Nolan pasó por allí.
—Mantén esa cosa conectada al teléfono en todo momento. Ten siempre lista una cinta en blanco.
Por un momento me pregunté adónde llegaría todo eso, cuánto daría de sí la historia. Luego sacudí la cabeza, miré las notas y la transcripción, coloqué una hoja de papel en la máquina de escribir y comencé a construir el artículo:
El asesino de la adolescente Amy Hooks ha llamado al
Miami Journal
y ha asegurado que la muerte de esa muchacha de la zona suroeste no es más que el primero de una serie de asesinatos que planea cometer. «Bienvenido —dijo el asesino por teléfono— a los parámetros de la pesadilla.»
Una vez escritas las primeras líneas, el resto del texto fluyó con facilidad. Me basé principalmente en las palabras del asesino y expuse parte de su propio razonamiento. Sólo me referí indirectamente a la larga historia que contó de su pasado. Sentí remordimientos al reproducir las frases que describían los últimos momentos de la muchacha. Me vino a la mente la imagen fugaz de la madre y el padre en medio de la sala de su casa, rodeados de fotografías de su hija muerta. Me pregunté cómo reaccionarían al leer la crónica. Cerré los ojos por un momento, pensando en ese nuevo dolor que les causaría; luego, con la misma rapidez, dejé a un lado este pensamiento y me centré de nuevo en las declaraciones y comentarios del asesino.
Nolan leyó con atención el artículo en la pantalla que tenía delante.
—Joder —exclamó.
—¿Qué?
—Fíjate en esto, en su manera de hablar. Sus descripciones, las frases que construye, las ideas que expresa. No hay oraciones incompletas ni vacilaciones. ¿Conoces a alguien más que hable así?
—Bueno, es inteligente —admití—. ¿Y qué?
—No lo sé —dijo Nolan, clavando en mí la vista—. Pero ten cuidado, Malcolm, ¿eh?
—Claro —respondí, pensando: «¿Cuidado con qué?»
Nolan se volvió hacia la pantalla.
—Me pregunto cómo terminará todo esto —murmuró.
A la mañana siguiente se publicó la noticia con grandes titulares:
EL ASESINO ANUNCIA UNA «PESADILLA»;
PROMETE MÁS ASESINATOS.
Mi teléfono sonó a las 5.30 de la mañana, la hora en que la edición principal del periódico, con la crónica impresa justo debajo de la cabecera, pasaba de la imprenta a los camiones de reparto. La primera llamada fue de un periodista de la oficina de Associated Press en Miami. Christine intentó explicarle que yo aún dormía, pero me incorporé y respondí sus preguntas medio atontado. Esa noche había soñado varias veces que perseguía a mi tío por toda la ciudad. En ese sueño, las formas y las sombras aparecían deformes y extrañas, como vistas en un espejo curvo. Dalinianas.
Mientras yo hablaba, Christine se sentó a beber café y a leer el periódico desplegado ante ella sobre la mesa. La luz de las primeras horas de la mañana inundaba la habitación. Cada pocos segundos, Christine me miraba y sacudía la cabeza. Yo sorteé las preguntas como buenamente pude. Todos querían una copia de la cinta. Terminé con el de AP, y sólo un par de minutos después volvió a sonar el teléfono. Era un reportero del
Miami
Post
que preparaba su artículo para la primera edición. Parecía furioso porque el asesino se había puesto en contacto conmigo y no con él. Me libré de él lo más rápidamente posible. Al cabo de otro minuto o dos, llamaron de United Press International para asediarme con las mismas preguntas y peticiones. Yo les contesté que podían leer toda esa información en el periódico y aprovechar lo que quisieran. Pero ellos querían entrevistarme. Los de UPI incluso pretendían que les facilitase una fotografía. Les dije que no. Luego dejé el teléfono descolgado. Por un rato emitió un pitido electrónico que tenía algo de grito y finalmente enmudeció. Christine levantó la vista del periódico.
—Esto es apenas el comienzo, ¿sabes? —dijo.
Posé las manos sobre sus hombros y se los masajeé por un momento; luego las deslicé bajo su bata y las coloqué sobre sus senos. Sentí que los pezones se endurecían al contacto de mis dedos, pero ella me agarró los brazos y los apartó.
—Lo siento —dijo—, pero leer esto me quita las ganas. No sé cómo tú puedes soportado. Creo que a mí me habrían entrado ganas de chillar. —Reflexionó por un instante—. ¿Le pediste al tipo que se entregara?
—No. —La idea me pilló por sorpresa—. No se me ocurrió. Hablaba con demasiada serenidad; daba la impresión de haberse preparado muy bien, de estar muy inmerso en lo que hacía y decía. No hablaba como un hombre dispuesto a entregarse.
—Otros lo han hecho. Me refiero a los que se han entregado a algún periodista porque temían que la policía les hiciese daño. O a lo que ocurrió en Attica, donde querían observadores.
—No les sirvió de mucho, ¿verdad?
—No —admitió—, pero tú sabes a qué me refiero.
—Ojalá se me hubiera ocurrido. Me pregunto cómo habría reaccionado él.
—¿Qué crees tú?
—Creo que se habría reído.
Christine guardó silencio por un momento, pensativa. Se puso de pie y se dirigió a la ventana. De pronto, su rostro quedó enmarcado por el resplandor que le iluminaba los pómulos y hacía brillar sus ojos. Traté de pensar en algo que decir para arrancarla del estado de ánimo en que se estaba sumiendo. No entendía que se sintiese oprimida; esa historia se estaba convirtiendo en la más importante de mi vida. Yo estaba entusiasmado. Creo que, en el fondo, no quería que atraparan al asesino ni que éste se rindiera... Aún no, pensé. Christine debía de estar pensando lo mismo, porque preguntó:
—¿Crees que lo hará? ¿Cometerá más asesinatos?
—No veo por qué no —respondí.
Ella se volvió.
—¿Quieres que lo haga?
Me encogí de hombros.
—Si lo hace, la historia será más sensacional, ¿verdad? —añadió.
—Sí —reconocí. No podía negarlo.
—Tal vez ganarías un premio.
—Es probable.
—Quizás incluso conseguirías el sueño dorado de todo periodista, ¿eh? El Pulitzer. ¿Has pensado en eso?
—Oh, vamos —la reconvine—, no te entusiasmes tanto.
Pero lo cierto es que lo había pensado. Christine se rió, pero su risa era amarga. Creo que sabía que estaba mintiendo.
—¿Eso no te molesta?
Volví a encogerme de hombros, pero ella continuó acosándome a preguntas.
—¿No se te ha pasado por la cabeza que tal vez ese tipo necesita la atención que le dedican la prensa y la televisión? ¿Que sin ella se sentiría vulgar y olvidado? ¿Que el interés que despierta lo incitará a cometer actos más graves y más impactantes?
—Sí —respondí—, esas ideas me han pasado por la mente. Pero ¿qué se supone que debo hacer? ¿Ignorarlo? Además, ¿quién sabe?, él podría continuar con los crímenes a pesar de lo que escriba yo o cualquiera.
—¿No te importa? —insistió.
—Aún no.
Me detuve en el aparcamiento del
Journal
. El cielo era de un color celeste virulento: no parecía tener fin ni límite de altura. Andrew Porter me divisó y se acercó a grandes zancadas.
—Así que también los famosos tienen que venir a trabajar —comentó con una carcajada.
—¿De qué hablas?
—Ya lo verás.
En la entrada principal había al menos media docena de cámaras de televisión.
—Hasta luego —dijo—. Recuerda: no dejes de sonreír. —Y se perdió entre la multitud que me rodeaba.
Intenté llegar a las puertas; noté que el calor aumentaba bruscamente debido a los focos. Me detuve cuando vi ante mí el primero de varios micrófonos. Las preguntas llegaron en oleadas rápidas, incesantes, incoherentes. Apenas alcanzaba a responder una cuando ya me lanzaban otra.
—¿Cómo hablaba?
—¿Especificó cuándo comenzarían los asesinatos?
—¿Por qué cree que le llamó a usted?
—¿Cree que está loco?
—¿Cree que volverá a llamar?
—¿Por qué está haciendo esto?
Finalmente, levanté la mano.
—Lo siento —dije—, pero todo lo que sé está en la crónica publicada en el
Journal
de hoy: no hay nada que pueda agregar. No tengo idea de lo que ocurrirá ahora.
Entonces me excusé y entré en el edificio. Había algunas periodistas más, esperando junto a las puertas. Entre risitas, me hicieron la misma broma que Porter. Sonreí.
—Es sólo mi manera de conseguir un aumento de sueldo.
En el fondo, me complacía ser el centro de atención. Me di cuenta de que me había gustado verme rodeado de cámaras, acribillado a preguntas. Mientras me dirigía a mi escritorio, pasé junto al jefe de redacción.
—Magnífica historia —aseveró—. Continúe con ella.
—Y me dio una palmadita en la espalda.
Nolan me sonrió desde el otro extremo de la oficina.
—Buen trabajo —dijo en voz alta—. Ahora tal vez quieras un contrato en la televisión.
El resto de la redacción rió con él.
Me senté a mi escritorio mientras echaba un vistazo a la primera edición del
Post
. Allí también la llamada del asesino era la noticia de portada. La firmaba el periodista que me había telefoneado antes. Después de las citas del asesino, extraídas de mi artículo, había varias citas mías.
Anderson, de 27 años, periodista del
Journal
desde hace tres, declaró que la calma y la clara determinación que demostraba el asesino lo habían sorprendido. «Hablaba con mucha franqueza y seguridad en sí mismo», ha dicho esta mañana el periodista.
Leí el texto una y otra vez.
Sonó el teléfono.
Por un momento, el tiempo pareció detenerse.
Dejé el periódico, sintiendo que se me aceleraba el pulso. Pulsé la tecla de grabación y levanté el auricular.
—Anderson,
Journal
.
Con la misma rapidez con que me había asaltado, la emoción se disipó. Noté que mi organismo recuperaba su ritmo normal. Era la operadora de la centralita.
—Señor Anderson —dijo, mientras yo apagaba la grabadora—, ¿qué debo hacer con todas las llamadas?
—¿Qué llamadas?
—Tengo mensajes para usted de periodistas de una docena de periódicos —me informó—. Además, la gente no para de llamar a la centralita para preguntar por usted. Creo que quieren hablar del artículo de hoy. —La operadora tenía una voz lastimera y metálica.
Durante la hora siguiente, respondí a preguntas y atendí a lectores furiosos. Hacia el mediodía empezó a amainar el chaparrón de llamadas. Cada vez que sonaba el teléfono ponía en marcha la grabadora y cada vez tenía que borrar la cinta. Sin embargo, tomé notas. Planeaba escribir un breve artículo sobre los que llamaban y su ira.
Nolan quería una crónica sobre el efecto de la noticia en la opinión pública. Envió a unos periodistas a realizar encuestas en la calle. Encargó a otros que telefoneasen a ciudadanos prominentes de Miami para conocer sus impresiones sobre el asunto. Yo debía coordinarlo todo; según dijo Nolan, era una decisión de, arriba. Los artículos llevarían mi nombre, con el propósito de que el asesino pensara que yo seguía cubriendo el caso. Nolan temía que el asesino llamara al otro periódico, a la radio o, peor aún, a las cadenas de televisión.
—No hay que soltar a este tipo por nada del mundo —dijo Nolan.
El día transcurrió con increíble velocidad.
Concerté una entrevista con el psiquiatra para esa tarde. Por un momento, me inquietó la idea de ausentarme de la oficina. No quería que el asesino llamase y, al no encontrarme, decidiera romper el contacto conmigo. Después de reflexionar un poco, concluí que nada podía hacer para evitarlo.
Intenté llamar a Martínez y a Wilson, pero estaban trabajando fuera.
Miré el teléfono sobre mi escritorio. Era un aparato negro, común, simple. Yo había repasado algunos de los números con un bolígrafo. Tenía una grieta a un costado, consecuencia de una airada conversación con un político a la que yo había puesto fin colgando el auricular con tal furia que el aparato había caído al suelo. Me daba la sensación de ser una criatura viviente, que respiraba y aguardaba sobre el escritorio con tanta paciencia como yo. Fijé en él la vista por unos instantes antes de partir, como para ordenarle que no sonara mientras yo no estuviera allí.
Cuando entré en el despacho del psiquiatra, éste estaba comiéndose un sándwich.
—No le importa, ¿verdad? —preguntó, señalándolo—. Es mi hora del almuerzo.
Negué con la cabeza y miré alrededor. La oficina se encontraba en un centro sanitario del centro, una zona de rascacielos acristalados que reflejaban el sol. Advertí que desde su escritorio se alcanzaba a ver Miami Beach al otro lado de la bahía y, más allá, el océano.
Era un despacho pequeño, con una pared cubierta de diplomas y un retrato a plumilla de Freud colocado en un rincón. En otra pared había unos estantes con varias hileras de libros. Un grabado de Picasso,
Los músicos,
una de las primeras incursiones del artista en el cubismo, estaba colgado sobre un diván de cuero.
Tomé asiento frente al escritorio del doctor, que me observó mientras paseaba la mirada en torno a mí.
—¿Lo pone nervioso? —preguntó.
Reí y no respondí.
—La gente tiene ideas extrañísimas acerca de cómo debe ser la decoración de la consulta de un psiquiatra —aseguró—. Bueno, saben que debe tener un diván en alguna parte, pero en cuanto al resto... —Dejó la frase inconclusa—. Tenía el presentimiento que vendría usted. Supongo que desea averiguar algo acerca del individuo que lo llamó, ¿verdad?
—Correcto —contesté.
—Difícil —dijo—. Muy difícil.
Continuó comiendo. Era un hombre bajo y llevaba gafas de montura metálica y un traje azul marino con el que imaginé que debía de pasar mucho calor al aire libre.
Tenía el cabello gris, aún abundante, apartado de la frente de modo que daba a su rostro un aspecto infantil, abierto y discreto. Nos habíamos visto antes, habitualmente en los tribunales, donde él emitía su dictamen como perito para varios de los jueces.
—Le serviría de algo escuchar la cinta? —pregunte.
Sonrió.
—¿Qué cree usted?
Extraje la cinta y una grabadora. El doctor se sacó una pluma del bolsillo y colocó frente a sí una hoja en blanco. Asintió y puse en marcha el aparato.
«He aprendido que la certeza es algo que poca gente tiene en el mundo», decía la voz del asesino.
En el despacho sonaba débil pero resuelta; en cambio, la mía sonaba vacilante.