Al calor del verano (40 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policíaco, intriga

—¿Por qué? Frunció el ceño.

—¿Bromeas? Porque tenía miedo. Mi número telefónico figura en la guía. Él podría ir a por mí, o por Christine o por cualquiera. —Hizo una pausa momentánea—. Supongo que todos somos vulnerables.

Entonces comencé a esperar.

En casa y en la oficina miraba el teléfono, ansioso porque sonara, por que el asesino se pusiera a mi alcance. Creo que no estaba asustado, a diferencia de Wilson o Nolan, que habían enviado lejos a sus familias, y a diferencia de Martínez, que necesitaba distraerse con la bebida o con chicas para apartar su mente del asesino. Yo, por el contrario, intentaba concentrar mis pensamientos en él. Fantaseaba con un encuentro a solas, en algún sitio solitario. Veía las dos armas idénticas en nuestras manos y oía las detonaciones iguales. En mi imaginación, él era siempre el segundo, el más lento. Lo veía retorcerse y caer, destrozado por el impacto. A veces me sentía como una carnada, rebotando en la superficie del agua, con el mortífero anzuelo oculto en mi interior. Yo mismo ya estaba muerto.

A medida que la espera se prolongaba, me dediqué a escuchar las grabaciones de las llamadas del asesino. El sonido frío de su voz llenaba el aire. Estábamos él y yo, solos.

No había artículos que escribir. Sólo la espera.

Entonces recibí la llamada de O'Shaughnessy.

Los timbrazos del teléfono, como siempre, sonaron como el repentino repique de la campana de una iglesia y, como siempre, pensé primero en el asesino. Puse en marcha la grabadora y levanté el auricular diciéndome: «Ha llegado el momento, el principio del fin.» Era como si sólo tuviera que eliminarlo para restituirme al mundo. Permanecí callado hasta que oí la voz en el otro extremo de la línea.

—¿Hola? ¿Hola? —dijo.

Dejé de apretar el auricular con tanta fuerza.

—Sí —respondí—. Al habla Anderson.

—Señor Anderson —dijo la voz—. Me llamo Meter O'Shaughnessy. Fui teniente en el ejército de Estados Unidos.

Por un instante no pude articular palabra. Después de hablar con el Pentágono, había dado por sentado que los nombres eran falsos.

—Dios mío —dije—, usted existe.

Se echó a reír.

—Eso espero. Al menos, existía esta mañana al despertarme, y creo que aún existo.

—Pero no comprendo. Los del Pentágono me aseguraron que no había ningún O'Shaughnessy.

Me interrumpió.

—Bueno —me interrumpió—, no estoy seguro de ser el hombre que usted busca. Pero dada la similitud de los nombres, bueno, he pensado en llamarle para averiguarlo.

—¿Dónde está?

—Memphis, Tennessee. Soy abogado. Un amigo mío que vive en Miami me envió una copia de su artículo, en el que menciona mi nombre. He estado un par de días dudando si telefonearle o no. Creo que lo he hecho por curiosidad. La coincidencia era demasiado grande y, de todos modos, no creo que haya habido otro O'Shaughnessy en el ejército al mismo tiempo que yo. En realidad, no es un apellido tan común.

—¿Dónde combatió? —pregunté.

—Bueno —dijo—, eso es lo más extraño. En realidad, nunca combatí. Al menos no del modo descrito por ese tipo. Verá, yo estaba a cargo de una sección de empleados administrativos, en la base aérea cercana a Da Nang. Lo más parecido a un bautismo de fuego que tuve fue una vez que cayeron algunos proyectiles de mortero sobre la base. A veces se veía el tipo de cosas que los Vietcong sembraban en los caminos: minas terrestres, en general. Pero nunca entré realmente en combate como algunos soldados. Yo me dedicaba a tramitar papeles, formularios, todo lo que el ejército necesita por triplicado.

—¿Trabajaba con empleados administrativos?

—Correcto. Bueno, no sé cuántos eran; tal vez entre cincuenta y cien tipos distintos pasaron por ahí a lo largo de los dieciocho meses que estuve en ese lugar. Gente muy distinta, pero que tenían una cosa en común.

—¿Qué cosa?

—Estaban allí para evitar que les volaran el trasero.

—No le sigo —dije.

—Bueno —respondió—, el ejército les ofrecía un trato antes de enviarlos a alguna base de artillería en el interior del país. Se alistaban por uno o dos años más y los enviaban de regreso a la división, donde los ponían a trabajar con una máquina de escribir, archivadores y uniformes limpios.

—Entonces...

—Entonces éramos los cobardes, supongo. Asustados y a salvo.

Conversamos durante casi una hora. Admitió que su descripción física coincidía con la que me había proporcionado el asesino. Me habló de los militares, de la vida entre las alambradas, del complejo de oficinas desde donde, de vez en cuando, él observaba a las oleadas de refugiados como si la valla de tela metálica fuese una barrera que no sólo impedía el paso de los nativos, sino también de los sentimientos. Dijo que nunca pudo distinguir si los soldados estaban atrapados dentro o si los civiles lo estaban fuera. Por primera vez en días, tomé notas con rapidez. Su voz parecía rejuvenecerme. Una alegría malévola se apoderó de mí, y continuamente pensaba: «Ya te tengo.»

O'Shaughnessy también habló de las salidas a la ciudad, de los paseos por las calles atestadas, hombro con hombro junto a los demás estadounidenses que descollaban en altura entre los locales. Habló de bares oscuros, donde no había más luz que la que se reflejaba en la piel desnuda de una bailarina sin nombre. Allí les contaban muchas historias, según me dijo; historias de asesinatos, atrocidades, muertes, todas cometidas bajo la excusa de la guerra; voces apagadas, enturbiadas por la cerveza o el whisky barato, que relataban horrores en la penumbra.

—Todos los escuchábamos. No podíamos evitarlo. Los soldados bebían para olvidar, pero es un proceso lento, ¿sabe? Se desarrolla en etapas. Y llegaba un punto en que ellos estallaban y las pesadillas salían a la luz, como una confesión, como si al contarlas pudiesen hacerlas desaparecer.

Imaginé al asesino allí, escuchando otras voces que alimentaban su imaginación.

—¿Sabe qué era lo peor? —dijo O'Shaughnessy.

—¿Qué?

—Que, aunque oíamos tantas cosas, vivíamos en un mundo muy aislado de todo eso. Era muy artificial. Como cuando uno despierta y recuerda lo que acaba de soñar. Es real y, al mismo tiempo, no lo es. A veces estoy en algún lugar, y oigo algo..., una palabra, un tono de voz, tal vez... y me viene a la memoria alguna conversación. Es como tener un fantasma en tu interior.

Me pareció que sacudía la cabeza al otro lado de la línea, intentando librarse de esos recuerdos.

—¿Por qué cree que aquello le afectaba tanto? —pregunté.

Hizo una pausa.

—No le he explicado a qué se dedicaba mi sección.

—¿Y bien?

—Nos encargábamos de nuestros muertos. Nombres, identificaciones. Nos cerciorábamos de que los féretros fuesen acompañados de los efectos personales correspondientes. Verá, nuestras oficinas estaban junto a una morgue. Había cadáveres sobre las losas; algunos, reconocibles; otros..., bueno, destrozados. Por eso había tanta rotación de personal en la sección. Era demasiado macabro, demasiado inquietante, trabajar todo el día junto a los cadáveres. Había aire acondicionado, pero a veces aún despierto con el olor a muerto en la nariz. Me pone enfermo, pero no puedo evitarlo. Los médicos dicen que todo está en mi mente. ¿Sabe? Ése era el problema de la guerra. Siempre nos afectaba demasiado a la cabeza.

No se me ocurría nada que decir. Imaginé al asesino sentado ante un escritorio, respirando lentamente, todo el día. Percibiendo el hedor de la muerte en todo momento.

—¿Le ha servido de algo todo lo que le he contado? —preguntó O'Shaughnessy.

—Más de lo que se imagina —respondí.

17

Ya te tengo, hijo de puta.

Al principio, no hablé con nadie de mi conversación con el abogado de Tennessee. En cambio, dejé volar mi fantasía. Imaginé mil formas de capturar al asesino. Sentí que, de pronto, había superado la brecha que me separaba de él, que ahora todas sus mentiras se evaporarían. Permanecí ante mi escritorio, meciéndome en la silla. «¿Quién es el cazador ahora —pensé—, ¿y quién la presa?» Apreté los puños, eufórico. Nolan me vio y se acercó.

—¿Alguna novedad? —preguntó—. ¿Algo bueno, para variar?

Asentí. Él hizo una leve mueca y luego sonrió.

—Por favor, que no sea algo como el fiasco del encuentro. Y nada peligroso.

Negué con la cabeza.

—Lo tenemos —dije.

Nolan sonrió y levantó la mano.

—Por favor, ahórrate la conclusión; sólo quiero las pruebas.

Entonces le puse la grabación. Escuchó en silencio, acariciándose la barbilla, echado hacia delante. Luego se recostó en la silla.

—Tal vez estés en lo cierto —dijo. Luego se echó a reír, y sus carcajadas resonaron en la pequeña sala de conferencias—. ¡Diablos! Esto podría ser definitivo.

—Ya se ve el final —dije.

—Bien. Llama al Pentágono.

—Ellos tendrán los nombres...

—Y nosotros daremos con el asesino. —Nos miramos—. Tal vez. ¿Y si está usando un alias?

—¿Eso crees? —dije—. ¿Crees que es su estilo?

Nolan meneó la cabeza.

—No, no lo es.

Nos miramos por encima de la mesa, con la grabadora entre nosotros. Desde las paredes, nos observaban los artículos que últimamente habían marcado nuestras vidas, nuestros días, nuestros altibajos.

—Atrapemos a ese hijo de perra —dijo—. Atrápalo tú, maldición. Atrápalo tú.

El oficial de información pública del Pentágono respondió con la contundencia de un saludo marcial.

—Sí, señor. Una lista de nombres, señor. Puedo hacerlo.

Oí el roce de su lápiz sobre el papel mientras tomaba nota de la información.

—Sí, señor —repitió—. Eso bastará. Ahora permítame ver si lo he apuntado correctamente. Usted quiere un informe de los nombres y las posibles direcciones de los empleados administrativos que cumplieron parte de su servicio en Da Nang.

—Correcto.

Le repetí los números de la sección y la unidad, tal como me los había proporcionado O'Shaughnessy. También le pedí que verificara sus datos.

—Correcto —respondió—. ¿Para cuándo necesita esta información, señor?

—Lo más pronto posible.

—Llevará unas veinticuatro horas —dijo—. Pero me encargaré de ello personalmente y luego me comunicaré con usted.

—Bien.

De pronto, me sentí tranquilo, como si dispusiera de todo el tiempo que necesitaba. «Ahora soy yo quien te persigue —pensé—; cada vez estoy más cerca.» Quería que el asesino me llamara para poder decírselo, indirectamente, hacerlo sudar. Cada vez más cerca.

Por la tarde fui a ver a Martínez y a Wilson al departamento de homicidios. Los seguí por el laberinto de escritorios y cubículos, que no habían cambiado desde mis visitas anteriores. Era como si aún estuviesen interrogando a las mismas personas, como si las mismas voces cansadas repitieran la misma información. La luz del sol penetraba en la habitación, proyectando sombras en los rincones y en el suelo. Las voces se elevaban en el aire cargado de humo y se confundían con el zumbido del aire acondicionado. Hablamos en la sala habilitada como centro de operaciones para el caso del Asesino de los Números. Ahora, además de la lista de nombres, lugares y fechas, colgaban en las paredes copias del retrato robot policial.

—¿Te ha llamado? —preguntó Wilson.

—Aún no —respondí.

—Lo hará —aseveró Martínez—. Siempre lo ha hecho. Cuando un asesino establece una pauta, es muy difícil que la altere. Esto se da tanto en los peores psicópatas (como este tipo) como en los más fríos asesinos a sueldo. Se acostumbran con mucha rapidez al sistema que desarrollan, a su propia manera de hacer las cosas. No se sienten satisfechos si se desvían de sus normas. Es como una firma; a veces sale un poco vacilante, ligeramente distinta, pero el resultado es el mismo. Y la pauta de este tipo consiste en llamarte a ti.

—¿No crees que esa llamada puede haber sido la última?

—No. Sólo es una teoría, pero creo que se le está acabando la cuerda. Tal vez uno de los detectives de la calle estuvo a punto de encontrarlo, preguntando por allí; quizás esté asustado. Pero no creo que resista la tentación de volver a hablar contigo. O de matar. Eso se ha vuelto demasiado importante para él. Dudo que renuncie a ello; tiene demasiado ego. Por eso lo atraparemos.

Pensé en hablarles de mi conversación con O'Shaughnessy. «Espera», me dije.

—¿Creéis que estoy en peligro? —les pregunté.

—Es difícil saberlo —dijo Wilson—. Tal vez él ya haya conseguido lo que quería: asustarte y todo eso. Por otro lado, eso podría ser sólo el principio. Tenemos que suponer que corres peligro.

—Eso no es lógico —repliqué.

—¿A quién coño le importa la lógica? Seguramente a ese tipo no.

Wilson se volvió hacia las paredes.

—Podría haberme matado cien veces —alegué.

—Claro —dijo Martínez—. Pero eso no significa que no habrá una centesimoprimera.

Negué con la cabeza. «Ahora no me persigue —pensé—. Yo lo persigo a él.»

—Tienes que entender —prosiguió Martínez— que a él le gusta establecer una relación personal con sus víctimas. Por eso se sintió tan frustrado con la mujer y su bebé, en los Glades. Ella no quiso hablar con él. Pero de todas las personas, es contigo con quien ha establecido un vínculo más estrecho. ¿Por qué no habría de querer matarte? Además, piensa en los titulares a los que daría pie ese asesinato.

—Creo que aún me necesita, que no intentará liquidarme. Es sólo una corazonada.

Wilson soltó una maldición.

—Una corazonada que podría costarte la vida. No seas ingenuo. Y no pienses que puedes batirte en duelo con ese cabrón. Esto no es el lejano oeste. Ese tipo sabe manejar las armas y conoce muy bien esa pistola.

—No trates de jugar con él —me advirtió Martínez—. Saldrás perdiendo con toda seguridad.

—¿Qué os hace pensar...?

—Oh, mierda —me cortó Wilson—. Debes de tomarnos por unos imbéciles.

—Sabemos lo de la 45 que compraste el otro día —explicó Martínez—. Deshazte de ella antes de que te pegues un tiro o te vueles el pie.

No dije nada.

—Ni se te ocurra —dijo Martínez.

—¿Qué novedades tenéis? —pregunté, cambiando de tema—. ¿Qué haréis ahora?

—Volveremos a la calle —respondió Martínez—. Con los retratos robot y los volantes. Eso dará fruto pronto. Algún vecino suspicaz, algún barman que se fija en las caras; alguien reconocerá al tipo del dibujo. Y entonces comenzaremos a movernos. Sucederá. Tardará algunos días, pero sucederá. Todo es cuestión de esperar.

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