Guardó silencio. Se volvió hacia mí.
—Debo de estar envejeciendo. Hablo demasiado. Paso tanto tiempo escuchando que, cuando se me presenta la ocasión de hablar, no puedo parar. Perdóneme. —Volvimos a estrechamos la mano—. Todo esto me interesa mucho —afirmó—. Aquí estaré si me necesita.
Durante casi dos semanas, no tuve noticias del asesino.
El tiempo transcurría con lentitud infinita, segundo a segundo. Estaba convencido de que él volvería a actuar pronto, y cada minuto me parecía interminable. Miami atravesaba el mes de agosto, al paso que le dictaba el calor: cansino, irritante. Un hombre resultó muerto en una pelea con alguien que había chocado contra el guardabarros de su coche. El agresor acabó llorando junto a los vehículos abollados, esperando a la policía, mientras la víctima se ahogaba en su propia sangre. Se cometieron varios atracos a comercios, dos de los cuales tuvieron como consecuencia la muerte de los dependientes; el tercero terminó cuando un escuadrón especial de la policía abatió a tiros a los atracadores adolescentes. Se destapó un escándalo relacionado con el gobierno local: un contable descubrió un agujero considerable en un fondo para gastos menores, y la fiscalía citó a declarar al alcalde y dos comisionados. No me asignaron ninguna de esas noticias. Nolan me mantuvo en la oficina la mayor parte del tiempo.
Escribí un largo artículo en el que detallaba las actividades policiales, en especial las de un equipo que trabajaba con registros del ejército que se habían solicitado a Fort Bragg, Carolina del Norte, y al Pentágono, en Washington. También traté otros temas. Una noche acompañé a dos agentes en su ronda en coche patrulla. Me dijeron que habían percibido cambios muy sutiles. Al principio, había menos gente en las calles por la noche; luego, menos adolescentes. Los barrios estaban mucho más tranquilos. El oficial habló con furia del asesino; comentó que le gustaría encontrarse a solas con él durante unos minutos y tener la oportunidad de resolver el asunto a tiros. Ambos eran jóvenes y habían servido en Vietnam. Claro que esa guerra no fue nada buena, dijo uno de ellos, pero ya había terminado y todos habían vuelto a casa. Su compañero se mostró de acuerdo y gruñó mientras conducía en el coche por calles oscurecidas, pasando por casas que parecían cerradas, clausuradas.
Durante esas dos semanas hablé con Wilson y Martínez a diario, algunos días hasta dos veces, tratando de desarrollar artículos a partir de la información que me facilitaban. En su trato conmigo a veces se mostraban abiertos, a veces circunspectos; me hablaban de algunas áreas de investigación, de las pruebas balísticas, de sus pesquisas en las armerías para averiguar quién había comprado balas de calibre 45 en los últimos meses. Los noté más reacios a tocar el tema de la investigación de los registros del ejército. Sospechaba que habían encontrado pistas nuevas, que incluso habían obtenido algunos nombres, pero no querían decírmelo. Transmití mis sospechas a Nolan, que presionó a su contacto, el teniente de homicidios, para que lo averiguase. Sin embargo, el contacto sólo reveló que habían avanzado un poco en la investigación, pero que no había nada concreto. Mis recelos no se dispararon.
Entonces Nolan decidió que debíamos dejar de apoyarnos tanto en la policía, de modo que me puse a trazar un perfil del asesino basándome en las cintas y en las notas de las conversaciones. Cerca del fin de la segunda semana, mientras completaba esta tarea, el jefe de redacción me mandó llamar para preguntarme si creía que el asesino se había marchado. Se puso de pie y se dirigió a la ventana de la puerta de su oficina para observar la actividad que reinaba en la redacción.
Admitió que le preocupaba la posibilidad de que el periódico estuviese prolongando el clima de temor con los artículos diarios acerca del asesino y los progresos de la policía.
—Aparquemos el tema —dijo— hasta estar seguros de que ese sujeto sigue por aquí.
Como estaba vuelto hacia la ventana, tuve que esforzarme para oír sus palabras. Era un hombre pulcro que vestía con trajes de alta confección. Sin embargo, siempre llevaba la camisa arremangada y a menudo tenía las manos manchadas de tinta.
Nolan estaba allí, escuchándolo, y vi que asentía. Después reconoció que estaba indeciso. Se podía argumentar que, al continuar con los artículos, tal vez evitaríamos que se cometieran más asesinatos; que el asesino parecía reaccionar con mayor violencia a la falta de noticias que al flujo constante de ellas. Cada vez que el flujo se reducía, él actuaba; al menos, eso decía. El jefe de redacción estuvo de acuerdo en que eso ponía al periódico en una situación difícil, pero añadió que no podíamos permitir que un demente tomase las decisiones por nosotros.
—Está bien —cedió Nolan—, veremos qué pasa.
En cuanto a mí, no creía que el asesino hubiese desaparecido. Intuía que no estaba lejos.
El perfil constaba simplemente de una serie de notas, pues lo había elaborado sin intención de publicarlo. Como decía Nolan, era un retrato robot para nuestro uso particular. En él había escrito:
Hijo único.
Maltratado.
Humillado.
¿Seducido?
Fui a la biblioteca a consultar un anuario y una enciclopedia. Busqué la entrada sobre Ohio. Los contornos de aquel estado cuadrado y sólido como la expresión firme de alguien del Medio Oeste, aparecieron ante mí. Mis ojos siguieron los caminos que cruzaban el territorio en una y otra dirección y se detenían en los puntitos que correspondían a las poblaciones. Al ver el recorrido sinuoso del río Ohio intenté imaginar una llanura que se extendía desde sus orillas hacia el interior, con campos sembrados cuyas plantas crecían hacia el sol, bajo el cielo de agosto. Porter pasaba por allí y se detuvo a mirar el mapa por encima de mi hombro.
—¿Has estado allí alguna vez? —preguntó. Negué con la cabeza.
—Hace frío en invierno. Calor en verano. La gente es muy conservadora. Estuve en la Universidad Estatal de Kent cuando los soldados de la Guardia Nacional mataron a los estudiantes. Era un día claro, soleado, brillante. Recuerdo que todo parecía más bien un simulacro: la multitud huía, coreaba consignas, gritaba, lo habitual. Recuerdo el maldito momento, después de los disparos yo no sabía qué había ocurrido, pero estaba aturdido. Era como si la certeza de que habían abierto fuego contra la multitud estuviese en mi cabeza, luchando por penetrar mi conciencia, como los últimos minutos de sueño por la mañana. Se oyó un grito o, más bien, un alarido (me recordó al que soltaban las mujeres árabes de La batalla de Argel) y entonces comprendí, sin verlo, lo que había sucedido. Eché a correr, por supuesto, como todos. Pasé junto a los cadáveres. Aún recuerdo la sangre sobre el asfalto negro. ¿Sabes?, hay una escultura en medio del campus, de líneas muy angulosas y precisas. Está hecha de una especie de acero que parece bronce. Tiene un agujero de bala en una de sus esquinas; un pequeño círculo por el que apenas pasa un dedo. Perfectamente redondo. Regresé a mi escritorio y escribí:
La ciudad.
El ejército.
La guerra.
El incidente.
¿Cuál era e! incidente? En la oficina de prensa de mi universidad, teníamos enmarcada la famosa fotografía de My Lay 4. Era un póster de dimensiones exageradas, amarillo y verde, en cuyo centro aparecía una maraña de cuerpos bañados en el rojo de su propia sangre. Recordé también otras fotografías: la muchacha que corría desnuda hacia la cámara, huyendo de los bombardeos de napalm, con la boca abierta en un gesto de terror; la expresión vacía de la muerte en el rostro de un nativo del Vietcong en el microsegundo en que su cabeza estallaba al recibir el impacto de la bala disparada por el jefe de policía.
¿A qué incidente aludía el asesino? ¿Qué había hecho?
Escribí:
Edad, de 25 a 30.
Pasó una temporada en hospital de veteranos.
Ojos grises.
Me pregunté si él me había dicho la verdad. «¿Qué es realidad? ¿Qué es ficción?», me había dicho por teléfono.
El teléfono sonó cuando yo salía de la ducha. Oí que Christine lo atendía. Agarré una toalla y comencé a secarme a toda prisa. Oí un golpe en la puerta tan leve que prácticamente lo absorbió el vapor. Christine abrió la puerta, tenía los ojos muy abiertos.
—Es él —dijo—. Estoy segura. Ha vacilado por un momento cuando he contestado y luego ha preguntado por ti. Está esperando.
Me puse una bata y me froté ligeramente la cabeza con la toalla. Cuando levanté el auricular, aún me notaba la espalda mojada.
—Ésa debe de ser su novia —dijo la voz—. Parece muy simpática.
—¿Dónde ha estado? Han pasado casi dos semanas.
—Aquí y allá —respondió—. En el centro, en los suburbios, por toda la ciudad.
»Dígale a la policía que siga revisando esos registros; seguramente hallarán algo. Conocen el dato de los ojos grises; ¿qué más? Ah, sí, lo de la buena puntería, la medalla que obtuve. Dígales que investiguen eso; así reducirán un poco el campo de búsqueda. La diligencia tiene su recompensa; recuérdeles eso. —Titubeó de nuevo—. Pero eso no les servirá de nada. —Una pausa—. Jamás me atraparán. Por más que yo les ayude. —Otro silencio—. Usted debe de estar ansioso por poner manos a la obra —dijo el asesino—. Bien, aquí tiene un trabajo: Número Cuatro.
—¿Dónde?
—Hacia el oeste, cerca de Krome Avenue, en el límite de los Everglades. Es una zona maravillosa, tranquila, desierta. Allí se puede pensar; no hay más sonidos que los de los animales y algún que otro avión que pasa. Al salir de la autopista, avance unos cinco kilómetros por Krome. Hacia la izquierda verá un camino de tierra. Tómelo y siga recto un kilómetro. Deténgase y camine unos cien metros por entre los arbustos. Hallará un claro. Más vale que se dé prisa, porque le espera una sorpresa.
Y entonces colgó.
Sólo eran las ocho de la mañana. Oí que Christine arrimaba una silla a la mesa de la cocina y se sentaba en ella.
—Ha vuelto a matar —dije.
Ella no respondió.
—Tenías razón, era él.
Posé la mirada en el teléfono. Más valía que me diese prisa; eso había dicho el asesino.
Wilson no tardó mucho en contestar. Lo imaginé al otro lado de la línea, con el rostro crispado de furia, enrojeciendo hasta la base de su corto cuello.
—¿Otra vez? —preguntó, como si tuviese un presentimiento, en cuanto descolgó el auricular.
—Por Krome Avenue, hacia los Glades —le indiqué—. Me ha dicho que había una sorpresa, además del Número Cuatro.
—¿A qué se refiere con la sorpresa?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Él juega conmigo tanto como con vosotros.
—Es una zona muy extensa —protestó Wilson, pero lo interrumpí.
—Oye, mejor escúchalo tú mismo.
Rebobiné la cinta de la grabadora que la policía había conectado a mi teléfono. Luego coloqué el micrófono del auricular contra el altavoz y reproduje la grabación para que la oyera Wilson. Las palabras del asesino llenaron la habitación. Me volví hacia Christine; estaba sentada, sacudiendo la cabeza.
Terminó en lo que pareció un segundo. Detuve la cinta y llevé el auricular a mi oído.
—¿Lo has entendido? —pregunté a Wilson.
—Hijo de perra —masculló.
Esperé.
—Maldito hijo de perra —prosiguió—. Lo atraparé. Lo atraparé yo mismo. —Cambió el tono de voz—. Gracias por llamar. Te veré allí.
Después de colgar el teléfono, me acerqué a Christine por detrás, apoyé la mano en su hombro y se lo apreté, tratando de transmitirle una sensación de calma. Ella me tomó de la mano pero no dijo nada, sólo continuó meneando la cabeza. Sin embargo, mi mente ya había vuelto a la conversación e intentaba imaginar lo que nos esperaba en Krome Avenue. Fui al dormitorio y comencé a vestirme.
Pasaron varios minutos hasta que advertí que había olvidado llamar a Nolan y avisar a la redacción. Lo recordé de repente y sentí una especie de pánico, como un colegial a quien el profesor le hace una pregunta inesperada cuando no está prestando atención.
Mientras me remetía la camisa en los pantalones, marqué el número de la redacción. Mientras esperaba a que Nolan contestara, me asaltó la imagen del jefe de imprenta, vacilando en el último segundo, recorriendo con la vista la gran habitación y las máquinas que esperaban, antes de oprimir el botón que las ponía en marcha y llenaba el aire de ruido.
La «sorpresa» del asesino fue un acto de extraordinaria crueldad.
Provocó una ira generalizada por toda la ciudad y, al mismo tiempo, aumentó el temor que estaba ya tan extendido. Por primera vez, la gente comenzó a formar grupos; las asociaciones cívicas celebraban reuniones y se organizaron patrullas. La publicidad del caso también se intensificó;
Time
y
Newsweek
dedicaron considerable espacio al asesino y a su serie de crímenes y llamadas telefónicas. Cada revista publicó una fotografía mía y ambas me citaron. También me entrevistaron para las noticias de televisión, pero eso ya se había convertido casi en una rutina. El
New York Times
y el
Washington Post
enviaron a sus corresponsales locales a hablar conmigo y luego publicaron extensos artículos. El
Chicago Tribune
mandó a una periodista a Miami. Ésta se alojó en uno de los hoteles de Miami Beach y yo la llevé a recorrer los lugres donde se habían descubierto los cadáveres. Publicaron la historia en la parte inferior de la primera plana; algunos días más tarde, ella me envió una copia. Comencé a recortar los artículos (los míos y los que veía en la prensa nacional) para guardados en mi escritorio, en un archivo que crecía a diario.
Había intentado atravesar la ciudad sorteando el tráfico con la mayor rapidez posible, hacia la autopista. Había atascos en la dirección contraria en las calles que conducían a la bahía y el centro de Miami, de modo que no me resultó difícil rebasar el límite de velocidad, con la ventanilla bajada de modo que el aire caliente entraba a raudales. La luz cegadora del sol se reflejaba en el asfalto, de modo que mantuve una mano sobre el volante mientras, con la otra, sacaba de su estuche mis gafas de sol. Advertí que un automóvil se acercaba rápidamente desde atrás. Era Porter, conduciendo muy por encima del límite de velocidad, cambiando continuamente de carril, sin preocuparse por los obstáculos. Me saludó con un gesto al pasar y yo aceleré para no quedar atrás.
Ambos íbamos a más de ciento cuarenta. Pronto llegamos a la salida de Krome Avenue y, al enfilar la calle de dos carriles, vi un coche policial verde y blanco que nos adelantó con un rugido. Fue entonces cuando oí las primeras sirenas y supe que formábamos parte de una oleada de vehículos que descendía hacia los Everglades. Avisté un grupo de garzas blancas que levantaban vuelo desde el pantano; media docena de aves cuyas plumas brillaban al sol, alejándose en el cielo azul. Detrás de nosotros venía una ambulancia, con sus luces intermitentes rojas y amarillas y su sirena ululando con estridente apremio. Aminoramos la marcha para dejada pasar y luego volvimos a acelerar. Sabía que no estábamos lejos. Segundos más tarde, vi una docena de automóviles y coches camuflados aparcados desordenadamente al costado del camino; sus luces de posición destellaban en una discordante sinfonía visual. La ambulancia llegó tan lejos como pudo; luego se detuvo y sus ruedas despidieron grava y tierra. Tres hombres del equipo de rescate, vestidos de amarillo, saltaron de la ambulancia, cargados con una camilla. Uno de ellos llevaba un maletín de médico y un estetoscopio colgado del cuello. Aparqué y los seguí, observando a los agentes uniformados que guiaban al equipo de rescate por la ciénaga. Porter se volvió hacia mí y gritó: «¡Vamos, vamos!», caminando rápidamente en pos de los policías, que estaban abriendo un sendero en medio de la maleza. Mientras lo seguía, llegaron dos furgonetas de la televisión y un coche del Post.