Alexias de Atenas (27 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

«Me acercaré a él y le contaré lo sucedido —pensé—. Si ha accedido a dejarse sobornar, se limitará a negarlo, pero si se le ha ofrecido dinero y lo ha rechazado, aceptará presentarse conmigo ante el Consejo de los Juegos, para denunciarlo. Así estaré seguro de él; Tisandro será azotado y borrado de la carrera. Pero espera. En un lugar donde los hombres compran a sus rivales, la difamación puede ser más corriente aún, puesto que es más barata. Si denunciamos y no somos creídos, la mancha caerá sobre nosotros para siempre. Y si Eumastas, por pensar así, se niega a acompañarme, careceré de testigo; tampoco sabré nunca si ha sido sobornado o no. No; debo hacer una buena carrera y conservar las manos limpias. ¿Qué puede importarme que las de los otros se ensucien?» 

Me sentí más tranquilo, hasta que pareció que la voz del corintio me susurraba al oído: «Has sido inteligente. Imaginaste que mentía al decirte que no habría trato con los otros, si tú lo rechazabas. Te lo dije, para que no creyeras que la victoria te sería fácil, pero fuiste más astuto que yo. Eumastas ha sido sobornado, y también Nicomedes; ahora sólo tienes que vencer a Tisandro. Corre y ve en busca de tu corona».

Salí del gimnasio, sin saber adónde iba. Me parecía que nada podía hacer, que fuera completamente honroso, y que jamás volvería a sentirme limpio. En mi turbación, los pies me llevaron a la puerta de la palestra de los hombres. «Lisias sabrá lo que debo hacer», pensé, y mi corazón se aligeró, hasta que hizo una pausa para decirme: «¿A eso llamas tú amistad, Alexias? Los Juegos están a punto de empezar; y el hombre que toma parte en el pancracio, tiene bastante con sus propios problemas».

Lisias salió antes de la hora acostumbrada. No le pregunté cómo le había ido aquel día, para evitar que a su vez me hiciera semejante pregunta. No hablaba, lo cual me alegró, porque yo tenía muy pocas cosas que decir; pero finalmente lo hizo, cuando hubimos andado una corta distancia.

—El tiempo es claro y el aire es fresco. ¿Quieres que subamos a la montaña?

Me sentí sorprendido, pues no era propio de él cambiar caprichosamente el momento de hacer algo, cuando había tomado una decisión al respecto. Temí que hubiera observado mi pobre estado de ánimo, pero me alegró aquel cambio de planes. Había pasado ya el calor del mediodía, y la cima del Acrocorinto resaltaba, dorada, contra el cielo primaveral. Mientras subíamos, las otras colinas crecían a nuestro alrededor, Corinto brillaba abajo, y el mar azul se extendía hasta el infinito. Cuando llegamos al pie de las murallas, dije que quizá los corintios nos impidieran entrar en su ciudadela, puesto que, a pesar de la sagrada tregua, éramos enemigos. Pero el hombre que custodiaba la entrada nos habló cortésmente, dijo algo acerca de los Juegos y nos permitió el paso.

Cuando se han cruzado las murallas falta todavía mucho para llegar a la cumbre del Acrocorinto. Debido a su altura, la ciudadela no está tan apiñada como nuestra Ciudad Alta. Todo estaba en silencio y podíamos oír las abejas en el asfódelo, el golpeteo de las pequeñas tabletas de los chivos y la flauta de un pastor. Más allá de las murallas había grandes espacios de aire azul, pues la ciudadela propiamente dicha se encuentra sobre altos farallones, como un techo sobre las columnas del templo.

El camino santo serpenteaba entre altares y manantiales sagrados. Había un santuario construido de piedra gris, en el cual entramos. Después del brillante sol, nos pareció muy oscuro; en el centro, donde debiera estar el dios, había una cortina púrpura. Apareció un sacerdote con vestiduras de color rojo oscuro, dirigiéndose a nosotros.

—No os acerquéis, extranjeros. Éste es el templo de la Necesidad y la Fuerza; y la imagen de este dios no debe ser vista.

Yo hubiera salido inmediatamente, pues aquel lugar me inquietaba, pero Lisias hizo una pausa y habló.

—¿Está permitido hacer una ofrenda?

—No —contestó el sacerdote—. Este dios sólo acepta el sacrificio debido.

—Sea así, pues —repuso Lisias—. Vamos —añadió, dirigiéndose a mí.

Después guardó silencio durante tanto tiempo, que le pregunté si algo le turbaba. Me sonrió, negando con la cabeza, y señaló hacia el frente, pues habíamos llegado al coronamiento del Acrocorinto, y caminando por un pequeño brezal, vimos el templete ante nosotros.

La imagen de Afrodita está armada con escudo y venablo; sin embargo, jamás había yo conocido lugar más lleno de paz. El templo es delicado y pequeño, con una terraza donde empieza el declive de la ladera. Las murallas y las torres parecen encontrarse muy abajo; las montañas a nuestro alrededor cuelgan como velos de gris y púrpura y los dos mares se alargan, como seda a la luz. Pensé en el día en que Lisias y yo habíamos oído a Sócrates, subiendo después a la Ciudad Alta, y me pareció que el recuerdo había estado ya allí, esperándonos como si aquel lugar fuera el habitáculo de tales cosas.

Después de un rato Lisias señaló hacia abajo.

—Mira qué pequeño es.

Miré y vi el recinto de los Juegos, el templo, las casetas de la feria a su alrededor, más pequeño todo que juguetes infantiles de tierra pintada. Mi alma se sentía ligera y libre, lavada también de la suciedad de la mañana. Lisias apoyó una mano en mi hombro, y me pareció que ni la duda ni la turbación podrían asaltamos. Permanecimos allí, mirando hacia abajo. Distinguí la larga pared del Istmo, que separa el sur de la Hélade del norte. Lisias aspiró; pensé que iba a hablar, pero algo me llamó la atención, y exclamé:

—¡Mira allí, Lisias! ¡Hay barcos moviéndose en tierra!

Señalé. Había un camino a través del istmo, tan delgado para nuestros ojos como la raya trazada por un niño con un palo. Los barcos se arrastraban por él, con casi inapreciable movimiento. En cada proa había un enjambre de marineros y hombres que tiraban de las cuerdas, y otros que iban delante con rodillos. Contamos cuatro barcos en la vía empedrada, y ocho en el golfo de Corinto, esperando su turno. Iban del mar occidental al oriental.

Me volví a Lisias. Tenía el aspecto acostumbrado antes de la batalla y no me vio. Le cogí del brazo, preguntándole qué era aquello.

—Ya había oído hablar de esa vía para barcos —dijo—. No es nada. Pero hay demasiados.

Entonces comprendí.

—¿Quieres decir que son naves espartanas, que pasan hacia el Egeo, tras nuestras espaldas?

—Revueltas en las islas, en alguna parte, apoyadas por los espartanos. Me extrañaba que Alcibíades estuviera quieto tanto tiempo.

—Debemos bajar —dije— y contárselo a los delegados.

La serpiente que había dormido todo el invierno empezaba a sacar la cabeza. Sin embargo, aquello me parecía poca cosa comparado con la pena que me producía tener que bajar de la montaña.

—Volveremos aquí otra vez, juntos, después de los Juegos —dije a Lisias.

No me contestó, sino que señaló hacia oriente. La luz llegaba del oeste y era muy clara.

—Alcanzo a ver hasta Salamina —observé—. Allí está su cordillera, con la hondonada en el centro.

—Sí —asintió él—. ¿Puedes ver más allá?

Entrecerré los ojos. Más allá de la hondonada, algo brillaba como un pedazo de cristal al sol.

—Es la Ciudad Alta, Lisias. Es el Templo de la Doncella.

Volvió a asentir, sin hablar; quedó mirando, como el hombre que graba en la mente lo que ve.

Había oscurecido cuando llegamos a Istmia, pero fuimos directamente al muelle y llamamos a la Paralos. La mayor parte de la tripulación se estaba divirtiendo en Corinto, pero allí estaba Agios, el piloto, hombre robusto, de cara rojiza y cabello blanco, que nos ofreció vino, bajo el encendido fanal de popa. Cuando hubo oído lo que le dijimos, silbó entre dientes.

—¡Conque eso es lo que viene a Kenchreai!

Entonces nos contó que él y su segundo, al pasear por la playa, habían visto que la bahía se llenaba de barcos, pero antes de que pudieran acercarse, unos guardianes los obligaron a alejarse.

—Guardias espartanos —prosiguió—. No he visto que los corintios se tomen la menor molestia por conservar el secreto.

—No —dijo Lisias —¿Por qué estaremos aquí, nosotros, atenienses? Los corintios están en su derecho al invitarnos y nosotros en el nuestro al aceptar, puesto que ambas ciudades fundaron los Juegos juntas. Sin embargo, es un extraño momento para ofrecernos la tregua sagrada, mientras sucede todo esto.

—Siempre han sido rivales nuestros en el comercio —observó Agios—. Les encantaría vernos empobrecidos, pero no les gustaría una Hélade espartana. Los bonitos juguetes, el placer, la comodidad y el lujo constituyen su vida. Haré que mis hombres recorran Corinto con los oídos bien abiertos. Pero cada cosa a su vez; vosotros debierais acostaros ya, pues los Juegos están muy cercanos.

Al regresar encontramos a Autólico, que daba su paseo de entrenamiento después de la cena. Cuando nos saludamos, preguntó a Lisias por qué no había cenado con ellos.

—Me voy a dormir —repuso Lisias —Esta tarde trepamos al Acrocorinto.

Autólico enarcó las cejas; pareció escandalizado, pero sólo nos deseó las buenas noches y siguió su paseo.

Al día siguiente desperté con el cuerpo algo dolorido por la ascensión; por tanto, pasé una hora con el masajista, y después sólo hice algunos ejercicios al son de la música, para soltar los músculos y estar fresco para el otro día, pues la carrera a pie abre los Juegos.

Hablé cortésmente a Eumastas cuando le vi. En una ocasión le sorprendí mirándome, pero si yo me había vuelto más taciturno, no sería un espartano quien lo observara.

Los atletas cretenses fueron los últimos en llegar, pues los retrasó por una tempestad. Teniendo en cuenta su fama de corredores, yo había de preocuparme de alguien más que de Eumastas. Al hacer unos ejercicios en la pista vi a un joven atezado, que me pareció podría muy bien ser el mejor de todos nosotros. Por el estadio se propagó la noticia de que había corrido en Olimpia, llegando en segundo lugar. Aunque me sentía ansioso por mí mismo, no pude por menos que reír al pensar: «Tisandro no dormirá esta noche».

Me despertó un sonido que no se parece a ningún otro, el sonido del estadio cuando las gradas se llenan. La gente debía de haber empezado a llegar mucho antes del alba. Oíanse ya los gritos de acróbatas y juglares, de los mercachifles pregonando cintas, pasteles y mirtos, las voces de los aguadores, los apostadores profesionales gritando sus ofertas, las exclamaciones de las gentes forcejeando por ocupar buenos sitios; y entre todo ello, el rumor de las conversaciones, como el zumbido de las abejas en un templo abandonado. Es el sonido que oprime el vientre y da escalofríos en la espalda.

Me levanté y corrí al surtidor, afuera. Alguien me alcanzó: era Eumastas, que cogió el cazo y me echó agua por el cuerpo. Siempre la tiraba con fuerza, intentando hacerle boquear a uno. Le mojé a mi vez, mirando cómo el agua le bajaba por las cicatrices de la espalda. De pronto me sentí obligado a hablar.

—Correré para vencer, Eumastas —dije.

—¿Y por qué no? —repuso él, en su acostumbrado tono adusto, mirándome.

En su cara no se retrató expresión alguna de sorpresa o de cualquier otro sentimiento. No supe si había inocencia en sus palabras, discreción o engaño. Y jamás lo he sabido.

En el desfile, los atenienses fuimos tan vitoreados como los espartanos. La gente había acudido para divertirse y olvidar la guerra.

Me senté junto a Lisias, contemplando con él las carreras de muchachos. Los atenienses corrieron bastante bien, pero no ganaron nada.

Hubo una pausa; aparecieron los volteadores y los flautistas, y súbitamente, en todo el estadio, los efebos se ponían en pie. Lisias apoyó una mano en mi rodilla, sonriendo. Le hice una pequeña seña que era un secreto entre ambos, y me levanté como los demás. Un momento después estaba junto al cretense, tocando con los dedos de los pies las acanaladuras de la piedra de salida, oyendo el grito del juez:

—¡Corredores! ¡Los pies en las líneas!

Era uno de los frescos días de la primavera en que uno siente que podría correr eternamente, y que tientan a los principiantes a forzar la carrera, como nunca lo harían en los Juegos de verano.

Dejé que ésos me adelantaran, pero cuando Eumastas quedó en cabeza, fue otra cosa. Era duro ver su espalda con las cicatrices y no intentar alcanzarla. «Cuidado, Alexias —pensé—, ten cuidado.» También Tisandro corría con prudencia. Estábamos casi emparejados.

Después de los no importantes, el primer corredor en fallar fue Nicomedes. El día anterior había yo advertido que sus esperanzas se desvanecieron anticipadamente, al observar la presencia del cretense.

Adelantándose un poco. Tisandro se movió en diagonal. Pensé que cruzaría para chocar conmigo, pero aquello le hubiera descalificado. Sin embargo, cambió de decisión. Seguidamente se produjo una diversión, cuando un desconocido forzó la carrera y quedó en cabeza. Durante todo aquel tiempo yo había sabido que el cretense estaba detrás de mí, porque nunca le veía al doblar el poste. En aquel momento, rápido como un lobo, saltó hacia adelante, adelantándonos a todos. Estaba mediada la sexta vuelta. «Alexias, ha llegado el momento de correr», pensé.

Después de esto, mi carrera fue regida por mi respiración y mis piernas. En la curva adelanté a Eumastas, extrañándome que éste no disputara mi avance. El espartano estaba agotado; se había adelantado demasiado pronto, como los principiantes. Eso dejaba sólo a Tisandro y al cretense. A la salida había visto que Tisandro llevaba colgando del cuello un diente de caballo, como talismán, y le desprecié por ello; pero como corredor no debía ser despreciado. Se conocía a sí mismo y no se dejada aturdir. Delante de nosotros estaba el cretense, corriendo sabiamente. Entramos en la última vuelta.

Quienes hasta entonces habían permanecido callados, empezaron a gritar, y los que gritaban, rugieron. De pronto, sobre el griterío, oí a Lisias.

—¡Adelante, Alexias!

Era la misma voz que en la batalla, aquella con que lanzaba el grito de guerra. Pareció que algo me elevara, llenándome el espíritu y la carne. Poco después del poste dejé atrás a Tisandro, y alcancé al cretense un instante más tarde. Le miré a la cara; parecía sorprendido. Corrimos parejos durante un momento, pero poco a poco quedó detrás de mí, hasta que ya no le vi.

La muchedumbre se había apiñado en la meta, y corrí hacia ella. Se separó para abrirme paso, al principio, y luego me rodeó. La cabeza me daba vueltas; sentí como si una enorme lanza me cruzara el pecho y me agarré a ella con ambas manos. Mientras sobre mis hombros caía el mirto, golpeándome en la cara, me esforcé para respirar a pesar del dolor de la lanza. Entonces se alargó un brazo para abrirme sitio, y protegerme de aquel hacinamiento humano. Me apoyé contra el hombro de Lisias, y el dolor de la lanzada disminuyó. Poco después pude distinguir a quienes me rodeaban, y hablarles. Nada había dicho a Lisias, ni tampoco él a mi. Me volví para que me atara él las cintas y nos miramos. Su túnica blanca, que se puso limpia aquella mañana para el sacrificio a Poseidón, estaba manchada en el pecho de aceite y polvo. Estaba tan sucio, que solté una carcajada; pero él me dijo suavemente al oído que se la quitaría, para guardarla tal como estaba. «Me gustaría morir, pues los dioses no pueden reservarme mayor gozo que el que ahora siento», pensé.

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