Alexias de Atenas (23 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Dicen que doscientos barcos combatieron aquel día en la gran bahía. El agua estaba llena de ellos; se abordaban e iban al garete, aferrados a otros que combatían, con lo que los combates aislados se convirtieron en uno, creándose espantosa confusión. Los hoplitas que saltaban de un puente a otro, al luchar, eran alcanzados por jabalinas lanzadas desde sus propias naves; los timones quedaban destrozados, los barcos sin gobierno embestían a amigos y enemigos.

Tan espantoso era el ruido del combate, y se luchaba tan de cerca, que los hombres casi no sabían si las órdenes que oían eran dadas por sus trierarcas o por el enemigo.

Entretanto, en tierra los atenienses contemplaban la batalla, como si se tratara de un juego de dados en el que su vida fuera la puesta. Gritaban en triunfo o gemían en desesperación, según les pareciera el combate favorable o desfavorable. Pero los siracusanos tenían las cuatro quintas partes de la costa, y podían desembarcar en cualquier lugar, en caso necesario, mientras que los atenienses sólo contaban con la estrecha faja que Glipos y sus hombres sostenían. Estaban atrapados por todas partes; los barcos que no fueron hundidos debieron regresar a la costa. Al verlos volver, el ejército que esperaba emitió un gran grito de angustia, y pasó la mirada del mar lleno de restos y cadáveres a la tierra hostil.

A la tierra volvieron finalmente la cara, dejando sus muertos sin enterrar, y como si no bastara el reproche de los abandonados espectros, tuvieron también que abandonar a los enfermos y heridos.

O abandonarlos, o morir con ellos, que se arrastraban agarrándose a sus amigos, hasta que no podían ya ni andar ni arrastrarse, y caían suplicando o maldiciendo o gritando sus últimos mensajes para los suyos. Sus voces flotaban sobre el ejército junto con cuervos y milanos. Los que seguían en pie caminaron por la pedregosa tierra vacía, sedientos, hostigados por el enemigo, hasta el fin. Llegaron a un río que discurría entre altas márgenes; bajaron hasta él para cruzarlo y beber, y entonces los siracusanos cayeron sobre ellos, por el frente y la retaguardia. Mientras los atenienses se esforzaban por salir del agua, una lluvia de piedras, dardos y flechas cayó sobre ellos. Las aguas se enturbiaron y luego se tornaron rojas con la sangre de los muertos. Pero tanta era su sed, que quienes pudieron llegar hasta él se echaron y bebieron, hasta que los demás los pisotearon y murieron ahogados.

Demóstenes cayó sobre su espada, pero fue tomado vivo, para dar al enemigo el placer de matarle. También dieron muerte a Nicias, aunque nadie sabe cómo. Muchos millares murieron allí, y otros fueron llevados por los siracusanos, para ser vendidos como esclavos. Los fugitivos, ocultos en los bosques, vieron cómo sus camaradas eran conducidos al igual que ganado hambriento y nada más supieron de ellos.

Habían salido de la Ciudad entre los gemidos de las mujeres, y bajo una lluvia de flores. Pero puede llorarse cuando Adonis muere, pues con el llanto se calma el corazón, y los dioses vuelven.

En las silenciosas calles, el hombre que veía acercarse a sus amigos cruzaba a la otra acera, para no tener que hablar. Algunas veces, al pasar ante una casa, se oía el llanto de una mujer solitaria, sonido apagado que se movía mientras ella iba de una a otra parte en su trabajo. Lo había oído en casa, y finalmente huí a la Ciudad. Lisias y yo nos acercábamos el uno al otro como animales en invierno y permanecíamos en silencio durante largas horas.

Un par de noches después fui al Anakeion. Los caballos estaban inquietos y relinchaban en el silencio. Acá y acullá, junto a una fogata, dos hombres jugaban a los dados, para matar el tiempo. Me acerqué al que estaba buscando. Había tirado dos seises, pero no lo observó hasta que alguien empujó las ganancias poniéndolas delante de él.

—Jenofonte —dije, tocándole en el hombro.

Se volvió, alejándose después de la fogata conmigo. Vi que sus ojos me miraban interrogativamente; pero habló en tono reposado, como si nuestro encuentro fuera debido a la casualidad.

—Me place verte, Alexias. ¿Puedes montar ya?

—No. Tengo noticias para ti. Tu padre ha muerto.

Exhaló un profundo suspiro, como el hombre de quien se quita una pesada carga.

—¿Es seguro?

—He hablado con un hombre que le vio morir. Cayó en el ataque a las alturas, un mes antes del fin. Cuantos murieron entonces fueron enterrados junto a la bahía, en una fosa común.

Jenofonte me cogió la mano, como no había hecho nunca antes.

—Gracias, Alexias. No te vayas todavía; tengo un poco de vino aquí.

A menudo me había preguntado qué podría decir para consolar a Jenofonte, si su padre caía. Los sucesos se burlan de nuestros planes. Compartió el vino conmigo, como se hace con el portador de buenas nuevas.

—¿Y tú, Alexias? ¿No sabes nada de tu padre? —me preguntó cuando me disponía a marchar.

—Todavía no —repuse.

—Lo siento. Pero hay tiempo aún.

De nada me enteré, sin embargo, aunque interrogué a todos los supervivientes de quienes tuve noticia.

Se convocó la Asamblea, a la que acudieron los hombres. No permanecieron allí mucho tiempo. Esperé a Lisias en el lugar convenido, la tienda de un talabartero en una calle cercana, que olía a cuero viejo y sudor de caballo. Poco en aquella tienda era nuevo, pues muy raros eran los caballeros que podían permitirse comprar arreos; casi todo era para reparar. El talabartero estaba en la Asamblea; hablé con el capataz, un frigio, sobre embrocación para los caballos y jarretes inflamados. Nuestros caballos estaban derrengados la mitad del tiempo, por falta de descanso; al menos mi clavícula rota beneficiaba a Fénix.

Entonces entró Lisias, que parecía recuperarse de sus heridas. El talabartero estaba con él; venían riendo juntos.

—Todo está bien —me dijo—. No hay rendición.

El talabartero golpeó al capataz en el hombro y dijo:

—¡Anímate, Brygos! No te ha llegado aún la hora de ser ilota.

—No te frotes el brazo, Lisias —le aconsejé—. Ya sabes que esto lo empeora.

—Me pica. Ahora sanará. Siento que el veneno ha desaparecido.

Llegó el otoño. Las vides en los patios de las casas dieron su fruto, pero los abandonados viñedos en las colinas del Ática sólo produjeron hierbas. La guerra amainó nuevamente, como sucede siempre cuando el invierno se acerca… Nuestras patrullas vigilaban; los tebanos hacían ocasionales incursiones para no dejamos tranquilos. La mitad de la caballería montaba guardia en el Anakeion; el resto, por turno, descansaba en sus casas. Llegaron las mañanas crudas, cuando al desnudarse uno y salir a la palestra se ve vapor elevándose de los cuerpos de los luchadores. Durante mi licencia, corrí más que luché, pues los corintios nos enviaron un heraldo, anunciando la sagrada tregua de Poseidón, e invitándonos a mandar atletas a los Juegos Ístmicos. No comuniqué mis esperanzas a Lisias, no fueran a verse fallidas. Como quienes compitieran en los juegos habrían de ir por mar, la Ciudad no elegiría muchos.

Volvimos a salir de patrulla durante un período de buen tiempo: noches heladas, mañanas de plata, días dorados. Una tarde pasamos por la granja en la que estuve cuando me rompí la clavícula.

Mientras comprábamos un poco de queso, la esposa del granjero me llevó aparte. Yo la recordaba principalmente por sus malos cuidados como enfermera, pero al volver a verla todo cambió, y ella no perdió tiempo en convencerme de que lo que había sido bueno teniendo la clavícula fracturada, sería mejor al estar nuevamente bien. Era una mujer de cabello rubio, joven, esbelta y de carnes firmes; la piel de su cara estaba curtida por el sol, pero su cuerpo era muy blanco. Finalmente convinimos en que yo regresaría por la noche, si acampábamos cerca de allí, y que ella me esperaría en el granero.

Como no podía ocultarle nada a Lisias, le había confesado mi aventura de mucho tiempo antes. Si aquello le disgustó, tuvo el buen sentido de no demostrarlo, pero me dijo que no debía ir tras las mujeres casadas, como si los esposos no tuvieran derecho alguno.

—Puede sucederle a cualquiera en un caso como ése —dijo—, pero no por ello deja de ser equivalente a un robo. Te avergonzaría coger el caballo de otro hombre; ¿por qué, pues, has de hacerte con otra propiedad suya? La próxima vez que quieras una mujer, debes pagarla.

—Pero a su marido no le importa eso, Lisias; ya no está para tales cosas y sólo quiere a su mujer como ama de casa; ella misma me lo ha dicho.

Al oírme exponer esa vieja teoría con tanta seriedad, no pudo evitar que se le escapara la risa.

Como podéis suponer, esa vez no pensé decirle a dónde iba. Aquella noche no tenía guardia, y salí del campamento apenas él se hubo dormido.

Creía conocer un atajo cruzando las montañas; por tanto, dejé mi caballo y mi armadura, pero llevé conmigo una espada, lo cual era más tonto que no haber llevado nada, como debía haber sabido.

Partí antes de que saliera la luna; me perdí y anduve desorientado durante algún tiempo hasta encontrar un lugar conocido, un espigón de roca. Al mismo tiempo, oí voces y ruido de armaduras. La roca emitía eco y hacía que los sonidos fueran confusos. Al rodearla, me di de manos a boca con un hoplita tebano. Eché mano a la espada, cuando otros dos cayeron sobre mí por la espalda. No fingí ser sino lo que era.

Pensé que me darían muerte inmediatamente, pero me llevaron a su campamento al pie de la colina. Hasta que uno la siente, no se comprende la diferencia entre luchar con un amigo en la palestra y hacerlo con el enemigo. Era un pequeño grupo de veinte o treinta hombres. Al llegar a la fogata junto a la cual estaba sentado su oficial, me empujaron rudamente, haciéndome caer; no pude aminorar los efectos de la caída, por tener las manos sujetas. Todos rieron.

Me puse primero de rodillas, levantándome luego. El oficial era un hombre grueso, de espesa barba negra y cabeza calva. Le dijeron que yo era un espía, a quien habían sorprendido cuando trataba de localizar su campamento. Dio unos pasos hacia mí, y me examinó los brazos. En el izquierdo tenía un par de viejas cicatrices, que no se encuentran en el hoplita que lleva escudo.

—¿Guardia fronteriza? —preguntó.

No contesté.

—¿Dónde está tu escuadrón?

—No lo sé. Mi caballo cayó; he estado perdido todo el día.

Esperé que me creyera, pues estaba muy asustado.

—¿Dónde está tu armadura, pues? —replicó.

—Llevaba una espada —dijo el hombre que me apresó.

—No hago prisioneros, ateniense —declaró el oficial—. Pero dime dónde está tu escuadrón, y a cambio de ello te dejaré en libertad. Ya ves que somos muy pocos; sólo queremos salvamos.

Dos de los hombres se miraron. Hasta mí llegaron ruidos procedentes de detrás de unas rocas, donde estaban los demás; también vi el fulgor de su fogata.

—Dímelo y salvarás la vida.

«Si invento algo —pensé— me llevarán consigo como rehén y después sufriré una muerte peor.» Por tanto nada dije.

—Prueba de hacerle sentar sobre el fuego —aconsejó alguien.

—Nosotros somos helenos —dijo el capitán—. ¿Quieres hablar, ateniense?

—Nada sé.

—Muy bien. ¿Quién apresó a este hombre?

El hoplita se adelantó.

—Acaba tu trabajo.

Dos de ellos me cogieron por los hombros y otro me golpeó detrás de las rodillas, con el asta de una jabalina, para hacerme caer.

Me sostuvieron de rodillas. Era una noche brillante y fría; la fogata chisporroteaba, y las estrellas eran en el cielo como las chispas de un yunque, azules y blancas. Hasta encontrarse solo entre enemigos no sabe uno cuánto valor da el deseo de dejar el recuerdo de un buen nombre a amigos y amante. Si hubiera creído conmoverlos suplicándoles la vida, lo habría hecho; pero no quise convertirme en objeto de sus burlas. Pensé en mi madre, que quedaría sola con la niña.

Sentí la lengua amarga en la boca. Me pregunté cuánto tarda en llegar la muerte, cuando ha penetrado la espada. Luego pensé en Lisias.

El capitán hizo un gesto con la mano al hombre que me había apresado. El hoplita asintió y salió de mi campo visual, pero oí el crujido de su armadura a mi espalda. Se me hizo un nudo en la garganta.

—Espera —dije.

Alguien rió. Uno de los hombres que me sostenía por el hombro escupió.

—¿Tienes miedo, ateniense? Mi hijo estaba en Micalesos, que tu Ciudad saqueó con los tracios. ¿Eres demasiado joven, efebo, para ser valiente? Mi hijo tenía ocho años.

—Descanse en paz el espíritu del niño; la sangre se paga con sangre. Que se ponga delante de mí ese hombre que está a mi espalda.

—¿Estás mejor así? —repuso el hombre a mi espalda.

—Eso creo —dije—. Tengo entendido que vosotros, los tebanos, comprendéis estas cosas. ¿O acaso no os importa que vuestro amigo os encuentre con la herida en el pecho o en la espalda?

Murmuraron entre ellos. Entonces habló un hombre que se acercó desde la otra fogata.

—Conozco esa voz —dijo—. Dejadme verle.

Cogió una tea, alumbrándome con ella la cara. No podía verle la suya, pues la llama me cegaba, pero recordaba algo.

—Sí, le conozco —añadió—. Tengo una cuenta que saldar con él. No os molestéis; yo me encargaré de él.

—Llévatelo, si te place —observó el oficial—. Pero haz lo que él ha pedido.

El hombre me obligó a ponerme en pie, empujándome después con la punta de la espada.

—Vamos —dijo.

Me preguntaba qué pensaría hacerme, pues parecía avergonzarle que los demás lo vieran. Me llevó a alguna distancia de allí, más allá de unas rocas y árboles. Las estrellas titilaban. Hacía frío, lejos de la fogata. Finalmente se detuvo.

—Tus amigos no están aquí, tebano —dije—, pero sí los dioses.

—Que juzguen ellos, pues. ¿Me conoces?

—No. ¿Qué mal te he hecho?

—El verano pasado fui apresado por la Guardia fronteriza, junto con mi amigo. Había un joven llamado Alexias; decían que el capitán era su amante.

—Decían bien. Si tienes una cuenta que ajustar con Lisias, yo estoy aquí por él. Pero él te matará.

—El capitán nos mandó comida por la noche; tú nos la trajiste. Mi amigo no podía enderezarse para beber; tú le levantaste la cabeza.

Entonces recordé.

—Se llamaba Tolmides —dije—. Quería formar un regimiento de amantes, para conquistar el mundo. ¿Está él aquí, también?

—Murió la noche siguiente. Si hubieses sido duro con él, yo te habría arrancado el corazón esta noche.

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