«Había visto tanta muerte... —había destacado el asesino—. A él siempre le había parecido bien el suicidio, una muerte que se asemeja a la propia vida. La muerte es pasiva, mientras que el suicidio implica acción...»
Martínez y yo nos miramos sin decir nada.
Wilson se acercó a nosotros y Martínez volvió a colocar el libro en el sitio que ocupaba junto a la grabadora.
—Veamos qué tiene que decimos ese cabrón —dijo Wilson.
Pulsó la tecla de reproducción.
Al principio, sólo hubo silencio.
Luego, la risa breve de costumbre.
Entonces se oyó la voz:
—Hola, Anderson. Hola, detectives. —Otra carcajada—. Jamás me atraparán.
Sonó un siseo continuo y Wilson se inclinó hacia adelante para apagar la grabadora, pero otro sonido lo interrumpió. Era el asesino tarareando. Reconocí la melodía al instante, un recuerdo de las manifestaciones universitarias.
Comenzó a cantar con voz aguda y forzada:
Y uno, dos, tres.
¿Por qué estamos luchando?
No me lo preguntes, me importa una mierda.
La próxima parada es Vietnam.
Y cinco, seis y siete.
Abrid las puertas del cielo.
Es inútil preguntarse por qué.
¡Hurra! Todos vamos a mor...
Pero la última palabra se perdió, ahogada por la detonación de la 45 y el ruido del espejo al saltar en pedazos.
—Diablos —dijo Martínez.
Todos dimos un respingo al oír la explosión en la cinta.
—Ya está —dijo Wilson—. Hemos publicado un boletín con una descripción de Dolour. Un vecino nos ha descrito su automóvil: un Plymouth blanco. Lo atraparemos hoy o, a lo sumo, mañana. ¿Dónde puede esconderse?
Bajé la vista y vi las bobinas de la cinta girar incesantemente. Martínez extendió la mano para apagar el aparato pero, justo antes de que tocara la tecla, volvió a sonar la voz del asesino, serena, dura, casi burlona.
—Anderson —pronunció mi nombre recalcando cada sílaba—. Esto es sólo para usted, Anderson. Uno más. ¿Entiende? Uno más.
Martínez me miró de pronto.
—¿Qué diablos significa eso? —preguntó Nolan. La cámara de Porter me enfocó para captar mi reacción; la lente parecía el cañón de una pistola.
—Bueno, no os preocupéis —dijo Martínez en tono tranquilizador—. Podría significar casi cualquier cosa.
—¿Crees que se refiere a mí? —pregunté.
Martínez se encogió de hombros.
—¿Qué más da? —dijo Wilson—. Ese desgraciado ya es nuestro. Le echaremos el guante esta tarde. No hay nada que temer. —Me miró con atención, escudriñando mis ojos—. Me encanta —dijo—. Todo parece mucho más real cuando es uno el que corre peligro, ¿eh?
—Mira, no te preocupes —dijo Martínez—. Ya es nuestro. No hay problema.
Pero se equivocaba.
El titular ocupaba dos renglones y estaba compuesto en letras de cuarenta y ocho puntos:
IDENTIFICADO EL ASESINO DE LOS NÚMEROS.
LA POLICÍA EMPRENDE SU BÚSQUEDA
Comencé el artículo con la noticia principal (el nombre, la dirección, la carrera por la ciudad hasta el apartamento del asesino) y continué con una descripción de la pared y del apartamento. La redacción publicó los primeros párrafos en un tipo de catorce puntos, en dos columnas que dominaban la primera página. Junto al texto aparecía el retrato robot del asesino y una fotografía que databa de varios años atrás, enviada desde Washington por Associated Press y obtenida por el Pentágono. Describí la entrada en el apartamento, los tentáculos de la búsqueda policial, la llamada telefónica de O'Shaughnessy, la lista de nombres del Pentágono. El artículo continuaba en el interior del periódico con más fotografías: una de cuatro columnas que había tomado Porter con un gran angular y que mostraba el interior de la habitación del asesino. Al fondo se apreciaban con claridad las figuras del mural, que semejaban fantasmas.
Nolan rondaba mi escritorio, mirando por encima de mi hombro, dándome ánimos como si fuese un jugador de fútbol.
—Ponlo todo. Ponlo todo. No te preocupes por la extensión, sólo escríbelo todo. Más, más.
Y eso hice. Al sacar la última hoja del rodillo de la máquina de escribir, sentí un arranque de júbilo, una excitación casi sexual. Mi mente se ocupó momentáneamente de Christine, pero deseché esos pensamientos enseguida. Nolan leyó el final del artículo.
—Maldición, allí está —dijo—. Lo has incluido todo... excepto una cosa.
En mi mente, oí la voz del asesino: «Uno más.»
—¿Tengo que...?
Nolan me interrumpió.
—No, no; no sabemos qué quiso decir, ¿o sí? Creo que tú eres el experto. ¿Qué te parece?
Me encogí de hombros.
—Correcto —dijo Nolan—. ¿Para qué generar más alarma si no lo sabemos?
Se alejó, con la última hoja en la mano. De pronto, mi estómago se contrajo, como si alguien se hubiese apoderado de los músculos y los hubiese retorcido con violencia. Tomé aliento y me mecí en la silla, notando que palidecía. Mareado, me encogí y coloqué la cabeza entre las rodillas.
Yo sí lo sé, pensé.
Soy yo.
Después de corregir el artículo y mandado a composición, Nolan me acompañó a mi automóvil. Los sonidos del tránsito se fundían con la oscuridad.
—¿Estarás bien? —preguntó—. Mira, lo atraparán esta noche, te apuesto lo que quieras.
Me dirigí a casa y di varias vueltas a la manzana para inspeccionar el vecindario. Todo parecía tranquilo, normal, en su sitio. Permanecí sentado en el automóvil, observando, esperando que mis ojos se adaptaran a la oscuridad. Ojos nocturnos, pensé.
Al entrar en el apartamento no encendí las luces. Atravesé la puerta y esperé, aguantando la respiración, aguzando los sentidos para detectar cualquier otra presencia en las habitaciones sumidas en sombras. De pronto exhalé; el leve sonido llenó el apartamento y me sobresaltó. Todavía a oscuras, me dirigí a la cómoda del dormitorio y extraje la 45 del primer cajón. Inserté un cargador en la culata y amartillé la pistola. Luego, lentamente, recorrí el apartamento, revisando cada armario, cada puerta cerrada; abrir cada uno de ellos representaba una aventura, un momento de pánico seguido de una oleada de alivio y un reavivamiento de la tensión ante el siguiente. Al fin, satisfecho, encendí unas pocas luces para paliar la oscuridad y me senté de frente a la puerta... a esperar.
Cuando sonó el teléfono, di un salto. Con el corazón acelerado, me acerqué a él. Uno, dos, tres timbrazo. Lo dejé sonar. Cinco. Siete. Nueve. Conté hasta trece. Y entonces dejó de sonar.
Sólo tú y yo, pensé.
Esa noche no dormí.
Cuando entré en la oficina, Nolan iba y venía por la redacción, apretando y relajando los puños.
—Imbéciles —masculló—. Imbéciles. —Se volvió hacia mí—. Nada. Ni rastro de él. Todos los policías de la ciudad lo buscan. Por Dios, tienen una maldita fotografía, una descripción del automóvil, todo. ¿Qué necesitan? ¿Una presentación?
—¿No hay rastro?
—Nada.
Volví a sentir náuseas.
Esa mañana llamé a casa de Raymond Dolour y su esposa, en Hardwick, Ohio. Las primeras trece veces que marqué el número, la línea estaba ocupada. La cuarta vez, respondió una voz áspera. Me presenté con cautela:
—Señor Dolour, quisiera hablar con usted acerca de su hijo.
—Yo no tengo hijo —repuso, y colgó de un golpe.
Nolan estaba indeciso. Teníamos que enviar a alguien; quería saber si yo estaba dispuesto a ir a llamar a su puerta.
—Es tu historia —dijo—, pero no hemos escrito el final todavía.
Por un momento pensé en ir. Allí estaría a salvo, no tendría nada que temer. Sentí que la tensión aumentaba en mi interior: ¿la seguridad personal contra qué? No podía darle un nombre.
—No —le dije—, me quedaré aquí.
Envió a otro periodista. No fui capaz de leer su artículo. Esa tarde, el jefe de policía de la ciudad apareció en los tres canales locales para hacer un llamamiento al asesino, para que se entregara. Aseguró que daría con él en cuestión de horas.
—Si está usted allí, viéndome —dijo, mirando a la cámara sin parpadear, con el ceño fruncido—, entréguese. Sálvese. Evitemos más derramamientos de sangre.
Nolan se echó a reír a carcajadas y yo lo imité. Teníamos una hilera de televisores en la redacción y veíamos la imagen del jefe como reflejada en muchos espejos.
—Me encantan los buenos tópicos —comentó Nolan—. Es igual que esas películas policíacas de los años cincuenta.
Sin embargo, aún no había rastro del asesino.
CONTINÚA LA BÚSQUEDA DEL ASESINO. LA POLICÍA
ESTRECHA SU CERCO EN TORNO A LA CIUDAD.
—¿Dónde diablos está? —preguntó Nolan—. No puedo creer que no consigan encontrar a ese tipo.
Continuaba paseándose a grandes zancadas por la redacción; toda su atención estaba centrada en la búsqueda policial, y había delegado la responsabilidad sobre los demás artículos en los redactores. Mientras lo esperaba, mi propio temor comenzó a tomar forma.
Hice un recorrido con Martínez y Wilson, en el asiento trasero de su coche camuflado; los tres íbamos inclinados hacia delante, escrutando por las ventanillas los rostros de los transeúntes, absorbiéndolos y luego desechándolos rápidamente. Escribí un artículo sobre eso, los detalles de la búsqueda, los lugares investigados y descartados, los sospechosos interrogados y puestos en libertad.
Al tercer día, un guardia de la Universidad de Miami encontró el Plymouth blanco. Habían cambiado las matrículas; un rápido examen reveló que las que llevaba eran robadas. Se hizo circular entre los detectives una lista de todas las denuncias de robo de automóviles recibidas por la policía durante los últimos tres días. Tenían vigilada la terminal de autobuses, el aeropuerto y la estación de ferrocarriles. Se solicitó personal de refuerzo y las horas extras se dispararon. Yo documenté todo esto en la crónica del día siguiente.
Corrían muchos rumores por la ciudad: que el asesino había robado un avión o un barco privado y había salido de la ciudad sin ser detectado. Llegaban informes de que lo habían localizado en cayo Hueso y, al siguiente, alguien aseguraba haberlo visto en Fort Lauderdale. Algunos pensaban que había tomado como rehenes a una familia y que aguardaba en la calma suburbana a que se disipara la atención, para luego escabullirse por la ciudad y alejarse tranquilamente.
Al quinto día, escribí un artículo sobre los rumores. Fue publicado en la primera página bajo el título: ¿DÓNDE ESTÁ?
—Eso quisiera yo saber —comentó Nolan—. ¿Dónde diablos está?
Una tarde, en el coche patrulla, Wilson se volvió hacia mí.
—¿Aún tienes esa 45 ilegal?
Asentí.
—Bien —dijo.
—¿Por qué?
De nuevo sentí que el estómago me daba un vuelco.
—No lo sé. Tengo un mal presentimiento sobre esto.
—Cállate, joder —espetó Martínez—. No le hagas caso —me dijo, acelerando—. Él está demasiado ocupado tratando de mantenerse a salvo. No tiene tiempo de preocuparse de ti. Sería ridículo suponer que te está buscando. Da igual lo que te haya dicho.
Martínez lanzó una mirada furiosa a Wilson, quien, por toda respuesta, soltó un resoplido. Ridículo, pensé. Recordé cuándo había oído esa palabra antes.
Dormía poco y mal, con la 45 junto a la cama. Con mayor frecuencia, daba una cabezada en la sala, en una silla frente a la puerta. Los ruidos nocturnos pasaban a formar parte de mis sueños; me despertaba sobresaltado y abría los ojos al percibir el menor sonido. Sentía que el corazón me latía a toda prisa y los músculos se me tensaban. Esperaba.
El fracaso ponía de malhumor a los detectives; su paciencia disminuía con cada hora que pasaba. Nolan también se tomó la demora muy a pecho, como una afrenta personal. Yo pasaba el mayor tiempo posible con los detectives, observando a Wilson lustrar el metal azulado de su revólver mientras Martínez conducía el coche por otra calle desierta.
—No pienso llamar a los muchachos de operaciones especiales —dijo Wilson por lo bajo—. Ese hijo de puta es mío. Lo liquidaré yo mismo.
Martínez guardaba silencio. Una vez, se volvió hacia mí.
—No debiste decírselo —me reprochó—. Todo habría sido más fácil.
Me encogí de hombros. Cada vez que salía, llevaba mi arma conmigo en el automóvil. Cuando regresaba a casa, entraba empuñando la pistola frente a mí. Sin el seguro.
Al séptimo día después de la desaparición del asesino, él me llamó.
Sonó el teléfono. Seguí mi rutina: puse en marcha la grabadora, tomé papel y lápiz. No obstante, me desconcertó oír su voz familiar.
—Se lo dije —rió, sin identificarse.
Luché contra el impulso de colgar y esconderme.
—¿Dónde?..
Me interrumpió.
—No tan deprisa.
—No puede escapar —dije—. ¿Por qué no se entrega?
Soltó otra carcajada.
—Ha llegado el momento, Anderson.
—¡No! —exclamé.
Su risa parecía un eco en la línea.
—Anderson —dijo lentamente—, buena suerte.
—¿Qué?
Pero él ya había colgado.
Se me hizo un nudo en la garganta. No sabía qué hacer. Apagué la grabadora y miré a Nolan. Pensé en los detectives. Imaginé el titular: PERIODISTA RECIBE LLAMADA DEL ASESINO. Pero ¿qué había dicho él? ¿Qué significaba? Nosotros dos. ¿Suerte? En el fondo noté que el pánico intentaba aflorar; luché por reprimido. No, él no vendría a buscarme. ¿y si lo hacía? Nosotros dos. Teníamos que estar los dos solos. Tragué saliva, saqué la cinta de la grabadora y la dejé en el primer cajón de mi escritorio.
—¿Alguna novedad? —preguntó Nolan más tarde. Meneé la cabeza.
—Tiene que estar en alguna parte —dijo.
—Está allí fuera —respondí.
Esa noche, en el apartamento, me asfixiaba de calor. Me senté en la silla, palpando el arma. El teléfono sonó una vez. ¿Christine? Mi mano se extendió hacia el auricular y luego se detuvo. No podía estar seguro. A medianoche me adormecí. Un sonido de pasos en el exterior me arrancó de mi duermevela. Por un momento me esforcé por despabilarme del todo. El ruido se hizo más fuerte: una rozadura, pisadas. Ya estaba despierto, con los ojos fijos al frente.
Las pisadas se detuvieron ante la puerta de mi apartamento.
Es él, pensé.
Hubo un silencio. Ningún movimiento, ningún sonido.
Aspiré tratando de no hacer ruido y contuve el aliento.