Alexias de Atenas (8 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

La muchedumbre murmuraba y se balanceaba, como un bajío moviente arrastrado por la marea. Entonces, desde un portal, una hetaira le mandó un beso. Alcibíades la saludó con la mano, animándose sus nublados ojos, como el mar en la primavera. Y estallaron las aclamaciones, rodeándole con un rugido. Sonrió como un muchacho coronado en sus primeros Juegos, joven y encantado, abrazando a todo el mundo, mientras las gentes seguían aclamándole hasta perderle de vista. Adonis había pasado por la calle antes que él; pisoteadas por los cascos de los caballos, las anémonas manchaban el polvo como sangre.

Los generales embarcaron en sus naves, el bullicio disminuyó y luego terminó. Una trompeta tocó una larga llamada. Entonces sólo se oyó un muriente murmullo, el ruido de las olas al estrellarse contra los muelles, los gritos de las gaviotas y el ladrido de algún perro.

La voz clara de un lejano heraldo gritó la Invocación, que fue repetida en las naves y en tierra. El sonido avanzaba y retrocedía, como las olas. En todas las popas brillaba el oro o la plata, cuando el trierarca elevaba el cáliz del sacrificio. Se levaron las anclas, entre los gritos de los pilotos. Los remeros impulsaban las naves, y se izaban las velas mientras los marineros acompañaban sus tareas con cadenciosas salemas. La flota se hizo a la mar, contestando unas tripulaciones los cánticos de las otras, entre desafíos de los pilotos. Vi la blanca barba de Nicias mientras oraba con los brazos en alto. En la popa del trirreme de Alcibíades, que se alejaba ya, aparecía una pequeña figura, brillante como una imagen de oro, no mayor que los Adonis que las mujeres habían llevado en procesión por las calles.

V

Muy poco después supe que Critias había sido encarcelado.

Un informador juró haberle visto, la noche en que se destruyeron los hermas, ayudando a reunir a la banda, dando instrucciones a sus componentes, en el pórtico del Teatro. Brillaba la luna, había dicho el hombre, y asegurando que podría nombrar a la mayor parte de los jefes.

Al conocer esta noticia, no alcancé a imaginar por qué no supuse, desde el primer momento, que había sido Critias, pues, siendo joven, imaginé que él era la única persona de su clase en el mundo.

Cuando pasé ante la cárcel, observé un grupo de mujeres frente a ella, algunas con niños, llorando y gimiendo. Pero yo no podía creer que hubiera alguien que llorara por Critias.

Sin embargo, mi triunfo fue breve, pues su primo Andocides, que era uno de los acusados, ofreció hacer confesión completa, a cambio de su inmunidad. La esencia de la confesión fue que él conocía la conjura, pero tenía una coartada; también Critias era inocente. Luego dio los nombres de los culpables, incluyendo a algunos de sus parientes. Los delatados fueron condenados a muerte, al igual que el primer informante, acusado éste de perjurio. Algunos decían que Alcibíades había inventado sus manifestaciones para obtener la inmunidad, antes que ser juzgado; pero nadie ha sabido jamás la verdad.

Los muertos estaban aún calientes cuando se recibieron noticias de que los tebanos estaban en la frontera, preparándose para la invasión.

Acabábamos de sentarnos en la escuela cuando gritaron esta noticia en la calle, oyéndose, poco después, ruido de armaduras, mientras los ciudadanos se dirigían a los lugares de concentración. Nuestro preparador entró para decirle al maestro que se iba. Luego la trompeta del heraldo sonó en el templo de los Gemelos, llamando a la caballería. Entonces Micco, sabiendo que no podría dominar nuestra curiosidad, dio término a la clase, ordenándonos nos dirigiéramos a nuestras casas, donde nos necesitarían.

Encontré a mi padre vistiendo ya la armadura, ciñéndose la espada, mientras Sostias le presentaba las lanzas, para que eligiera.

—Puesto que estás aquí, Alexias —me dijo—, ve a las caballerizas y procura que preparen a Fénix. Encárgate de que sus ranillas estén bien limpias y de que le pongan la mantilla para cubrirle el vientre.

Cuando regresé, tenía ya el casco puesto. Parecía muy alto.

—Padre —dije—, ¿puedo montar a Korax y acompañarte?

—No —me contestó—. Si las cosas van mal y llaman a los muchachos de tu edad, ve a donde te digan y obedece las órdenes.

Luego me puso una mano en un hombro y añadió:

—Estemos donde estemos, defenderemos a la Ciudad juntos.

Le contesté que esperaba que no tuviera motivos para sentirse avergonzado de mí. Cuando abrazó a mi madre, ella le dio su alforja con comida para tres días. Luego montó a Fénix y se alejó.

La Ciudad estuvo agitada todo el día. Todo el mundo creía que los tebanos habían recibido aviso de los conspiradores, y que el complot se había producido en el momento preciso. Algunos aseguraban que los invasores eran los espartarnos, y que el plan había sido abrirles las puertas de la Ciudad. El Senado marchó a la Ciudad Alta y estuvo en sesión toda la noche.

Mi madre y yo nos ocupábamos en la casa, preparándolo todo.

Ella hablaba animadamente a los esclavos, diciendo que recordaba a su propia madre ocupada en preparativos parecidos cuando era niña. Salí con nuestro viejo esclavo Sostias, para comprar alimentos, por si la Ciudad era sitiada. Pero cuando cayó la noche, y las tropas seguían en sus lugares de concentración, me cansé de estar en casa.

—A mi padre le gustaría beber un poco de vino —dije—, puesto que todo está en calma.

Mi madre me dio permiso. Le dije que Midas no debía separarse de su lado, y, encendiendo una antorcha, fui solo al Anakeion. El recinto del templo estaba lleno de olor a caballo, y de relinchos y ruido de cascos. En lo alto alcanzaba a ver a los Grandes Hermanos Gemelos, amigos de los jinetes, llevando sus caballos de guerra, de bronce, al ataque contra las estrellas. Apagué la antorcha, pues las fogatas alumbraban lo suficiente para que pudiera ver mi camino, y pregunté por mi padre por su nombre, y por el nombre de su padre y por el nombre de sus demos.

Alguien dijo que estaba montando guardia en la esquina noreste del recinto. Al dirigirme hacia allí, le vi en la muralla, apoyado en su lanza. Las llamas de la fogata se reflejaban en su armadura, haciéndole aparecer como un guerrero esmaltado en rojo en un jarro negro.

—Mi madre te manda vino, señor —le dije, acercándome a él.

Me contestó que más tarde lo bebería con placer. Dejé el vino en el suelo y me disponía a despedirme de él, cuando me dijo:

—Puedes quedarte un rato, y vigilar conmigo.

Subí a lo alto de la muralla y me quedé a su lado. No se alcanzaba a ver hasta muy lejos, pues no había luna. No había nadie cerca; a medida que la noche se tornaba más fría, los hombres de la caballería se agrupaban en torno a las fogatas o se refugiaban en el templo. Sentí que debía decir algo, pero nosotros jamás habíamos hablado mucho. Al fin le pregunté si esperaba un ataque por la mañana.

—Ya veremos —dijo—. La confusión crea falsas alarmas en las ciudades. Sin embargo, quizá se acerque el invasor, confiando en que no contemos con suficientes hombres para guarnecer las murallas.

No volvió la cabeza al hablar, sino que siguió mirando a la oscuridad, como hacen los hombres que están de guardia, para evitar que el resplandor de las fogatas disminuyera la agudeza de sus ojos.

—¿Cuánto tardará el ejército en conquistar Sicilia, señor? —le pregunté unos momentos después.

—Sólo los dioses lo saben —contestó.

Me sentí sorprendido y guardé silencio.

—Los siracusanos no nos habían causado daño alguno, ni tampoco amenazado —siguió diciendo después de una breve pausa—. La guerra era con los espartanos…

—Pero —objeté— cuando hayamos vencido a los siracusanos, y nos hayamos apoderado de sus barcos y puertos, y de su oro, acabaremos fácilmente con los espartanos, ¿no es cierto?

—Tal vez. Pero hubo un tiempo en que luchábamos sólo para contener a los bárbaros, o defender la Ciudad, o en nombre de la justicia.

Tales palabras me hubieran parecido de desaliento en la mayor parte de los hombres, pues estaba acostumbrado a oír que guerreábamos por la grandeza de la Ciudad, para convertirla en guía de los helenos. Pero al verle montando guardia, vestido con su armadura, no supe qué pensar.

—Durante el tercer año de la guerra —dijo—, cuando tú estabas aún al cuidado de la nodriza, los lesbianos, nuestros vasallos aliados, se levantaron contra nosotros. Fueron reducidos sin muchas dificultades. Luego, la Asamblea, al decidir sobre su suerte, creyó conveniente hacer en ellos castigo ejemplar. Los hombres en edad de combatir serían pasados a cuchillo, y el resto de la población, vendida como esclavos. La galera zarpó para Lesbos, portadora del decreto. Aquella noche dormimos inquietos o nos despertábamos sobresaltados, oyendo los gemidos de los agonizantes, los gritos de las mujeres y el llanto de los niños. Por la mañana volvimos todos a la Asamblea; y cuando hubimos rescindido el decreto, ofrecimos recompensas a los remeros de la segunda galera, si alcanzaba a la primera. Lo hicieron, pues los otros parecían empuñar los remos como hombres enfermos, tanta era la opresión que su misión les causaba. Cuando fueron alcanzados en Mitilene, los atenienses se sintieron tan aliviados como los lesbianos, y juntos se regocijaron y compartieron su vino. Pero el año pasado, los melianos, que nada nos debían, por ser dóricos, eligieron pagar tributo a su metrópoli, en lugar de pagárnoslo a nosotros. Tú sabes lo que hicimos.

Hice acopio de valor para decirle que él jamás me lo había contado.

—Cuando hagas sacrificios a los dioses —repuso—, ruégales que nunca sea tu destino hacer o sufrir lo que hicimos a los melianos.

Jamás hubiera yo supuesto que mi padre pensara en tales cosas. Alcibíades incitó el castigo de los melianos.

Entonces alguien le relevó. Fuimos a una de las fogatas, donde mi padre compartió su vino con algunos amigos, a quienes me presentó.

—Por el tamaño de sus manos y pies, podéis ver que no ha acabado de crecer aún —observó.

Sentí que se estaba excusando por mí, porque cualquiera podía ver que jamás sería yo tan alto como él. Recordé que había querido abandonarme en los bosques, cuando nací; y sumido en este pensamiento, me despedí de él y de los demás, apenas la obligada cortesía me lo permitió.

Estaba encendiendo mi antorcha en una fogata cerca de la estatua de los Gemelos, cuando se me acercó un hombre que acababa de salir del templo. No llevaba el casco, y al volverme, con la antorcha encendida, vi que era Lisias. Le había visto anteriormente, cubierto con su armadura, haciendo ejercicios con la caballería.

—¿Has encontrado a tu padre, hijo de Miron?

Le di las gracias y contesté afirmativamente. Lisias permanecía inmóvil, junto a mí, lo cual casi me hizo pensar que había salido del templo con el propósito de hablarme; pero sólo dijo: «Bien» y volvió a subir las gradas.

Al día siguiente no se tuvieron más noticias del enemigo y las tropas regresaron a sus casas.

La próxima tempestad que sacudió a la Ciudad concernía a Alcibíades.

Apenas acababan de desaparecer las velas en el horizonte, cuando nuevos delatores aparecieron. La historia de la reunión en Eleusis fue contada en su totalidad. Incluso se encontró a la mujer, cuyo nombre sería sacrílego insinuar (que hagan sus suposiciones los Nacidos Dos Veces; acertarán), induciéndosela a declarar.

Cuando el rostro de Alcibíades no podía verse, ni su voz oírse, todos comprendieron la locura de confiar el ejército a semejante hombre.

Por tanto, se mandó a la Salamirna, la galera estatal, en busca de él y de su amigo Antioco, el piloto, que había asimismo sido denunciado. Sin embargo, no debía ser apresado, para evitar nuevos disturbios con los marineros y los argivos. El trierarca de la Salaminia debía ofrecerle cortésmente el juicio que él mismo había pedido, y llevarle a la Ciudad en su propio barco.

Recuerdo que el día del decreto, al regresar a casa, encontré a mi padre junto al armario grande, con una copa de vino pintada en la mano. La usaba raramente, pues era muy valiosa, y una de las más hermosas piezas que salieron de las manos del maestro Baquios.

Esmaltado en rojo sobre negro veíase a Eros persiguiendo a una liebre; a un lado llevaba la inscripción MIRON, y en el otro ALCIBIADES.

Mi padre le daba vueltas en la mano, mirándola como un hombre con dos pensamientos. Pero cuando me vio, la guardó nuevamente en el armario.

En la Ciudad sólo se hablaba de Alcibíades. En la calle, en la palestra, en los mercados, recordaban su insolencia y su desenfreno.

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