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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Alexias de Atenas (10 page)

—Muy bien —repuso él—. Entonces, eso es todo. Buenas noches.

Cuando quedé solo, me eché en el lecho y sentí, como es propio de los jóvenes, que mi dolor duraría, sin alivio alguno, toda mi vida.

Decidí ir a la costa y arrojarme al mar desde una roca. Permanecí echado, esperando tan sólo recuperar mis fuerzas para salir, viendo mentalmente las calles por las que cruzaría al abandonar la Ciudad.

Entonces recordé mi encuentro con Lisias, y su pregunta: «¿Adónde vas tan de prisa, hijo de Miron?». Intenté imaginarme a mí mismo al contestarle: «Voy a echarme al mar, porque mi padre me ha azotado». Pero entonces comprendí que mis pensamientos eran absurdos. Por tanto, me cubrí con las ropas del lecho y quedé dormido.

Más tarde supe que mi padre me había buscado por la Ciudad, y que debía de saber que no había estado en la palestra; pero que me había castigado por mi falta de respeto, como cualquier padre hubiera hecho. Nunca he azotado tan cruelmente a mis hijos, mas ignoro si ha sido para su bien o para su mal.

Al día siguiente no fui a ver a mi madre, pero ella me llamo.

—¿Te enfadaste, Alexias, cuando eras niño, al saber que tendrías madrastra? Estoy segura que sí, pues en los cuentos siempre son criaturas malas.

—Claro que no. Te lo he dicho ya muchas veces.

—Pero seguramente alguien te habrá contado que cuando una madrastra tiene un hijo propio, aborrece a los hijos de su esposo. Los esclavos siempre cuentan cosas así.

—No —contesté, volviendo la cara.

Pasó la lanzadera entre los hilos del telar.

—Las mujeres viejas también hablan así. Cuando la desposada es joven, les encanta hablarle de las penalidades de una segunda esposa, asegurándose de que ella temerá no sólo a su esposo, lo que sucede siempre, sino también a sus esclavos e incluso a sus amigos, que sólo conocerán de ella su forma de guisar y de tejer. Sobre todo, posee la certeza de que su hijastro la odia ya y contempla su llegada a la casa como la peor desgracia que pudiera sucederle. Y cuando, esperando esto, encuentra un buen hijo que la recibe con los brazos abiertos, nada perdurará tanto en su memoria como ese recibimiento; y ningún hijo podrá ser más querido por ella que el primero.

Calló, pero yo no pude contestarle.

—Eras un muchacho que gustabas de hacer las cosas a tu manera —prosiguió—, y sin embargo, cuando viste que yo temía aparecer ignorante, me contaste las reglas que tú mismo debías obedecer, e incluso los castigos que sufrías si las quebrantabas.

Le tembló la voz; comprendí que iba a llorar. Sabía que debía salir de allí, corriendo, sin hablar, pero al salir le cogí un brazo con la mano, para que supiera que nos separábamos siendo amigos. Sus huesos eran pequeños como los de una liebre.

Después me acostumbré a pensar en el niño, e incluso hablé de su nacimiento a algunos de mis amigos en la escuela. Jenofonte me aconsejó sobre la forma en que debería prepararlo. Algunas veces parecía querer que le educara como un espartano, y otras, como un caballo.

Yo había ya cumplido los dieciséis años, habiendo terminado mis estudios con Micco. Algunos de mis amigos estudiaban ya con sofistas, pero tuve buen cuidado de no hablarle de ello a mi padre, pues, tras los recientes sucesos, sabía que no me permitiría estudiar con Sócrates, y tal vez encargara a otro de mi preparación. Pensaba tratar de ese asunto con él, más tarde, cuando el escándalo se hubiera borrado algo de su mente. Pasaba la mayor parte de mi tiempo libre en nuestra granja, cumpliendo sus órdenes y vigilando los trabajos, cuando él estaba ocupado; y algunas veces Jenofonte y yo cazábamos liebres juntos. Poseía su propia traílla de lebreles, a los cuales había adiestrado para seguir el rastro, sin dejarse desviar por los zorros y cualquier otra clase de alimañas.

Casi había ya olvidado a la Salaminia cuando la nave regresó.

Todo el mundo acudió a la bahía para ver el aspecto de Alcibíades y comprobar si manifestaba temor. La ira de la mayor parte de la gente había pasado ya. En la Ciudad los hombres se preguntaban cuál sería la defensa, observando que, sin duda, sería algo mejor que lo que pudiera preparar un escritor de discursos.

Los dos barcos se acercaban, pero no se veía a Alcibíades. Luego desembarcó el trierarca de la Salaminia, con el aspecto del hombre que ha perdido una bolsa de oro y encontrado una cuerda. La noticia corrió de boca en boca. Alcibíades había consentido muy cortésmente en venir, y navegó con ellos hasta Thurii, en Italia. Mientras estaban detenidos allí para tomar agua, él y Antioco bajaron a tierra para estirar las piernas, y cuando llegó el momento de hacerse nuevamente a la mar, su barco zarpó sin trierarca ni piloto. Nadie culpaba demasiado al trierarca del Salaminia. Cuando el viaje empezó, Alcibíades contaba con tantos hombres para defenderle como tenía el trierarca para detenerle, lo cual, además, tenía instrucciones de no hacer.

Alcibíades fue juzgado en rebeldía, presentándose la acusación completa, condenándosele a muerte y a la confiscación de todos sus bienes. Su casa fue arrasada, y el lugar, dado a los dioses. Su joven hijo fue despojado completamente. La venta de los bienes en pública subasta duró cuatro días. Casi todo el mundo en la Ciudad compró algo. Incluso mi padre regresó de la subasta con un manto con borde de oro; el dobladillo estaba desgastado, debido a la costumbre de Alcibíades de dejar que le arrastrara por detrás. Supongo que mi padre debió de creer que había hecho un mal negocio, pues nunca lo llevó.

Algún tiempo después llegó un barco de Italia, con cartas de los colonos para sus amigos. Alguien recibió una de un ateniense llamado Tucídides, antiguo general que había fracasado en el rescate de una ciudad y vivía en el exilio. Como no tenía ocupación alguna, viajaba de un lugar a otro y escribía mucho para pasar el tiempo. Le contaba a su amigo que se encontraba presente cuando Alcibíades recibió la noticia de su condena a muerte. Cuantos le rodeaban habían esperado escuchar algunas elocuentes frases suyas, pero parece que sólo dijo: «Les demostraré que estoy vivo».

Poco tiempo después se supo que se había trasladado de Italia a Argos, en una barca de pesca; se suponía que se había establecido allí, pero algunos días después supimos la verdad por un mercader cuya nave ancló en El Pireo. Corrí hasta la casa de Jenofonte, para ser el primero en llegar allí con la noticia, pues deseaba ver la expresión de su cara. Primero me miró fijamente, y luego echó la cabeza hacia atrás y rió con grandes carcajadas.

—¿Tan cara le es la vida? ¡Alcibíades en Esparta! Los dioses deben de haberle enloquecido para perderle. Lo que los atenienses le hubieran hecho, nada sería comparado con eso.

A pesar de las iras de las gentes, la Ciudad reía, mientras unos y otros se pintaban la escena. Alcibíades sentado en un banco de madera, en un granero, en el comedor público (si era admitido en alguno), bebiendo un asqueroso caldo negro de un cuenco de madera, él, que había tenido cocineras lidias, y dormido en lechos de plumón de aves; le crecería el cabello desgreñado, y su cuerpo no conocería otro baño que el de las frías aguas del Eurotas; no habría aceite perfumado para él, ni calzaría ya sandalias adornadas con piedras preciosas; su cama sería de juncos, sin nadie para compartirla.

—Esa vida le matará —decían— y menos suavemente que la cicuta.

—Ni tampoco alabarán su ingenio —observaban otros—. A los espartanos les gusta corto y amargo.

Al parecer, nadie mencionaba las palabras que había pronunciado cuando se enteró de la sentencia.

Los vientos invernales habían cesado, el mar era azul y las gaviotas parecían como cometas balanceándose en el aire, con las alas extendidas. Era el mejor tiempo para la navegación a vela. Una mañana vi que cargaban un gran trirreme en la bahía de Municia, y me pregunté cuál sería su destino. Cuando llegué a casa encontré la sala llena de equipajes e impedimenta, y a mi padre en medio de todo ello. Tenía la armadura ante sí, y aceitaba las correas.

Debí quedar mirándole como un tonto, pues me indicó, en tono impaciente, que entrara o saliera. Me acerqué a él, preguntándole si marchaba a la guerra.

—¡Oh, no! — repuso mirándome y frunciendo el ceño—. ¿No llevo siempre mi armadura cuando voy a la granja?

Su voz parecía la de un joven. Supongo que, cuando entré, su pensamiento debía de estar muy lejos.

—¿Que ha sucedido, señor? —pregunté—. ¿Se acercan los espartanos?

Arrancó una vieja correa de su corselete y la tiró.

—No, que yo sepa; y si vienen, hijo mío, será cuestión tuya. Por tanto, buena suerte. Marcho a Sicilia.

Repuse, tontamente, que no lo había sabido.

—Yo sólo me he enterado esta mañana —contestó.

Eligió una nueva tira de cuero, con la que substituyó la arrancada de su corselete, cantando una canción de soldados, pero, al recordar mi presencia, calló de forma abrupta. Raramente le había visto tan animado. Me tiró sus grebas para que las puliera. Y mientras trabajábamos, me dijo que había sido llamado en lugar de otro caballero que estaba enfermo.

—Nicias quiere caballería; debió de haberlo previsto. Las tropas montadas siracusanas atacan sus obras de sitio. Cuando lleguemos allí, podrá empezar a moverse. Necesita que le azucen. En las fiestas de Dioniso, Aristófanes ya se burló de su lentitud…

—¿Te llevas ambos caballos? —le pregunté, temo que pensando en mí mismo.

—No llevo ninguno. Nicias nos facilitará corceles allí. No dejes a Fénix a cargo del caballerizo; ejercítale tú mismo, como siempre he hecho yo.

Me dio largas instrucciones sobre la forma en que debe cuidarse a los caballos. Le prometí seguirlas, y le dije que, en caso de duda, consultaría al padre de Jenofonte.

—Gryllos también viene con nosotros —repuso—. Pero creo que en su hijo has elegido la clase de amigo que te conviene.

Cogió el escudo, y empezó a pulirlo, guardando silencio durante un rato.

—Cuando llegue la Fiesta de las Familias, no olvides a tu tío Alexias, cuyo nombre llevas.

—No, padre.

—Debes de tener ya dieciséis años.

Asentí. Mi padre dejó el escudo en el suelo y me miró.

—Serás efebo dentro de dos años; sería tonto tratarte como a un niño. Tanto en la familia de tu madre, como en la mía, abundan las personas de bellas facciones.

Me costó un momento comprender que se refería a la familia de mi verdadera madre.

—Y creo que tú las heredas; por lo menos, así lo parece ahora. Es preferible que lo sepas por mí, que por otra persona que sólo querrá burlarse de ti.

Me sentí asombrado, no por sus palabras, pues estaba equivocado al creer que era el primero en decírmelas, sino porque las creía verdaderas.

—Incluso en la juventud —prosiguió—, algo aparece en la cara escrito por el hombre en su interior. Por tanto, de los cortejadores que son atraídos por la belleza, quizás haya algunos de quienes no debe desconfiarse; pero primero hay que merecerlos. En cuanto a los demás, aquellos a quienes no importaría que fueras bobalicón, cobarde o mentiroso, te creo capaz de reconocerlos por ti mismo; pero encontrarás otros que, aunque fueras cualquiera de esas tres cosas, dejarían que pisotearas su orgullo y los arrastraras como esclavos. Desprécialos, aunque sean más distinguidos en otros aspectos.
Vender la amistad por regalos es algo que no debe tratarse entre caballeros; mas venderla por halagos, o ser debilitado por la simple oportunidad, como cuando se arroja un óbolo a un mendigo plañidero, no es mucho mejor, en mi opinión. Si alguna vez tienes alguna duda, harás bien en recordar a tu tío Alexias. Considera si el hombre haría por ti lo que tu tío hizo por Filón; y, además, no dejes de preguntarte a ti mismo si tú lo harías por él —arrojó el aliento sobre el escudo, y siguió frotándolo—. Espero que a tu edad no hayas tenido experiencia con mujeres. No permitas que nadie te lleve a lugares como la casa de Milto, donde te robarán y envenenarán. Me dicen que las muchachas de Koritto están limpias.

Supongo que, tras pronunciar estas palabras, se sintió tan complacido como yo por la llegada de mi madre. Estaba tranquila, aunque algo pálida, y anunció a mi padre que el batanero mandaría la capa a la caída de la tarde.

Mi padre embarcó algunos días después. Fui al puerto para despedirle, acompañado de mi tío abuelo Estrimón. Tantas eran las muertes causadas en mi familia por la plaga y la guerra, que él sería mi pariente más cercano después de la partida de mi padre. Me pregunté en qué plano discurrirían nuestras relaciones, pues no le conocía muy bien. Mi padre le había festejado algunas veces, mandándole regalos de carne cuando hacía sacrificios, y observaba siempre con él las debidas cortesías, pero muy raramente le invitaba a cenar con sus amigos. Creo que la única razón de ello era que le encontraba aburrido.

La mitad de mis condiscípulos estaba allí, para despedir también a sus padres. Jenofonte no me vio; era un misterio para mí que padre e hijo tuvieran tantas cosas que decirse.

Por fin la nave soltó amarras. Despedí largo rato a mi padre agitando el brazo, y él a mí, pues supongo que ambos deseábamos reparar todas las omisiones en aquellos últimos instantes. Después hablé con algunos de mis amigos; pero Jenofonte marchó solo. Creo que ni siquiera su tutor estaba con él.

Tuve que regresar con mi tío abuelo Estrimón. No pasaba mucho de los sesenta años (era mucho más joven que mi abuelo) y se conservaba muy fuerte a pesar de la edad. Sus puntos de vista eran siempre los de la mayoría de los hombres respetables. Creo que si algunas veces hubiera podido burlarme de él, le habría querido más.

Mi madre me recibió sonriente, dándome un poco de pastel de sésamo. Tenía el cabello humedecido en las sienes, pues se había lavado los ojos con agua fría. Empezaba a notarse su preñez, y su cara estaba pálida y delgada. Le dije que no se apenara, que la guerra terminaría pronto al recibir el ejército el refuerzo de la caballería, pero ella meneó la cabeza.

—Creo que te asustas más fácilmente que otras veces, pero no debes preocuparte. Estoy aquí para cuidar de ti. Y si quieres algo especial para comer (creo que eso era casi lo único que yo sabía de su pena) procuraré que lo tengas, por escaso que sea.

Me miró y empezó a reír, pero la risa llamó a las lágrimas, y se alejó, entristecida.

VII

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