porter se echara a reír y comentara: «Vaya topicazo. ¿Puedes creértelo?» Los jóvenes, ante nuestra insistencia, nos contaron que el sábado anterior, por la noche, habían asistido a una «fiesta del Asesino de los Números». Había bebidas alcohólicas y música, y todos participaron en un juego. Se elegía a uno de los asistentes para que interpretase el papel de asesino y se le daba una lista de todos los jóvenes con números asignados a cada uno. En el transcurso de la fiesta, el «asesino» los mataba a todos uno por uno, figuradamente; los pillaba a solas y, con un rotulador rojo, les marcaba la frente. Los jóvenes, cada vez más entusiasmados al recordar el juego, nos explicaron que dos de ellos habían sido designados policías y tenían que descubrir quién era el asesino. Había sido divertido, aseguraron, porque el asesino se las ingenió para liquidar a una docena de invitados antes de que lo descubrieran entre risas y copas. «Sólo espero que no fuera algo profético», dijo la muchacha. También escribí un artículo sobre eso, en el que describía la fiesta y mi conversación con el chico que había encarnado al asesino. «Fue fácil —me dijo—. Nadie sospechó de mí porque era el que más repetía que había que pillar al asesino.» Le pregunté si estaba asustado, pero respondió que no. Más tarde, su padre me llamó y me rogó que no publicáramos el nombre de su hijo. Lo discutí con Nolan y acordamos nombrarlo sólo por sus iniciales. A Nolan también le encantó esa crónica.

No hubo tiempo de incluir la noticia de la última llamada del asesino en el periódico del día siguiente. Cuando él colgó y me volví hacia Christine, era casi la una de la mañana, demasiado tarde para la edición de ese día. La primera tirada ya había salido de imprenta y los atados de papel de periódico se dirigían sobre cintas transportadoras hacia el almacén de carga situado en el sótano del edificio del
Journal.
Para cuando logré comunicarme con Nolan, las rotativas estaban funcionando ya a todo tren. Eran unas máquinas Goss Metro enormes que escupían periódicos a un ritmo aproximado de uno por segundo. Cuando las rotativas estaban en marcha, se sentía en todo el edificio. El suelo de la redacción temblaba y vibraba, y mis oídos alcanzaban a percibir un rumor distante.

A veces, cuando me quedaba en el edificio trabajando hasta tarde, me levantaba de mi escritorio e iba a observar los preparativos de la impresión. La habitación enorme y cavernosa se llenaba de prensistas con camisas azules y los tradicionales gorros de papel que les protegían la cabeza de las salpicaduras de tinta. Éstas se habían reducido mucho con las nuevas rotativas de alta velocidad, sofisticadas y controladas electrónicamente, pero los prensistas se aferraban con tenacidad a los usos de su profesión y lucían los pequeños gorros con orgullo. Había relojes en las paredes, y un timbre insistente señalaba el comienzo de la tirada.

Yo me mantenía a un lado mientras los hombres colocaban enormes rollos de papel en las máquinas, las ponían en marcha y se apartaban. Entonces se oía un zumbido acompañado de una vibración que se hacía más intensa hasta que, finalmente, las rotativas trabajaban a toda velocidad y un torrente de periódicos brotaba de ellas. Unas pocas noticias habían ocasionado que se parasen las máquinas: se trataba de momentos extraordinarios. En esas ocasiones el timbre emitía tres pitidos cortos seguidos por uno largo. Los prensistas se miraban por un segundo, se acercaban a las máquinas y, poco a poco, todo se paralizaba, como detenido por una mano gigante. Me recordaba los momentos angustiosos que se viven en un quirófano cuando el corazón del paciente deja de latir, para luego comenzar de nuevo, con fuerza renovada.

—Mantendremos oculta la nota —dijo Nolan, todavía medio dormido—. La dejaremos para el periódico de mañana, así tendremos tiempo de hacerla bien. ¿De acuerdo?

Respondí que sí.

—Ahora bien, lo importante es que la radio, el
Post
y los canales de televisión no se enteren de esto. —Vaciló—. Tenemos que hablar con los policías. Ésa fue nuestra parte del trato. Pero asegúrate de que ellos cumplan con la suya y no lo divulguen. Esta primicia es nuestra; —Hizo una pausa—. ¿Has tomado muchas notas?

Le hablé de las páginas y más páginas que había llenado de citas.

—Bien —dijo Nolan—. No se las entregues. Deja que te interroguen, presta declaración, haz lo que haga falta. Pero no te desprendas de esas notas por nada del mundo. ¿Qué te ha dicho el tipo?

—Que siente impulsos muy fuertes de matar y de hablar.

—Increíble. Creo que ése será el tema principal. ¿Qué más?

—Me ha contado muchas cosas de su vida; anécdotas, en realidad. No sé muy bien con qué objeto. Después ha descrito el asesinato de los ancianos.

—¿En detalles?

—Con pelos y señales.

—Dios mío —exclamó Nolan—. ¡Qué noticia!

Christine quería acompañarme a la jefatura de policía. Dijo que no soportaba la idea de quedarse sola, que tenía la sensación de que, de alguna manera, el asesino rondaba cerca. Le dije que si venía se aburriría y que tenía que trabajar por la mañana. Esperé mientras ella se preparaba para irse a dormir; la observé quitarse la ropa y dejarla en el suelo. Pensé en su desnudez y, por un instante, pasó por mi mente la imagen de los ancianos. Luego, con la misma rapidez, la deseché y le cubrí los senos con las manos, apartando la fina sábana bajo la que dormíamos. Ella cerró los ojos y se tendió de costado, vuelta hacia mí. Le acaricié el cuello; luego extendí el brazo y apagué la luz.

—Ojalá pudieras acostarte junto a mí —dijo—, aunque sólo fuera para abrazarme. No sé si podré dormir.

—No seas tonta —repliqué en la oscuridad.

Antes de irme echaría el cerrojo a la puerta. Además, regresaría por la mañana. Examiné a la luz mortecina que, se colaba desde la calle por la ventana los contornos de su cuerpo. Me pregunté por qué no me sentía más excitado; luego ahuyenté este pensamiento. Salí del dormitorio, cerré la puerta y volví a la sala. Mis ojos recorrieron la habitación en busca de mis notas.

Esa noche, Martínez me aguardaba en el vestíbulo del edificio de la jefatura. Llevaba un traje azul, sin corbata; la camisa abierta, dejaba al descubierto el vello de su pecho. Cuando entré, me sonrió.

—Una azafata —dijo.

—¿Qué? —pregunté, mientras le estrechaba la mano.

—Rubia. De National Airlines. Unos veintitrés años. Estaba enseñándome a volar. —Sonrió de nuevo.

—Lo siento —dije.

Se encogió de hombros.

—El trabajo antes que el placer. De todos modos, jamás debí darle su número a Wilson. Apuesto a que él le encanta eso de levantarse de la cama en mitad de la noche.

Subimos al ascensor con un par de agentes de uniforme. Me miraron por un momento y luego me dieron la espalda. Hablaban de una pelea en la que habían tenido que intervenir esa noche. Uno de ellos se quejaba de un desgarro muscular en la espalda; el otro no lo compadecía demasiado.

—Por aquí —me indicó Martínez cuando las puertas se abrieron en la tercera planta.

Por un instante, las luces me cegaron y tuve que parpadear. El departamento de homicidios estaba en una oficina grande dividida en docenas de compartimentos más pequeños mediante tabiques que no llegaban al techo. Dentro de cada uno, había un par de escritorios orientados en direcciones opuestas, otras tantas sillas y teléfonos. Los escritorios eran viejos, de metal gris, y tenían marcas de cigarrillos.

Los detectives, de pie en las puertas, nos miraban pasar por los pasillos. Sus trajes y corbatas de alguna manera resultaban incongruentes con el marco deprimente que los rodeaba. Vi a un hombre negro con las manos esposadas a la espalda sentado en uno de los reducidos despachos. Estaba recostado en la silla, oyendo hablar a un detective. Tenía una mueca de desdén permanente en el rostro y, periódicamente, sacudía la cabeza. Me fijé en las paredes. Eran verdes y reflejaban la luz fluorescente. En ellas había colgadas fotografías de criminales y carteles de personas buscadas por la justicia, una lista de guardias y un gran letrero escrito a mano que decía: «Todos los agentes asignados al caso del Asesino de los Números deben presentarse a diario ante el sargento Wilson o el oficial de servicio.» Seguí a Martínez por la oficina y me detuve para echar un vistazo a un escritorio.

Sobre él había docenas de fotografías en color. Advertí que se trataba de imágenes del escenario de un crimen.

En ellas aparecía un cadáver cubierto de sangre, encogido dentro del maletero de un coche. Martínez se detuvo al verme. Entró en el despacho y tomó una de las fotografías.

—¿Alguna vez habías visto los destrozos que hace una pistola de calibre doce disparada a bocajarro? No es muy bonito, ¿verdad? Esto es cosa del hampa. La noticia apenas llegó a publicarse en la sección local
del Journal.
Como ya te imaginarás, el crimen no desaparece cuando hay un psicópata suelto. Tenemos que encargarnos de esos casos también.

Estudié la fotografía. El rostro ensangrentado de la víctima estaba paralizado en una expresión de horror, con la boca abierta y los ojos en blanco. El disparo lo había alcanzado en el pecho, que ahora estaba hecho un revoltijo de entrañas y sangre. Cerré los ojos y devolví la foto. Por un segundo me sentí mareado.

—¿Habéis detenido al culpable? —pregunté.

—Sólo es cuestión de tiempo. Tenemos a un sujeto en una celda que aún no se decide a hablar. Él conducía el coche en el que los asesinos se dieron a la fuga. No creo que le atraiga mucho la idea de pagar por lo que hicieron ellos.

Seguimos caminando hacia el fondo entre el murmullo de voces y los timbrazos de los teléfonos. Se oía una docena de conversaciones al mismo tiempo; el ruido parecía un telón de fondo para la actividad, como en la redacción. Los detectives entraban y salían de la oficina: algunos llevaban hojas de papel, otros se ajustaban la pistolera. El ulular de sirenas penetraba desde el exterior a través de la pared y se elevaba sobre el zumbido de los acondicionadores de aire.

Pasamos junto a un despacho que tenía la puerta cerrada, pero en ella había una ventanilla. Martínez se asomó.

—Ah —dijo—, la hora de la confesión.

Eché una ojeada y vi a otro hombre negro. Estaba fumando un cigarrillo. Había dos detectives con él; uno de ellos tomaba notas. En el rincón había un taquígrafo. Sus dedos se movían sobre el teclado.

—Mató a su esposa —explicó Martínez—. Ella había estado tomándole el pelo. Se hallaban en casa, y él decidió demostrarle quién mandaba allí. La molió a golpes.

Seguimos caminando y vi a Wilson esperando a la entrada de una oficina.

—Gracias por venir —dijo—. ¿Habías estado aquí antes?

—No.

—No es muy bonito, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—Escucha, quiero que nos cuentes qué te dijo el asesino, y después, cuando el taquígrafo termine su trabajo en la otra sala, lo mandaremos llamar y podrás contarlo de nuevo. A veces, la segunda vez se recuerdan más cosas. ¿Tomaste notas?

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