Alexias de Atenas (7 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

—No creo que nadie tenga en mala opinión a Telis, por apoyar a su anfitrión —observó Critias, suavemente.

Los hombres habían estado bebiendo, y se hallaban enfrascados en sus cosas. Pero yo, que los contemplaba, vi que la cara de Telis se afinaba, como si una espada le hubiera desgarrado las carnes.

Cuando uno cree encontrarse entre buenos amigos, que han dado pruebas de su agrado por la compañía de uno, es muy duro oírse llamar adulador. Supe, entonces, que jamás volvería a cenar con el círculo. Me acerqué a él y llené su copa, pues no sabía de qué otra manera podía demostrarle cuales eran mis sentimientos; y él me sonrió, como siempre hacía. Nuestros ojos se encontraron, como los de los hombres que han comprendido que la batalla está perdida, aun antes de que la trompeta dé la orden de retirada.

IV

Adonis había muerto. Mi madre se cubrió con el velo de luto, y salió a llorar por él, con una cesta de anémonas para desparramarlas alrededor de su féretro. Pronto aparecieron procesiones en todas las esquinas, que llevaban al dios muerto cubierto de flores. Las mujeres, con el cabello suelto, gemían como fúnebre acompañamiento de las flautas.

Jamás he conocido a un hombre a quien le gustara ese festival.

Aquel año se celebró en un día frío y gris, con el cielo cubierto de espesas nubes. Los ciudadanos se apiñaban en la palestra, los baños y los demás lugares a los que las mujeres no pueden acudir, murmurando acerca de presagios y prodigios. Llegó la noticia de que un hombre había enloquecido rabiosamente en el Ágora; saltó sobre el altar de los Doce, sacó un cuchillo y se cortó los genitales. El altar fue así mancillado y habría de ser nuevamente consagrado.

Era tanta la concurrencia a los templos de la Ciudad Alta, que las personas que acudían a ellos para hacer sus sacrificios formaban largas hileras, esperando su turno, y salían de ellos como hombres que, después de haber sufrido la peste, acabasen de lavarse, dudando si el lavatorio era suficiente. Desde el centro del templo, la gran Atenea bajaba su mirada hacia nosotros. Brillaban sus doradas vestiduras, y su capa, recamada de victorias, colgaba a su espalda. La suave luz, filtrándose a través del delgado mármol de las tejas, se reflejaba en su cara de tal forma, que el cálido marfil parecía lleno de vida. Y todos parecíamos esperar que alzase su brazo poderoso, y, señalando, dijera con voz de oro: «Allí está el hombre». Pero callaba.

Los hombres estaban más ocupados. Se ofrecían recompensas públicas a los informantes, se había nombrado un consejo para escucharlos. Pronto empezó a recibirse información no acerca de la mutilación de los hermas, sino sobre cualquiera de quien se sospechara había hecho, dicho o pensado cualquier cosa sacrílega. Mi padre decía a cuantos querían escucharle que eso era sobornar a la canalla, y que Pericles se habría sentido profundamente disgustado por ello.

Para evadirnos de toda esa tenebrosidad en la Ciudad, Jenofonte y yo pasamos nuestro tiempo libre en El Pireo, donde siempre había algo nuevo: un rico comerciante de Frigia o Egipto que construía una casa al estilo de su ciudad natal, o que levantaba un ara a uno de los dioses a quienes nosotros casi no conocíamos con su atuendo extranjero, incluso con cabeza de perro o cola de pescado, o tal vez en el Emporio se desembarcaba un nuevo cargamento de alfombras de Babilonia, lapislázuli de Persia, turquesas de la Escitia, estaño y ámbar de las hiperbóreas regiones que sólo los fenicios conocen.

Nuestras monedas de plata con la efigie de la lechuza eran las únicas que tenían valor en todo el mundo. En las amplias calles veíanse nubios con pesados adornos de marfil, que tiraban de sus orejas hasta alargárselas sobre los hombros; medas de larga cabellera, vestidos con pantalones y cubiertos con bonetes adornados con lentejuelas, y egipcios de ojos pintados, vestidos sólo con faldas de lino crudo, y collares de piedras preciosas y cuentas. El aire estaba lleno del olor de cuerpos extranjeros, de especias y cáñamo y brea; extrañas lenguas sonaban como bestias hablando a los pájaros, y trataba de adivinarse su significado observando las gesticulantes manos.

Alcibíades fue denunciado el día que compareció ante la Asamblea, para comunicar que la flota estaba dispuesta para zarpar.

El acusador, a quien acompañaba un esclavo, pidió inmunidad, y que todos los no iniciados se retiraran. Después de concederse lo solicitado, el esclavo recitó en voz alta las Palabras centrales, que, según dijo, Alcibíades había profanado en su presencia.

Al día siguiente no vi a Sócrates en la palestra.

Su ausencia en sí no me hubiera llamado la atención, pues Sócrates acostumbraba hablar con gentes de todas clases en las calles de la Ciudad. No me sentí desazonado hasta que fui a la pista de carreras, viendo, entre los espectadores, a un grupo de amigos suyos, que hablaban como hombres turbados. Inmediatamente pensé que alguien le había denunciado, porque había sido el maestro de Alcibíades y se negó a ser iniciado. El físico Erisimaco se había reunido con ellos. Yo no podía resistir ya mi ignorancia. Me apoyé en un pie al correr, deteniéndome como si me doliera, y salí cojeando de la pista. El preparador estaba demasiado ocupado para averiguar lo que me sucedía. Me senté cerca de aquellos hombres para escuchar su conversación.

Erisimaco debía de haber preguntando si Sócrates estaba enfermo, pues Critón le decía que nunca le dolía nada.

—No, Sócrates está en su casa, haciendo sacrificios y orando por el ejército de los atenienses —añadió.

Y Cairofonte dijo:

—Su espíritu familiar le ha hablado.

Se miraron los unos a los otros. También yo guardé silencio, frotándome el pie con la mano y recordando el nido en el árbol.

Mientras estaba sentado, sumido en mis pensamientos, casi sin oír los ruidos de la pista, observé que la sombra de alguien caía sobre mí, y oí una voz. Al levantar la cabeza, vi a Lisias, hijo de Demócrates. Estaba con los amigos de Sócrates cuando me senté, pero casi inmediatamente se había alejado de ellos.

—Vi cuando te torciste el tobillo —dijo—. ¿Duele mucho? Debieras vendarlo con una tela mojada, antes de que se hinche.

Le di las gracias, tartamudeando, pues me había tomado por sorpresa; al mismo tiempo, me apabullaba que alguien como él me hablara. Para que yo no tuviera que levantar la cabeza, Lisias apoyó una rodilla en tierra, y entonces observé que tenía un paño mojado en la mano, que seguramente obtuvo en el baño.

—¿Quieres que lo vende yo? —preguntó tras ligera pausa.

En aquel momento recordé que no me había sucedido nada y me sentí tan avergonzado ante el temor de que Lisias lo averiguara y creyera que me había sentado por debilidad o temor de ser vencido, que mi cara y mi cuerpo todo parecían arder, mientras yo permanecía sentado, incapaz de hablar. Pensé que él se sentiría disgustado por mi hosquedad, pero me ofreció la tela mojada, diciendo, con voz suave:

—Hazlo tú mismo, si así lo prefieres.

Creyéndome a salvo a las órdenes del preparador, Midas había estado paseando, y entonces, por primera vez, vio dónde estaba yo.

Se acercó rápidamente, casi arrancando la tela de las manos de Lisias, diciéndole que él cuidaría de mí. No hacía otra cosa que cumplir con su deber, pero en aquellos momentos me pareció un bárbaro. Levanté la mirada hacia Lisias, sin encontrar palabras con que excusar la actitud de Midas, pero él, sin mostrarse ofendido, se despidió de mí, sonriendo, y se alejó.

Estaba tan irritado y confundido, que aparté a Midas de un empujón, diciéndole que tenía el pie mejor y que ya podía correr.

No podía culparle por la impresión que mis palabras causaron en él. Cuando regresábamos a casa, me preguntó si prefería ser azotado por él o que le contara lo sucedido a mi padre. No me era difícil suponer la historia que inventaría, por lo que elegí los azotes, que soporté en silencio, pues seguía pensando que Lisias me había creído débil.

Entretanto, la agitación reinaba en la Ciudad, pues todos esperaban que Alcibíades fuera juzgado. Los argivos y los mantineos amenazaron con regresar a sus ciudades, diciendo que habían venido para pelear a las órdenes de Alcibíades. La actitud de los marinos hizo temer a los trierarcas que se sublevaran. Quienes habían pedido a grandes voces el juicio, parecieron enmudecer súbitamente, mientras otros, inspirados por nadie sabe quién, abogaban en favor del acusado, diciendo ser amigos suyos. No dudaban de que Alcibíades fuera capaz de defenderse bien cuando se le citara, y pedían que se le permitiera marchar a la guerra que tan hábilmente había preparado. Todos esperaban verle aprovechar esa oportunidad, pero Alcibíades se presentó ante la Asamblea, pidiendo, apasionada y elocuentemente, ser juzgado. En realidad, nadie sabía qué hacer, y, finalmente, la flota se hizo a la mar, pocos días después.

Un amigo de mi padre tenía una bodega en El Pireo, y permitió que nosotros, los muchachos, trepáramos al tejado, donde nos sentíamos dioses contemplando la partida de los héroes. Las naves almacén se habían concentrado en Corcira, y sólo los brillantes y esbeltos trirremes quedaban en la bahía. La brisa veraniega hacía ondear sus pendones de popa; águilas y dragones, delfines y jabalíes y leones, agitaban la cabeza cuando la marejada golpeaba los espolones.

Las aclamaciones empezaron en la Ciudad, como el rugido de un lejano deslizamiento de tierras, y se arrastró hacia nosotros, entre los Muros Largos. Luego el rugido cruzó El Pireo. Oíamos acercarse la música, y el acompasado golpeteo de los escudos contra los corseletes. Entre los Muros veíanse los empenachados cascos, abundantes como las aguas del mar; formaban como una larga y brillante serpiente, con sus nuevas escamas en la primavera, bronce y oro, púrpura y rojo. Chispas de luz parecían bailar sobre ella, al reflejarse el sol mañanero en las puntas de muchos miles de lanzas. La nube de polvo brillaba como el oro.

En los tejados a nuestro alrededor parloteaban los extranjeros, maravillados ante la belleza y el poderío del ejército que la Ciudad, a pesar de tantos años de guerra, podía poner en pie. Dos esclavos nubios entornaban los ojos, diciendo: «¡Auh! ¡Auh!». Y nosotros gritamos hasta enronquecer. La voz de Jenofonte sonaba casi como la de un hombre.

Las tropas se desplegaron en la playa y en los muelles; cruzaban pasarelas o eran embarcadas en botes, para ser llevadas hasta las naves. Parientes y amigos corrían a despedirse de los aliados. Un anciano bendecía a su hijo, un muchacho corría hacia su padre, para entregarle un regalo que la madre le mandaba, dos amantes se despedían, pues uno de ellos era demasiado joven para acompañar a su amigo. Aquel día las lágrimas no las derramaron tan sólo las mujeres en las casas. Aquello me parecía el mayor de los festivales, superior incluso a las Panateneas durante el Gran Año. Como reza el proverbio, la guerra es dulce para los no experimentados.

Volvimos a oír ruido entre los muros.

—¡Vivan los generales! —gritó alguien.

Hasta nosotros llegó el golpeteo de los cascos de los caballos y pudimos ver la nube de polvo que levantaban.

Poco después pasó cerca de nosotros Lamacos montado en su corcel, alto y saturnino, saludando a los viejos soldados que le aclamaban, indiferente a los demás; luego Nicias, gravemente espléndido, adornada su blanca cabeza con una guirnalda, a cuyo lado cabalgaba su adivino, portando el trípode, los cuchillos y la vasija sagrados. El color plomizo de su piel parecía prestarle más dignidad.

A su paso, las gentes se recordaban el antiguo oráculo que profetizó que los atenienses ganarían gloria imperecedera en Sicilia.

Entonces se produjo una pausa inquieta, como la calma antes de la tempestad. Y el murmullo de millares de voces que se acercaba era como el sonido de la poderosa ola al caer sobre una playa pedregosa, arrastrando los guijarros al retroceder.

—¡Alcibíades! —gritó entonces un joven, cuya voz clara sonó como un grito de guerra.

Cayó sobre nosotros como el sol. Su armadura estaba tachonada de estrellas de oro; la capa púrpura le caía de los hombros, como si un escultor hubiera arreglado los pliegues. Detrás de él cabalgaba su caballerizo, portando su famoso escudo, escándalo y deleite de la Ciudad, adornado con Eros con un rayo en la mano.

Su casco abierto dejaba al descubierto su cara, el perfil de Hermes, y la barba corta y rizada. Erguía la barbilla; sus ojos azules, grandes y claros, parecían contemplar una vaciedad que pedía ser llenada. Me parece ahora que entonces decían: «Me queríais, atenienses, y aquí estoy. No me interroguéis, no me hiráis. Yo soy el deseo nacido de vuestro corazón, y si me herís vuestro corazón sangrará. Vuestro amor me ha hecho. No me lo quitéis, pues sin amor soy como un templo olvidado por su dios, en el que penetrará el oscuro Alastor. Vosotros, atenienses, me conjurasteis, convirtiéndome en un ser cuyo alimento es el amor. Alimentadme, pues, y yo os cubriré de gloria y os mostraré a vosotros mismos en la imagen de vuestro deseo. Estoy hambriento: alimentadme. Es demasiado tarde para arrepentirse».

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