Alexias de Atenas (60 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

—Todo hombre —dijo— desea dejar en la tierra huella imperecedera de su nombre. Incluso un muchacho siente así cuando marca su nombre en un árbol. A veces he soñado en fundar una ciudad; pero eso corresponde a los dioses.

El vendedor de vino se acercó, y me invitó a una copa del acostumbrado vino fortísimo que vendían en los Juegos.

—Además —prosiguió—, deseo estudiar a Ciro. Dicen que es hombre nacido para regir, y quiero saber cómo está hecho un hombre semejante. Uno oye hablar mucho de esa clase de hombres y de que son más idóneos que otros para gobernar. Como afirma Sócrates, un albañil, o un herrero, pueden decir claramente cómo se hallan calificados para un trabajo; pero nadie ha definido la calificación de un gobernante, o por mejor decir, ni siquiera dos personas se muestran de acuerdo en la definición. Las complicaciones siempre nacen de no definir nuestros términos; pero aún nos vienen más complicaciones por no definir ese término.

—Buena suerte, entonces, con tu definición —dije—. Pero tráela aquí, para que la compartan tus amigos.

Le miré y vi que bebía el áspero vino como un hombre que espera enfrentarse con peores cosas. Comprendí que estaba echando mi última mirada al muchacho que aún recordaba. Me hallaba en lo cierto. Cuando lo vi de nuevo, fue cinco años más tarde, y no en Atenas. Se hallaba curtido como la correa de una jabalina, y era un soldado que parecía haber sido acunado en un escudo; pero creo que lo más extraño fue ver en una persona que siempre se había mostrado tan atenta con los convencionalismos ese descuidado abandono que sólo es posible encontrar en soldados de gran renombre.

Son hombres que parecen decir: «Tómalo o déjalo, tú que nunca has ido a donde yo he estado. Sólo nosotros somos los jueces el uno del otro».

Fue a reunirse con otros amigos, y yo, viendo que alguien me hacía señas, me levanté y reconocí a Fedón, a cuyo lado fui. Platón se encontraba con él, y, unos cuantos bancos más abajo, Sócrates hablaba con su viejo amigo Cairofonte que había regresado de su exilio con los demócratas. Como me acerqué por detrás de ellos, no me vieron; pero Platón me hizo sentarme a su lado. Cuando nos encontrábamos en lugares públicos, nunca dejaba de mostrarse conmigo muy cortés. Pero ya no me pedía que fuera a su casa. Aunque no me jactaba de haber dado muerte a Critias (ningún hombre se jacta de lo que le ha costado tan caro), el hecho era conocido por unas cuantas personas, y sin duda alguna será un mal día para la Ciudad aquel en que los hombres hayan perdido hasta tal punto la piedad que sean anfitriones del que ha vertido la sangre de sus parientes.

Hablamos de cosas indiferentes, y observamos al juglar que en el estadio echaba al aire antorchas encendidas, pues el crepúsculo comenzaba a extenderse. En el banco debajo del nuestro, Anitos hablaba con algunos amigos suyos. También él había sido coronado aquel día por su trabajo en la resistencia, y nadie lo había merecido más. En el exilio había trabajado casi tanto como Trasíbulos, y había luchado bien en El Pireo a pesar de no ser ya joven. Era hombre que jamás hacia a medias las cosas. Mucho antes, cuando toda la Ciudad se hallaba enamorada de Alcibíades, la pasión de Anitos había sido notoria sobre todas las demás, gozándose en la burla e incluso en el insulto público. Se decía que en cierta ocasión dio un banquete al cual el joven rehusó asistir. Pero Anitos no cesó en sus importunidades, suplicándole casi de rodillas que acudiera bajo cualesquiera condiciones. Alcibíades se alejó riendo. Cuando llegaron los invitados, él no se presentó; pero cuando el banquete se hallaba en su mitad, lo vieron en el umbral. Invitado a entrar, no dijo nada, pero envió a su sirviente a recoger las copas de plata que había en la mesa, y después marchó con ellas sin haber dicho palabra. Eso sucedió en los días en que corría detrás de Sócrates, quien, no pidiendo nunca nada para sí mismo, creo que había hecho al joven más despectivo que antes de sus tropas de esclavos.

Anitos era aclamado en todas partes como salvador de la democracia, y se había convertido en el prototipo del demócrata. Tenía a gala ir con el hombro derecho desnudo, como un trabajador, a pesar de que era hombre bien acomodado, y en su curtiembre empleaba a hombres libres y a esclavos. En política se estaba labrando una reputación. Aquella tarde fue interrumpido por muchos saludos mientras hablaba con sus amigos.

—Bien —decía—, hemos luchado por esto, y ahora lo vemos. Aquí está el pueblo, mostrándose tal cual es. Son las personas sencillas, reunidas en hermandad para proclamar su triunfo, para honrar las viejas virtudes, para compartir su orgullo y sentir su felicidad. Es un día nefasto para los granujas y los embaucadores, y para todos aquellos que no sientan como suya esta gloria. Nuestro es el futuro.

Sus amigos lo aplaudieron. Pero Platón se volvió impaciente hacia Fedón para preguntar:

—¿Qué quiere decir ese hombre con todas esas rimbombantes palabras? ¿Quién es ese pueblo? ¿A qué personas se refiere? ¿Quiénes son las personas sencillas? ¿Eres tú una de ellas, Fedón? ¿Te sientes tú feliz, Alexias?… Perdóname. Eres libre de preguntarme a mí lo mismo.

—Supongo que es una figura retórica —repuse.

Su voz continuaba alta y clara y, a juzgar por la postura rígida que adoptó la espalda de Anitos, comprendí de inmediato que le había escuchado.

—Entonces es mala, pues es una figura de lo que no existe. Aquí no hay un pueblo. Aquí hay veinte mil cuerpos, cada uno de los cuales encierra un alma, que es el centro de un cosmos que nadie más ve. Aquí descansan y, en compañía de los demás, malgastan un poco de tiempo antes de que cada uno de ellos vuelva a las tareas de su soledad, en la cual su alma vivirá o morirá sola, en su largo viaje hacia Dios. ¿Quién puede hacer el bien sin saber lo que es? ¿Y cómo lo hallará, excepto pensando, u orando, o conversando con unos cuantos amigos afanosos de encontrar la verdad, o con el maestro que Dios le ha enviado? No lo encontrará en una simple fase de discernimiento que pueda ser gritada en el Ágora y tenga el mismo significado para todos cuantos la oigan, sino a través de un largo conocimiento de sí mismo y de las causas del error, refrenando el deseo, y sometiéndose de nuevo a la verdad, que sólo queda refinada como el oro mediante una larga tarea. Ninguna de estas cosas suceden cuando uno se encuentra entre una multitud, sino que uno se inclina como una caña ante el viento del miedo, o del ignorante prejuicio, o de una corona, contrayendo por infección una falsa pretensión de conocimiento, o en el mejor de los casos una veraz opinión no sopesada ni investigada. ¿Qué es el Pueblo al que debiéramos venerar? ¿Debemos venerar a los dioses o a las bestias en forma de hombre?

Vi a Anitos volverse y casi hablar. Se hallaba claramente encolerizado; pero al verme se contuvo, pensando, sin duda alguna, que era persona muy adecuada para ocuparme del asunto.

—Pero —objeté— los hombres deben congregarse para hacer las leyes, para guerrear, para honrar a los dioses. Deben aprender a obrar en pro del bien común. Para tan convenientes propósitos, deben sentirse Pueblo, de la misma manera que los marinos se sienten tripulación.

—Sí, pero sería preciso precaverlos de las mentiras del alma. Los hombres veneran tales palabras, y entonces, sintiéndose parte de algo que no puede hacer nada malo, se hinchan de orgullo, pensando en lo mucho más elevados que están en relación a otros hombres, y no en lo más bajo que están en relación a los dioses. ¿Qué es el Pueblo sino una ola del mar que entre playa y playa cambia de substancia un millar de veces? ¿Cuál es su prototipo? Aceptemos que la mente divina puede contener, además de las ideas de justicia, santidad y verdad, una idea de Hombre en cuyo cuerpo se contienen todas ellas perfectamente armonizadas en cada una de sus proporciones, tal como al principio nos concibió Zeus el Creador. Puedes decir que un hombre hecho así se halla más cerca de ser un dios, y, sin embargo, en el orden del universo hay espacio para tal concepto. Pero ¿cómo puede haber una idea de Pueblo? ¿Quién puede concebirla, y menos amarla? ¿La amabas tú, Alexias, cuando fuiste a Filo? No. Lo que tú amabas era la libertad, y tienes suficiente lógica para saber que tu amor perecería a su solo abrazo. ¿Puedo hablar de Lisias, puesto que hoy lo hemos recordado? Él amaba la justicia, porque era un verdadero hijo de Zeus, y deseaba compartirla, como hubiera compartido cualquier cosa buena que hubiese tenido. ¿Por qué hubiera amado al Pueblo, él que tenía un corazón lo bastante grande para amar a todos los hombres? Incluso si Zeus el Sapiente pusiera sobre la tierra ese hombre perfecto que hemos postulado, ¿amaría al Pueblo? Creo que no. Amaría al caballero y al plebeyo, al esclavo y al hombre libre, al heleno y al bárbaro, incluso al perverso, pues también ellos contienen el alma nacida en Dios. Y el Pueblo se uniría a los tiranos para exigir que fuera crucificado.

Se oyó el sonido de la música abajo en el estadio, y en seguida apareció un ejército de muchachos con yelmos y escudos, unos sosteniendo en la mano lanzas y otros antorchas, para danzar con ellas en honor de Zeus. Fedón se levantó y dijo:

—Acabad entre vosotros la discusión, pues antes de que comience la carrera yo quiero cambiar unas palabras con Sócrates.

—Vámonos —repuso Platón.

Cuando nos levantábamos, Anitos, que se había vuelto del todo, exclamó:

—¡Me parece demasiado!

—¿Cómo dices? —preguntó Platón, deteniéndose.

—Conque eres un alumno de Sócrates, ¿no? —repuso Anitos.

—No —respondió Platón, alzando las cejas para fruncir el entrecejo—. Me enorgullezco de ser su amigo. Perdóname.

Y marchó detrás de Fedón, que no había oído nada.

También yo me disponía a irme, pero Anitos se inclinó hacia adelante para coger mi manto y tirar de él. Su costumbre era agarrar y dar golpecitos a aquellos que hablaban con él, ya que era enemigo de toda lejanía y reserva, porque eso le parecía propio de los oligarcas. Por respeto y por cortesía volví a sentarme.

—Me maravillas, Alexias —dijo—, tú que has sido coronado hoy mismo y honrado como amigo por el Pueblo. No comprendo cómo puedes escuchar a ese reaccionario y conservar tu serenidad. Me parecía que, ahora que eres un hombre, habías dejado por fin de dejarte engañar por Sócrates.

—He luchado como un demócrata, aquí y en Samos, sólo porque Sócrates me ha enseñado a pensar por mí mismo. Y Platón rechazó a los tiranos, aunque algunos eran parientes suyos, por consideración a Sócrates. Él enseña a los hombres a buscar la verdad que hay en ellos.

Pude ver que esperaba que dejase de hablar para decir lo que tenía el propósito de decir, exactamente como si yo no hubiera hablado. Me agradaba el modo que tenía de tratar a todos los hombres como si fueran sus iguales; pero resulta extraño hablar con alguien a quien no alcanzan nuestros pensamientos. De repente fue como si me rodeara un gran desierto, e incluso sentí el temor de Pan, conductor de rebaños, como nos ocurre cuando nos encontramos en un lugar solitario.

—Desde que tengo memoria —dijo Anitos—, ese hombre ha estado siempre rodeado de ociosos jóvenes, a los que induce a creer que les asiste el derecho a permanecer ociosos y a quienes obliga a desperdiciar sus mejores años, cuando podrían estar aprendiendo un oficio honesto. ¿Negarás que Critias fue su alumno? ¿O quizá prefieres decir su amigo? Más aún, desde que la democracia ha sido restaurada, no ha dejado de burlarse de ella y de socavarla.

—No es eso lo que creo —repliqué—. Ciertamente no sé lo que quiere decir, a menos que Sócrates piense que es estúpido sortear entre la masa el papel de jueces y legisladores. Dice que nadie escoge entre la masa a un médico cuando su hijo está enfermo. ¿Lo harías tú?

Su cara se oscureció, y vi que había agitado en él un pensamiento que le resultaba vejatorio.

—Sigue mi consejo —repuso— y no permanezcas a su lado hasta que corrompa tu mente y te deje sin principios, o religión o reverencia, como hace con otros jóvenes.

—¿Corromperme, dices? Antes de hablar con Sócrates ni siquiera sabía lo que significaba la religión. Ahora es tarde para dejarle, Anitos. Desde que era niño ha sido para mí como un padre, y mucho más.

Vi que una vena se hinchaba en su frente, y cuando de nuevo habló comprobé que se hallaba más allá del dominio de la lógica y enteramente entregado a sí mismo.

—¡Más que un padre! Tú lo has dicho. En eso radica el mal. Me gustaría saber quién puede guiar a un muchacho mejor que su padre.

—Eso depende —repuse—. Si estuviera en el mar, podría hacerlo un piloto, ¿no crees? O un médico, si tuviera fiebre. Cuando el muchacho corre, la Ciudad piensa que incluso yo puedo hacerlo mejor.

Y empecé a hablar de aquellos que iban a participar en la carrera de antorchas, creyendo que eso le calmaría. Pero se puso más furioso que nunca.

—¡Tonterías! —chilló—. Eternas tonterías que dan al traste con los decentes principios que el instinto nos dice son los únicos verdaderos. ¿Cómo consigue ejercer esa influencia sobre los jóvenes? Halagándolos, por supuesto. Haciéndoles creer que en la vida tienen una misión especial que los distinguirá de todos los demás, como le sucede a ese jovencito que ahora mismo acaba de burlarse del Pueblo. Enseñándoles que trabajar en un buen oficio, donde pueden aprender el significado de la democracia verdadera en un toma y daca con sus compañeros, es un despilfarro de sus preciosas almas. Diciéndoles que, a menos que pierdan el tiempo todo el día con él en la columnata, criticando todo cuanto es sagrado, se convertirán en zoquetes, exactamente como sus pobres padres, que toda la vida han sudado sangre para que pudieran vivir como ciudadanos y no como esclavos.

—A él mismo le fue enseñado un oficio, y está orgulloso de ello. Toda la Ciudad lo sabe.

—No me hables de Sócrates. Si los jóvenes no pagan sus lecciones, las pagan sus padres.

Seguí sus ojos, sabiendo de antemano lo que iba a ver. Su hijo, Antemio, joven de unos dieciocho años, se hallaba sentado un poco más allá, con un grupo de hijos de mercaderes, los cuales le miraban con admiración. A juzgar por el ruido de sus risas, acababa de contarles una historia muy salaz. En el momento en que yo miré, llamó al vendedor de vino, como ya le había visto hacer dos o tres veces.

A pesar de que el vino era muy fuerte, lo bebía sin mezclarlo con agua, como hacen los hombres que no pueden pasarse sin él. Era un muchacho con cejas y cabello pálidos, una cara de expresión cambiante y encarnada y ojos llenos de desesperación.

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