Sentado en mi escritorio, levanté una mano y me tapé con ella el ojo derecho. Paseé la vista por el hervidero de actividad de la redacción. Tuve que volver la cabeza para verlo todo: reporteros trabajando al teléfono, redactores frente a los terminales de ordenador. Imaginé a mi tío volviendo la cabeza al oír que se abría la puerta de su cuarto de hospital.
Por un instante, el bullicio de los teléfonos y las voces se desvaneció e intenté representarme en la mente a los dos hombres, frente a frente. ¿Qué se dijeron? Uno, intacto; el otro, mutilado. Sus vidas discurrían por caminos diferentes.
Cuando yo era niño, el mediano de los tres hermanos, mi padre dirimía nuestras disputas con un simulacro de juicio. Cada uno de nosotros tenía unos minutos para explicar su punto de vista. Mi hermano hablaba con rapidez y entusiasmo; exponía hechos, impresiones y deseos de forma lineal. De su boca salía un torrente de palabras rápidas y persuasivas. Mi hermana hablaba entrecortadamente, vacilaba; el llanto le quebraba la voz y, finalmente, recurría al argumento más persuasivo de todos: corría a arrojarse en brazos de mi padre. En cuanto a mí, la furia invadía mi cerebro, impidiéndome dar con las palabras que buscaba, bloqueando todas las razones, los argumentos. Titubeaba y balbucía... y perdía. Mi padre, sentado ante su escritorio, golpeteando distraídamente con un lápiz un bloc de papel, tomaba sus decisiones, emitía sus opiniones. No era un hombre severo ni injusto. Era un hombre de códigos y reglas. Yo tenía la impresión de que sus decisiones venían de arriba, de que eran inviolables y precisas..., tan explosivas como las bombas que lanzaba desde su puesto en el bombardero, sobrevolando el horror en una reducida cabina de plexiglás.
Como mi voz me llevaba al fracaso, me dediqué a escribir las voces de otras personas...
Entonces sonó el teléfono.
El ruido de la redacción pareció intensificarse, como si alguien subiese el volumen de una radio, y luego volvió al murmullo constante y familiar. Extendí la mano y accioné el mecanismo de grabación: mi mano se movía independientemente, como si perteneciera a otra persona. Puse la mano sobre el auricular, que estaba fresco, y, muy despacio, me lo acerqué al oído. Esperé a oír la voz.
Él habló fríamente, sin prisa. No empleó un tono de familiaridad y se saltó los preámbulos. A veces se quedaba callado, y al momento siguiente se oía su voz inexpresiva.
—He estado pensando en usted —dijo.
—¿Y?
No respondió; en cambio, dejó que el silencio llenara la línea.
—Recuerdo algo que sucedió cuando estaba en Vietnam. Yo me ofrecí como voluntario para lo que el ejército llamaba LURPS, las siglas en inglés de Patrullas de Reconocimiento de Largo Alcance. Junto a mí iban un operador de radio y otro fusilero, solos, avanzando entre la maleza con la lentitud irritante que impone la selva. Había tanta humedad en el ambiente que casi notaba la fricción del aire contra la piel de mis brazos al abrirme paso con el machete entre las enredaderas y las matas que crecían por todas partes. Era como si pudiese sentir el vapor que flotaba alrededor de mí: estábamos empapados en sudor, casi como si hubiese llovido.
»Me fascinaba la sensación de estar solo... o prácticamente solo. En realidad, la radio era nuestro único vínculo con la seguridad y, claro está, no podíamos confiar demasiado en ella. Creo que no hay nada tan estimulante, tan sensual, como caminar por tierras extrañas y peligrosas. Sentía el miedo y la excitación en todo el cuerpo. Pensaba: "Moriré aquí y nadie me encontrará jamás. Será como si hubiese desaparecido, como si me hubiera desvanecido del mundo." Pero eso nunca ocurrió, aunque más de una vez vi la muerte de cerca.
»Un día estábamos abriéndonos camino tan despacio por la espesura que pensé que la selva tendría tiempo de crecer a nuestra espalda. Una patrulla del Vietcong debía de estar acercándose en la dirección opuesta, con la misma idea que nosotros, concentrados en los matorrales y las enredaderas, tratando de avanzar otro paso.
»Yo iba en cabeza y, de pronto, oí el sonido de machetazos y el crujir de ramas, unos metros más adelante. Me detuve en el mismo instante en que el primer hombre del Vietcong debió de vacilar. Transcurrió un largo segundo: luego levanté mi fusil y disparé en su dirección. El operador y el otro fusilero hicieron lo mismo. En ese preciso momento, la vegetación que nos rodeaba comenzó a desgarrarse bajo el fuego de las automáticas de los otros: AK-47, recuerdo, por su sonido característico, como el de una hoja de papel al rasgarse. Todos debimos de ser presas del pánico simultáneamente: en un instante reinaba el silencio y al siguiente los disparos estaban despedazando la selva.
»Entonces sobrevino ese momento notable. Todo se detuvo. Se impuso una quietud súbita y total.
»Todos habíamos estado disparando ininterrumpidamente, y se nos acabaron las municiones al mismo tiempo. Entonces, del silencio surgieron esos chasquidos perversos. Bajé la vista y advertí que provenían tanto de mí como de los otros. Todos estábamos cambiando los cargadores a la mayor velocidad posible. Clic, clic, salía un cargador. Clic, clic, entraba un nuevo cargador. Comencé a reírme de todo eso: tanto temor agotado en un segundo fugaz, tanto instinto asesino. Mis carcajadas se elevaron sobre la espesura. Los otros dos me miraron y les hice una señal con la mano. Volvimos sobre nuestros pasos por el sendero que habíamos abierto, alejándonos, retirándonos. Supongo que los Vietcong hicieron lo mismo al advertir lo socialmente inapropiado que había sido nuestro encuentro. No podía contener la risa.
»Lo que siento ahora es muy similar. Sería un tópico decirle que, para mí, no hay diferencias entre la ciudad y la selva, pero es verdad. Tiendo a pensar que voy abriéndome paso por la ciudad como lo hacía en la selva: que salgo de patrulla, para buscar y aniquilar en una tierra extraña y peligrosa. Camino por las calles como usted, observando a la gente, mirándolos a los ojos, viendo cómo apartan la mirada.
»Una noche fui a una reunión de vecinos. Usted sabe cómo son: ha asistido a algunas, lo he leído en sus artículos. De hecho, he leído cada palabra que usted ha escrito. Como le decía, fui una noche, temprano, al auditorio de un colegio, el típico lugar donde se organizan esas reuniones. Hay algo en las luces fluorescentes, en los colores brillantes de las escuelas, en las banderas y las insignias, que me resulta familiar y tranquilizador. Una multitud se dirigía al interior, en grupos de dos o cuatro. Simplemente los seguí y me senté en medio del gentío: otro rostro preocupado y temeroso.
»Había un hombre sentado junto a mí. Estaba con su esposa, una mujer regordeta con el rostro enrojecido por el esfuerzo de encajonarse en un asiento diseñado para un niño. El hombre estaba furioso; tenía el ceño fruncido y la mirada fija en el estrado. Observé que apretaba los puños, luego relajaba las manos por un instante antes de volver a cerrarlas. En cierto momento, se volvió hacia mí. "Maldición", dijo, "esto ya ha durado demasiado. ¿Qué diablos pasa con la policía?" Yo asentí con aire sensato y respondí: "Creo que no están haciendo todo cuanto deberían." La cabeza del tipo subió y bajó en señal de asentimiento. "Tiene mucha razón", dijo. "Tiene toda la razón", y murmuró la misma frase varias veces más.
»Para entonces, el auditorio estaba casi lleno. Entonces un hombre subió al escenario. Parpadeó ante las luces por un momento y luego se presentó. Era un político. Agradeció a todos su asistencia e hizo algunos comentarios acerca de la policía. Aseguró que confiaba en ellos. Estaba convencido de que hacían cuanto podían. Luego presentó a un oficial de uniforme, la clase de oficial de alto rango que conocí en el ejército, que tiene acceso a información clasificada y sin embargo no entiende una palabra de ella.
»Subió al estrado y permaneció allí, balanceándose ligeramente adelante y atrás, observando a la multitud. Pronunció un breve discurso sobre todas las horas hombre y los detectives que se están destinando al caso; lo mismo que usted ha dicho en sus artículos. Mi vecino repetía todo el tiempo: "Tonterías. Tonterías. Ve al grano." Pero el policía no fue al grano. Sólo dijo: "Sé que es difícil conservar la calma, pero la policía está siguiendo cada pista, por pequeña que sea. Se están analizando todas las pruebas. Tenemos equipos investigando los registros del Pentágono."
»Se ofreció a responder preguntas del público, aunque advirtió que no podía entrar en detalles. Observé que la gente se rebullía en sus asientos por unos instantes, indecisa. Luego, uno tras otro, comenzaron a ponerse en pie y a formular preguntas. ¿Esperaban detener al culpable? ¿Cuánto habían avanzado los que investigaban los registros? ¿Por qué la policía parecía incapaz de actuar hasta que aparecía una nueva víctima? Creo que a usted le habría gustado estar allí: eran preguntas pertinentes, difíciles. El policía estaba notoriamente incómodo bajo las luces y se cubría los ojos para poder ver a quienes hacían las preguntas.
»Daba pocas respuestas y, cuantas más dudas dejaba sin aclarar, más furiosa se ponía la gente. Era contagiosa la indignación que mostraban todos aquellos padres y madres, maridos y esposas de clase media. A medida que el policía eludía sus dardos verbales, más se rebelaban ellos. La gente comenzó a gritar desde sus asientos; ya no se ponían de pie para hablar por turnos. Se oyeron algunas obscenidades que explotaron entre la multitud como granadas, aumentando la indignación.
»Vi que el rostro de mi vecino también se crispaba. "¿Por qué no hay patrullas de refuerzo por las noches?", gritó. Cuando el policía comenzó a hablar de la escasez de efectivos, lo hicieron callar a gritos. Finalmente, ya no puede reprimirme más; tuve que unirme a ellos. Fue como si oyese mi propia voz desde algún otro lugar, quizá como una grabación. "Lo que queremos saber —grité, por encima del bullicio—, es una cosa. ¿Cómo es posible que un solo hombre sea capaz de tomar a toda una ciudad como rehén? ¿Es que la policía, con todos los cientos de miles de dólares que pagamos de impuestos, no puede hacer nada?"
»Todos callaron. Mi vecino me dio una palmadita en la rodilla y dijo: "Muy cierto. Tiene toda la razón." Me sonrió y yo le devolví la sonrisa. Sobre el escenario, el policía se volvió hacia mí. "Lo único que puedo decir —declaró— es que estamos haciendo cuanto está en nuestra mano.» El resto de su respuesta se ahogó bajo los gritos de furia de la muchedumbre.
»Entonces la reunión se disolvió: todos nos pusimos de pie y salimos. Perdí de vista a mi vecino. Recuerdo qué distinto era todo en el exterior: hacía tanto calor como en el auditorio, pero se respiraba un aire menos opresivo. Noté que soplaba una ligera brisa, como si la oscuridad quisiera apartarme de la multitud y dejarme nuevamente solo. Me dirigía a mi coche cuando divisé a los dos policías. Estaban de pie junto a su vehículo, observando a la gente que se dispersaba por el aparcamiento. Por un momento me asaltó el impulso de echar a correr con todas mis fuerzas en la dirección opuesta, pero era como si me hubiese salido de mi cuerpo y contemplase mis actos desde fuera. Era como avanzar en cabeza en Vietnam: tenía la sensación de estar delante, expuesto, en peligro. Entonces, seguí caminando y pasé junto a ellos. Miraban hacia otro lado: creo que ni siquiera me vieron. Entonces supe que era libre. Invisible. —Tras un instante de vacilación, continuó—. Cuando subí a mi automóvil, apenas pude contenerme. Rompí a reír a carcajadas. Subí las ventanillas para que no pudieran oírme. Las lágrimas me resbalaban por las mejillas y, momentos después, estaba sin aliento. —Hizo otra pausa—. Jamás me atraparán —aseveró—. A menos que yo quiera.
—¿Cuánto tiempo piensa seguir con esto? —lo interrumpí.
—¿Con los asesinatos? Oh, un poco más.
—¿Cuánto tiempo más?
—No demasiado. No sea tan impaciente.
—Y entonces, ¿qué?
Meditó por un instante.
—Tal vez otra ciudad. Otra identidad. Una nueva vida. O quizá —agregó después de unos momentos de silencio, para dar más énfasis a sus palabras— continúe con lo mismo.
—Con los asesinatos.
—Puede llamarlos así —dijo—. O recordatorios. Lecciones del pasado.
—Lo atraparán —afirmé.
—No. Y, si me pillan ¿qué? ¡Imagínese qué juicio se montaría! Supongo que sería lo mejor para usted. —Se quedó callado otra vez, como si pensara—. Pero dudo de que eso llegue a ocurrir. Creo que, en cambio, me desvaneceré en medio de toda la confusión. Seré como esos hombres a quienes declaran desaparecidos en combate: un cadáver que se descompone en algún lugar oculto a la vista y al olfato. Pero no a la mente. —Se rió—. Muerto, pero no olvidado.
Tomé aliento mientras escuchaba su risa lúgubre.
—¿Por qué tenemos que hablar así? —pregunté—. ¿Por qué no nos encontramos cara a cara?
La risa cesó de pronto.
—¿Para qué? —soltó—. ¿Para que usted pueda conducir a la policía hasta mí?
—No, yo no haría eso —mentí—. Estaríamos solos los dos.
—No —repuso—. No podría ser así.
Ambos guardamos silencio. Después de un momento, prosiguió, sin abandonar aquel tono tan inusual en él.
—¿Qué le hace pensar que no nos hemos visto ya?
Tosí. No pude responder.
—En la calle, tal vez. En alguna multitud. En un ascensor. ¿Nunca se ha quedado mirando a la persona que está junto a usted y se ha preguntado: «¿Será él?» ¿Nunca ha detenido su coche ante un semáforo y se ha vuelto en su asiento con la sensación de que alguien lo observa, para descubrir los ojos de otro conductor clavados en usted? Es un momento de contacto casi físico. Entonces el semáforo se pone verde y ambos se alejan, indemnes, solos. Piénselo. Quizás una de esas veces, era yo. Piense en todas las pequeñas señales que puedo haberle hecho: una mirada, un movimiento de cabeza o de la mano. Cualquier gesto casi imperceptible, privado, entre nosotros dos, para que usted lo supiese: es él. Y sin embargo usted sigue sin saberlo. Estamos muy cerca, usted y yo, pero no me reconoce. Está ciego, avanza a tientas, dando traspiés, con las manos extendidas en busca de la pared. Y yo estoy allí, a su lado. —Tomó aliento, resollando.
—No le creo —repliqué.
Lo oí encogerse de hombros.
—Crea lo que quiera. Recuerde: la verdad y la mentira a menudo se confunden... Sólo una línea muy fina separa la realidad de la ficción.
Otro silencio. Advertí que los sonidos de la redacción comenzaban a prevalecer, como si la voz del asesino se apagara poco a poco y el mundo que me rodeaba volviera a la vida.