Al calor del verano (41 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policíaco, intriga

—¿Es todo?

—Es todo lo que podemos decirte.

Imaginé el artículo final. Vi las palabras materializándose delante de mí. Primero, la noticia importante: la identidad del asesino, la captura, tal vez el tiroteo. Después, el hallazgo del domicilio del asesino, la información proporcionada por el Pentágono y por O'Shaughnessy. Luego el texto volvería a la acción: una descripción del enfrentamiento final, el acorralamiento, la derrota del asesino.

Pensé en el poema «Los hombres huecos» de T. S. Elliot. Allí no habría gemido alguno, pensé, sino una auténtica explosión.

El último artículo. Ya no habría mentiras ni medias verdades; ya no habría relatos inexactos ni información errónea, sólo la verdad: nombres, lugares, hechos, identidades.

Eso lo arreglará todo, pensé. La verdad.

Llamé a Christine a casa de sus padres, en Madison. Su madre atendió el teléfono y vaciló cuando me identifiqué.

—Quizá no esté dispuesta a hablar contigo —dijo—, pero se lo preguntaré.

Oí voces al fondo, ruidos, nada inteligible. Momentos después, Christine se puso al teléfono.

—¿Cómo estás? —preguntó.

—Bien —respondí—. ¿Volverás?

Silencio. La oía respirar.

—¿Por qué?

—Las cosas pueden volver a ser como antes.

—¿Y el asesino?

—Este asunto casi ha terminado.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo una pista. Sé que es concluyente.

—Y si lo es, ¿qué te hace pensar que las cosas cambiarán?

—Christine, esto es el fin. Lo presiento.

—Tal vez sea el fin de esta historia —dijo—. Pero habrá otras.

—Pues sí, claro que las habrá. A eso me dedico, después de todo...

—Es lo único que te importa —replicó—. Dejas a un lado los demás aspectos de tu vida. Ya no hay sitio para nada más. Especialmente para mí.

—Pero te quiero. Te haré un sitio.

Oí que se le escapaba un sollozo.

—No es verdad —repuso con voz llorosa—. Malcolm, tú sabes que no lo es. Respóndeme a esto: si te obligase a elegir entre tus crónicas sobre el asesino y yo, ¿qué dirías?

—Eso no es justo.

—Nada es justo —murmuró—. ¿Tomarías un avión mañana mismo para venir a buscarme?

—Claro que sí.

—Entonces, ¿por qué no lo haces?

—Yo...

Callé.

—¿Lo ves?

—Lo haré —le aseguré—. Es sólo que no puedo creer que me pidas eso.

Tuve la impresión de que ella sacudía la cabeza.

—No, no lo hagas. No te lo estoy pidiendo. No sé si eso serviría de algo. Sólo te sentirías frustrado. Te importa más esa historia que yo. Siempre fue así.

—Eso no es cierto. Tú pídeme cualquier cosa. Haré lo que me digas. Sólo quiero que vuelvas.

Christine contuvo el aliento y soltó una risita.

—Ojalá pudiera creerte. Suena muy bonito.

—Haz la prueba —la animé.

Recé por que no me lo pidiera. Hubo un segundo de tensión. Sentí en la mano el plástico del teléfono húmedo de sudor.

—No —dijo finalmente—. Llámame otra vez. Cuando todo termine.

—Está bien. Cuando todo termine.

—Si es que alguna vez termina —añadió, y colgó.

Al día siguiente, por la tarde, llamó el oficial del Pentágono.

—¡Señor! He recopilado la lista que usted solicitó. Me estremecí con una oleada instantánea de emoción.

—¿Es muy larga?

—Aproximadamente de ciento setenta y cinco nombres, señor. Uno siete cinco.

—¿Direcciones?

—Sí, señor. Pero no puedo garantizarle su exactitud. Estas señas datan de la época en que los hombres servían en el ejército. Desde entonces, muchos factores pueden haberlos llevado a cambiar de residencia. Muchos veteranos se mudan y a menudo no notifican a la Asociación. Por eso no puedo garantizar su autenticidad, señor.

—Pero los nombres...

—Bueno, eso es distinto, señor. Los registros de esas secciones administrativas en particular están cuidadosamente archivados. No podía ser de otra manera; queríamos evitar cualquier tipo de irregularidad, no sé si me entiende. Todos los que trabajaron en esas oficinas figuran en la lista.

—¿Y O'Shaughnessy?

—El teniente Peter O'Shaughnessy, número de serie DR uno siete uno cuatro tres cero siete. Las fechas de su expediente coinciden con las que usted me dio. Baja honorable, marzo de 1972. Domicilio actual, Memphis, Tennessee.

De pronto me sentí aliviado. «Ha terminado —pensé—. Esta vez sí que ha terminado.»

—Gracias —dije.

—Ha sido un placer, señor. Le enviaremos la lista; la recibirá mañana.

La lista llegó temprano, en un grueso sobre de papel manila. Sobresalía varios centímetros de la ranura de mi buzón. Lo sopesé, lleno de entusiasmo. «El asesino está aquí —pensé—, en la palma de mi mano.» Sabía que no se había molestado en cambiarse el nombre, que se había reído ante la idea de tomar esa precaución rudimentaria. ¿Por qué asumir una nueva identidad cuando había disimulado la vieja con tanto cuidado? Y sin embargo, dejaba puertas abiertas. Recordé lo que habían dicho los psiquiatras: él quiere que lo atrapen. «Bien, pues que así sea —me dije—. Él establece sus propias reglas, juega ciñéndose a ellas..., y yo también.»

Abrí el sobre y, sin examinar su contenido, me dirigí al despacho de Nolan. Él levantó la vista del terminal, con el entrecejo fruncido. Por un momento, nuestras miradas se encontraron; las suyas eran inquisitivas. Luego vio el sobre amarillo en mi mano y sonrió.

—¿Es ése?

—Es éste.

Fui a mi escritorio y eché un vistazo a los nombres que figuraban en el papel. El primero era Adams, Andrew S., número de serie AD 2985734, nacido en Lexington, Kentucky. Pasé las hojas hasta llegar a la última página. Zywicki, Richard, número de serie CH 1596483, nacido en Chester, Pensilvania. Dirigí la vista hacia una de las esquinas de mi escritorio, donde estaba la gran guía telefónica. «No puede ser tan sencillo», pensé, alargando el brazo para agarrada.

Pero lo era.

Miré el nombre que tenía ante mí, con el dedo, ligeramente tembloroso, apoyado en una página de la guía telefónica de Miami. Era el nombre número cuarenta y siete.

Dolour, Alan, número de serie MB1269854, nacido en Hardwick, Ohio.

Y en la guía telefónica: A. Dolour. Calle 78 NE, 224.

«Es él —me dije—. Sin duda.» Le hice un gesto a Nolan y él se acercó rápidamente a mi escritorio. Sin decir nada, señalé ambos nombres. Sus ojos se dilataron por un momento, y luego él asintió. Ya no había sonrisas.

Entonces sonó el teléfono.

Sabía que sería él. La coincidencia era demasiado grande para que se tratase de otra persona. Percibí un matiz nuevo en su voz, como si le faltara el aliento, como si tuviese el pecho oprimido y sus pulmones se esforzaran por respirar.

Puse en marcha la grabadora e hice una seña a Nolan con la cabeza. Frenéticamente, apunté con el dedo al número que aparecía junto al nombre en la guía. Nolan asintió y se dirigió a un teléfono cercano.

—Soy yo —dijo—. Supongo que ha estado esperando mi llamada.

—Así es —respondí.

—¿Qué ha averiguado? —preguntó, de pronto. Por un instante, temí que se refiriese a la lista que tenía ante mí—. ¿Empieza a verlo todo más claro? —agregó, y comprendí que aún estaba inmerso en la guerra que él mismo había creado.

—¿Qué debería haber averiguado?

No contestó. Miré a Nolan. Tenía los ojos clavados en el auricular que sostenía. Tomó una hoja de papel del escritorio y garabateó una nota a toda prisa: «Comunica.»

—Todos estábamos implicados —dijo el asesino—. Todos éramos culpables. Usted. Yo. Todos.

—Y ¿qué queda? —pregunté.

—Nada. Sólo oscuridad. El mal. Muerte. Destrucción.

—¿Piensa seguir adelante?

Pasó por alto la pregunta.

—Todos estamos enfermos.

—¿Volverá a matar? —grité al teléfono.

—Nunca me detendré —respondió.

Decidí jugármela.

—Sé quién es usted.

Oí que tomaba aliento bruscamente. Luego se rió.

—Adiós, Anderson. Adiós para siempre.

—¡Lo sé! —dije—. ¡Maldición, lo sé!

—Desaparecido en combate. Sin explicación.

Comencé a pronunciar su nombre, pero él ya había colgado. Me quedé mirando el auricular, sosteniéndolo frente a mí como intentando comprender lo que había ocurrido. Luego tomé conciencia de lo que sucedía alrededor. Nolan hablaba por teléfono con Martínez y Wilson, dándoles explicaciones rápidas y precisas. Andrew Porter salía corriendo del estudio de fotografías colgándose cámaras del cuello, con su mochila cargada de carretes de película y objetivos.

—¡Ahora sí! ¡Ahora sí! —gritó—. ¡Vamos, vamos! Entonces me puse de pie;

Nolan me alcanzó y ambos seguimos a Porter hacia los ascensores.

—¡Vamos, vamos! —repetía él—. Detened el ascensor —gritó—. ¡Maldición, detenedlo!

Me vi arrastrado como por la marea matutina en la playa.

—No pienso perderme esto —dijo Nolan mientras entrábamos en el ascensor—. ¡Muévete! —le bramó a la máquina, y bajamos rápidamente de nuestro santuario.

Fuera, hacía tanto calor que me quedé parado, como si hubiera chocado con una pared.

—¡Vamos! ¡Vamos! —me apremiaron Porter y Nolan a coro y, una vez más, me vi arrastrado.

El automóvil arrancó; los neumáticos chirriaron y el motor rugió cuando Porter pisó el acelerador. Nos dirigimos al norte por el bulevar tratando de abrimos camino a bocinazos entre el tráfico de la tarde.

Oí sirenas a lo lejos.

—¡Vaya subidón de adrenalina! —exclamó Porter.

Por la calle vi las caras que nos miraban, siluetas que desfilaban por la ventanilla mientras avanzábamos a toda velocidad hacia el norte. La gente se detenía para ver a qué se debía aquel alboroto; los ojos se volvían con curiosidad, con miedo, con emoción. Y nosotros seguíamos adelante, a todo gas. En la distancia, aparecieron unas luces azules intermitentes. «La policía», pensé.

—¡Allí, allí! —gritó Nolan.

Vi un modesto edificio de apartamentos, rodeado de coches patrulla y automóviles camuflados. Un furgón de operaciones especiales se detuvo con un frenazo al otro lado de la calle, y un equipo de hombres con trajes azules y gorras de béisbol bajó de un salto. Reconocí sus armas automáticas. Llevaban fusiles M-16, como los soldados rasos de Vietnam.

—¡Caray! —exclamó Nolan—. Parece que voy a combatir en la tercera guerra mundial.

Porter ya había bajado del automóvil y corría, apretando el disparador de su cámara de la misma manera que un soldado de infantería aprieta el gatillo de su arma.

El edificio era pequeño; debía de tener cuatro o cinco apartamentos repartidos en dos pisos. Vi una grieta en una de las paredes y una larga mancha bajo el tejado rojo. No había césped; sólo la calle y el polvo. A la entrada había una docena de agentes uniformados y de la policía secreta, empuñando las pistolas. En ese momento, el equipo de operaciones especiales atravesó la puerta, con las armas listas. El tiempo pareció detenerse bajo el sol. y luego todo terminó.

Advertí que los policías se relajaban: enfundaban las armas y hablaban entre sí, irritados. Nolan y yo nos abrimos paso a través de la multitud. Martínez estaba en medio. Me hizo señas para que me acercara.

—Se ha ido —dijo.

—¿Adónde? —pregunté.

—Está cerca —respondió el detective—. Ahora lo atraparemos.

Wilson bajó las escaleras y se reunió con nosotros. Se volvió hacia Nolan.

—Gracias por la llamada —dijo—. Pero ¿qué lo ha puesto sobre aviso?

Por un momento guardé silencio.

—He sido yo —admití al fin.

Los dos detectives me miraron.

—Le he dicho que sabía quién era él.

Martínez soltó un gruñido y Wilson me volvió la espalda.

—Podríamos haberlo atrapado con facilidad —me recriminó Martínez—. ¿Te das cuenta?

No respondí.

—Bueno —prosiguió—; supongo que aun así mereces que te dejemos echar un vistazo.

Se volvió y nos condujo a los tres al interior del edificio. Allí el aire estaba más fresco. Mis ojos tardaron un momento en adaptarse a la oscuridad.

—Barato —comentó Martínez—. No muy distinto de aquel apartamento en el centro.

Subimos al primer piso. Un miembro del equipo de operaciones especiales fumaba un cigarrillo en la puerta abierta de uno de los apartamentos. Martínez le hizo una seña con la cabeza y dijo:

—Los del laboratorio llegarán enseguida. —Luego, dirigiéndose a nosotros, agregó—: Las reglas son las mismas. No toquen nada; sólo miren. —Miró a Porter—. Lo dejo a su criterio —dijo—, pero no nos estorbe.

Entramos. El apartamento era pequeño y estaba abarrotado. En un rincón había una pequeña cocina y una nevera; en otro, una cama con una sola sábana sucia. Había ropa arrebujada en el suelo y se percibía un olor a humedad y a cerrado. El teléfono había sido arrancado de la pared y estaba en el suelo, con los cables retorcidos y pelados. Fijé la mirada en la pared.

El asesino había montado un collage. En el centro había un enorme póster amarillo, verde y rojo de la masacre de My Lai. A los lados había docenas de imágenes de distintas formas y tamaños: Jane Fonda, el general Westmoreland, Robert MacNamara, los Siete de Chicago, Lyndon B. Johnson, Daniel Ellsberg, Ho Chi Minh. Había páginas arrancadas de viejos número de
Life
que mostraban a soldados atravesando pantanos y arrozales bajo el fuego; niños, con los ojos en blanco por la desesperación, al otro lado de la alambrada de un campo de refugiados.

En algunas fotos, el asesino había practicado la cirugía creativa: Nixon y Agnew, con los brazos levantados en señal de victoria, acunaban a un niño vietnamita muerto.

Henry Kissinger, con corbata negra, escoltaba a una figura con un vestido de noche y el rostro desesperado de una mujer vietnamita. Las imágenes recubrían la pared desde el suelo hasta el techo, contribuyendo al ambiente pavoroso del apartamento.

Me volví y vi una grabadora sobre una mesita, junto a la única ventana del apartamento. Más allá, había un espejo colgado en la pared contigua al baño. Estaba hecho añicos; en el centro, tenía un agujero negro. Había fragmentos de vidrio esparcidos por el suelo.

Volví a mirar la mesa. Junto a la grabadora, había una novela abierta, con el lomo gastado. Me acerqué.
La condición humana
, de Malraux.

Martínez también la vio. De mala gana, agarró el libro, después de envolverse la mano con un trapo. Leyó por un instante y luego me lo tendió para que le echara una ojeada. Había un pasaje subrayado en una página cercana al final.

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