Read Al calor del verano Online

Authors: John Katzenbach

Tags: #Policíaco, intriga

Al calor del verano (13 page)

Durante los minutos siguientes, lo único que oí fue la voz del asesino mezclada con el sonido de la pluma del doctor al desplazarse sobre el papel. No dejaba de tomar notas; sólo de cuando en cuando levantaba la vista y la posaba en mí. Una sola vez enarcó las cejas, sorprendido ante una declaración del asesino.

Me volví y contemplé un enorme buque petrolero que surcaba el azul transparente de la bahía; los colores del Picasso en la pared se parecían mucho a los del agua. El barco se dirigía al puerto de Miami, con la línea de flotación baja, pues no llevaba carga. Al fondo, la voz del asesino continuaba hablando, imprimiendo una fría pasión a sus palabras.

Cuando la cinta terminó, miré de nuevo al psiquiatra. Soltó el aire como si durante todo ese tiempo hubiese estado conteniendo el aliento. Eso me trajo a la memoria un extraño recuerdo de un viaje con mi padre y mi hermano en el coche familiar. En una ocasión mi padre me dijo que si uno lograba aguantar la respiración durante todo el tiempo que tardara en atravesar un túnel, se le concedería un deseo. Jamás especificó quién lo concedería (supuse que algún genio de los túneles o algo así), pero recuerdo que durante años yo contenía el aliento automáticamente cuando el coche quedaba envuelto en la oscuridad, esforzándome en silencio por aguantar lo máximo posible. En los alrededores de Nueva York eso resultaba particularmente difícil; los túneles Lincoln y Holland resultaron ser demasiado largos para mis pequeños pulmones. Siempre experimentaba una breve sensación de derrota cuando expulsaba de golpe el aire de mi cuerpo.

—Bien —dijo el psiquiatra, titubeante—, esto es un problema.

—¿En qué sentido?

—Le diré algo extraoficialmente. —Cuando asentí con la cabeza, prosiguió—: Sé que la policía ya ha llamado a dos de mis colegas para que escucharan la grabación. Hablé con ellos anoche, pues sabía que usted vendría hoy. Verá, yo tengo la costumbre de estar en desacuerdo con mis colegas. —Soltó una carcajada y luego sonrió por unos instantes—. Pero no en esta ocasión.

—¿Cuál es el veredicto? —pregunté—. O sea, ¿qué puede decirme acerca de este tipo? No quiero parecer demasiado simplista, pero mi instinto me dice que ese hombre habla en serio. Y que es peligroso.

—Bueno —volvió a comenzar el doctor—, está en lo cierto en ambos aspectos. —Echó una ojeada a sus notas—. Me temo que es demasiado pronto para colocarle una etiqueta que pueda usted ofrecer a sus lectores. En realidad, no hay suficiente material para formarse una idea precisa, aunque la cinta es notable.

»A menudo empleamos los términos psicótico, psicópata, sociópata. Los dos últimos significan más o menos lo mismo. Hablamos de perversiones sexuales, conducta aberrante, paranoia, esquizofrenia, todos los términos conocidos para usted y muchos otros profanos en la materia. Este asesino parece tener varios rasgos dominantes que se prestarían a varias interpretaciones psiquiátricas. Yo no he detectado síntomas evidentes de paranoia, pero eso no significa que él no padezca el trastorno. De hecho, la parte de su discurso en que habla de la víctima parece indicar que lo padece. Es obvio que está muy desequilibrado, al borde de la psicopatía... —El doctor vaciló de nuevo y clavó en mí una mirada intensa—. Pero dejémonos de palabrería y vayamos al grano, ¿de acuerdo?

Asentí otra vez.

—Por regla general, quienes ejercemos la psiquiatría no emitimos juicios sobre la posible peligrosidad de los diversos trastornos. Sin embargo, en mi opinión, este asesino es sumamente peligroso. También creo que volverá a matar. Más de una vez. —Ojeó sus notas. «La gente tiene que entender», leyó en voz alta—. Bueno, esto parece expresar su necesidad de aceptación; lo importante que es para él justificarse por lo que él mismo considera una conducta fuera de lo normal.

»Luego se extiende en una larga relación de su niñez atribulada en una granja de Ohio. El hecho de que hable con tanta frialdad de los malos tratos de que fue objeto resulta insólito; por lo general, la mente bloquea esos recuerdos. Él asegura que lo castigaban de forma irracional. Sospecho que el abuso que sufrió fue mayor y más arbitrario que el que describió. Después se produce una crisis; todos sus sentimientos respecto de la culpa, el castigo, el bien y el mal, todos se invierten: sus esquemas se rompen. Fíjese en que él recuerda que su padre lo obligaba a contar en voz alta los golpes; ahora vemos ese aspecto repetido en su numeración de la víctima. Ella es el Número Uno.

»También me llama la atención la imagen que él da de la madre. Ella parece una no-persona; se limita a observar todo el tiempo. Dudo de que realmente haya sido así, creo que es probable que ella también haya tenido un comportamiento aberrante, pero no es más que una especulación.

»Luego él habla de un largo período de inquietud, de noches en vela. Desde el punto de vista psiquiátrico, esa época corresponde al momento de su despertar sexual. Pero a estas alturas él está tan confundido... Me pregunto si realmente oía correr el agua del baño o si se trataba de algún otro sonido nocturno relacionado con sus padres. Claro que sólo estoy haciendo conjeturas.

»Después vienen esas declaraciones tan notables. Mire, lo he anotado: "Intentaba ahuyentar todas las pesadillas. Más tarde, en Vietnam, me dejaban solo en el puesto de escucha del perímetro..." ¿Lo ve? Pasa bruscamente del tema de su niñez al de la guerra. Vietnam. Así. pues, cabe la posibilidad de que acuse los efectos de un tipo de fatiga de combate. Durante la década de los cincuenta, después de la guerra de Corea, colaboré en algunos estudios. Descubrimos síntomas de psicosis que surgían bajo ciertos tipos de tensión y fatiga. Bien. En general, no duraban mucho tiempo y se disipaban cuando el sujeto se apartaba de la situación de tensión. Sin embargo, algunos de mis colegas que han trabajado con veteranos de Vietnam dan cuenta del mismo síndrome, sólo que en un grado más agudo: en esos casos, los síntomas no desaparecen con tanta rapidez. Hay muchas teorías que intentan explicar el fenómeno en función de la naturaleza de la guerra, la contrainsurgencia, el salvajismo, la falta de un enemigo definido, la ausencia de un frente y la absurdidad de todo, especialmente en combinación con las contradicciones de la guerra. Me refiero a que eran hombres que estaban en campaña y realizaban tareas rutinarias que a veces teman consecuencias terribles: temían pisar una mina terrestre, perder las piernas o los genitales; extraviarse en un entorno ajeno; encontrarse de pronto en medio de un fuego cruzado, incapaces de ver o de combatir al enemigo, rodeados de muerte. Entonces, momentos después, subían a la cima de alguna colina, descendía un helicóptero y todo el mundo bebía Coca-Cola fría o una cerveza, casi como si estuvieran en casa. Eso resulta increíblemente desorientador. En efecto, no sabían dónde estaban. Y en medio de todo aquello, nuestro hombre halla paz."... fue una época tranquila para mí..." Extraordinario.

»Pero —continuó el psiquiatra—, y éste es un pero muy importante, sucede algo. En cierto momento alude al "verdadero horror". Lo ve como una especie de obra de teatro, una manera de describir lo que nosotros llamamos reacción disociativa, que consiste en verse a sí mismo como desde fuera. Y luego dice que hablará de eso más tarde.

»Supongo que ésa es la clave. Si yo fuese aficionado al juego, apostaría a que la serie de asesinatos en la que parece haberse embarcado es, en su mente enmarañada, una suerte de reconstrucción. En efecto, él está reproduciendo una experiencia personal. Es como esos casos tan sonados de veteranos de guerra que disputan con la gente en la calle; reconstrucciones inconscientes de momentos vividos en la guerra. La mente se confunde; la paz del hogar se convierte a sus ojos en escenario de guerra. Y el soldado que llevan dentro reacciona.

»Creo que nos ayudaría mucho a comprender la forma de pensar del asesino el que usted averiguase la naturaleza de ese "horror". Pero tenga cuidado: la mente del hombre aún puede adaptarse. Él todavía aprecia el simbolismo. No le propondrá necesariamente un trato equitativo.

El psiquiatra giró en su silla y se puso de pie. Se dirigió a la ventana panorámica y dirigió la vista a la bahía. Levantó las manos en un movimiento reflejo para apartarse un mechón de la frente. Sin dejar de mirar al exterior, prosiguió:

—Recuerdo cuando estuve en el ejército, en una unidad psiquiátrica a las afueras de Vacaville, en California. Allí tratamos miles de hombres aquejados de fatiga inducida por las condiciones de batalla, secuelas de la guerra de Carea. Dios mío, cuesta creer que haya pasado un cuarto de siglo. La mayor parte de los casos permanecen frescos en mi memoria. Eran como piezas en una cadena de montaje, ensambladas con rapidez y eficiencia, pero con algún defecto interior que no saltaba a la vista pero que les impedía funcionar de manera apropiada.

»En un pabellón teníamos que mantener las luces encendidas durante toda la noche porque los hombres tenían un miedo atroz a la oscuridad; eran hombres fuertes, que habían pasado por experiencias terribles y sobrevivido, pero, de pronto, no podían controlar sus temores cuando se apagaban las luces. Hay un caso que recuerdo particularmente. No estoy seguro de que venga a cuento: júzguelo usted mismo.

»Él llegó poco después de la invasión china, cuando los chinos cruzaron el río Yalu y dejaron divisiones enteras aisladas antes de que el mando estuviese centralizado y las líneas se formasen de nuevo. Tal vez usted no lo recuerde y, por cierto, pocas personas en Estados Unidos llegaron a enterarse de lo inesperado y aterrador que resultó ese ataque. En ese entonces prevalecía el racismo que aún encontramos hoy, en menor grado, en la guerra de Vietnam; el miedo derivado de la propaganda acerca del peligro amarillo y los orientales insensibles y bestiales. Todavía imperaban en buena medida el patrioterismo y el sentimiento anti oriental de la Segunda Guerra Mundial. Bueno, basta decir que era una época difícil.

»La desorientación y la consiguiente proyección de emociones que veo en el asesinato me recuerda a uno de los pacientes que traté entonces. Era un hombre joven, rubio, de pómulos altos, con un semblante que denotaba una buena educación. Por cierto, procedía de buena familia; la madre pertenecía a la alta sociedad de Nueva York, y el padre era lo que podríamos llamar un magnate de la industria. El hijo se había criado en un ambiente de colegios privados, chóferes, profesores de piano y ópera. A los diecisiete años ingresó en Harvard, donde se licenció en historia y ciencias políticas. Estaba destinado al servicio diplomático, al menos al principio; tal vez a la facultad de derecho, o quizás a emprender una carrera política. Un muchacho muy valioso, ¿verdad?, con un potencial tremendo. Me hablaba mucho de una conversación que había mantenido con su padre acerca del futuro, y de que ambos convenían en que servir en el ejército durante un tiempo sería una experiencia muy valiosa, incluso imprescindible. Otro paso en el camino al éxito.

»Poco después de su graduación, el joven obtuvo un cargo de oficial en el ejército. Se ofreció voluntario para la guerra de Corea después de largas discusiones con su familia; pensaba entrar en combate un par de veces y quizá conseguir una o dos medallas. El padre había prestado servicio militar en tiempos de paz, entre las dos guerras mundiales. Ninguno de ellos era consciente de lo peligrosa que era la situación en que se estaba poniendo el muchacho. No tiene usted idea del grado al que llegaba su ingenuidad; se manifestaba constantemente en nuestras conversaciones. Por tanto, cuando los chinos cruzaron el Yalu, este joven estaba al mando de una compañía de fusileros, cerca de la línea del frente.

»Fueron aislados, rodeados por una fuerza superior y masacrados. El joven estaba con un pelotón que acabó acribillado por las armas automáticas. Cuando el fuego cesó, él era el único que quedaba con vida. Entonces advirtió que los chinos recorrían el escenario de la carnicería, revisando sistemáticamente los cuerpos. En una fracción de segundo decidió que, para evitar que lo capturasen o lo matasen, tendría que hacerse el muerto. Mojó los dedos en la sangre de sus hombres y se manchó la ropa con ella. Según me contó, obró con rapidez, mecánicamente, sin pensar realmente en lo que hacía. Al final, cuando sus heridas parecían auténticas, colocó dos cadáveres de modo que él quedaba medio oculto debajo de ellos. Su último acto fue tomar un puñado de sangre y materia cerebral de un cadáver y embadurnarse la frente y la cabeza. Luego cerró los ojos y esperó, temeroso de que el aire frío delatara su respiración, sintiendo el peso muerto de los hombres que tenía encima.

»Entonces sufrió una alteración de la percepción; sus sentidos quedaron reducidos al oído y el olfato. Era como un ciego; cada sonido se le figuraba una nota de terror extraña, aterradora. Me dijo que oyó voces que se acercaban y pies que se arrastraban. En un momento, alguien habló en inglés, a lo que siguieron respuestas guturales en chino. Luego sonaron disparos, cada vez más cercanos. El joven sintió que el frío del suelo penetraba como la muerte misma en su cuerpo, ya sepultado bajo los cadáveres de sus soldados, los hombres que él había tenido a su cargo y a quienes había conocido apenas unas horas antes. Tenía las extremidades paralizadas de terror, pues creía que de un momento a otro lo sumirían en una oscuridad más profunda que la que encerraban sus párpados apretados. Finalmente, oyó pasos cerca de él y notó que los cuerpos bajo los que yacía se movían, como si alguien los empujase con la punta de un arma. Luego las pisadas se alejaron y él permaneció inmóvil durante horas, en espera de otro sonido. Me aseguró que tuvo que reunir todo su valor para abrir los ojos y mirar en torno a sí. Estaba solo, salvo por los muertos.

»Pasó dos días aislado tras las líneas enemigas. Vagó por allí, escondiéndose entre arbustos y árboles. Por las noches, se resguardaba de la nieve con ramas lo mejor que podía. No comía: no encontraba nada. Al tercer día se topó con un grupo de hombres que también habían quedado aislados pero que habían logrado establecer contacto por medio de la radio. En pocas horas, estuvo a salvo tras nuestras líneas. Presentó un informe a sus superiores describiendo el ataque y la pérdida de sus hombres con todo detalle. Según creo, los nombró a casi todos de memoria. Lo examinó un médico, que dictaminó que se encontraba en buen estado de salud a pesar del duro trance por el que había pasado, y poco después lo enviaron de regreso a Estados Unidos. El ejército le otorgó la Medalla al Servicio Distinguido.

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