Alexias de Atenas (9 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Quienes antes le habían defendido, se limitaban entonces tan sólo a lamentarse de que, después de haber sido educado por un hombre tan bueno como Pericles, hubiera caído tan bajo. Se aseguraba que los sofistas le habían corrompido. Apoderándose de él en su juventud atraídos por su belleza y su inteligencia, le llenaron de vanidad, enseñándole impío libre pensamiento (se solía citar Las Nubes a este respecto), hasta que se atrevió a discutir con el propio Pericles, después de lo cual, tras haber tomado de ellos lo que podía servirle, se burló de sus palabras sensatas y virtuosas y los abandonó.

Yo escuchaba, profundamente disgustado, esperando oír el nombre que jamás dejaba de mencionarse. Las gentes aseguraban que era de conocimiento general que Sócrates se había enamorado del joven, queriendo convertirle en un ser más grande que Pericles. Le seguía en sus orgías, le regañaba en presencia de sus amigos, y le arrastraba consigo, como si fuera un esclavo, por celos, pues no quería que estuviera ni siquiera una hora fuera de su vista.

Yo sentí aquella desgracia como si fuera mía propia. Puesto que no podía acallar a los hombres, le hablé a Jenofonte. Nos restregábamos la espalda el uno al otro, después de la lucha. Mientras le frotaba con la estrigila, le dije que no creía que fuera ningún delito intentar volver bueno a un hombre malo. Jenofonte rió.

—Frota más duro —me dijo—. Seamos justos con él —añadió—. Todas esas gentes se dejaron engañar por Alcibíades y ahora quieren una víctima propiciatoria. Pero un hombre como Sócrates, que se pasa el día cogiendo en falta a la gente y corrigiéndola, no puede permitirse ponerse en ridículo. ¿Sabes que cuando Alcibíades era joven, en cierta ocasión mordió a su oponente en la lucha, al comprender que perdía? Si eso hubiera sucedido en Esparta, no sólo le habrían azotado a él, sino también a su amante, por no enseñarle a ser hombre.

Yo no tenía ánimos ni siquiera para hablar de los espartanos.

—Mira en la tienda de perfumes —añadió— y verás a los amigos de Sócrates que pasan allí el tiempo, hablando tonterías y discutiendo sobre sus almas; como Agatón, que creo se sentiría encantado si se le confundiera con una muchacha.

—Es un trágico coronado —repuse—. ¿Por qué burlarse de un hombre que será inmortal, cuando nadie se acordará ni de ti ni de mí? ¿Has visto alguna vez a Sócrates en la tienda de perfumes? Yo no lo he visto nunca allí.

—Creo que transcurrirá algún tiempo antes de que le veamos en parte alguna. Te apuesto diez tabas contra una a que no aparecerá en la columnata por lo menos durante una semana. ¿Aceptas la apuesta?

—Sí.

Jenofonte observó entonces que yo había dejado de restregarle la espalda, y se volvió.

—Paz —dijo, sonriendo— o tendremos que volver a limpiamos.

Alguien había dicho que Autólico, el atleta, estaba luchando en la palestra de Taurea, por lo que pedimos permiso a nuestros tutores para ir a verlo. Ellos accedieron a pasar por allí, pero no a que nos quedáramos. Observamos que Autólico había acabado su asalto y estaba descansando. El lugar se encontraba lleno de gente que admiraba su aspecto y esperaba para verle luchar nuevamente. Un estatuario, o pintor, estaba sentado haciendo un esbozo de él. Autólico estaba acostumbrado a esa admiración y no le hacía ya caso.

Nos abríamos paso entre la muchedumbre cuando oímos los fuertes murmullos de una masa irritada. Sentí que las manos se me enfriaban. Sabía quién acababa de entrar.

Estaba solo. No se me ocurrió que no había buscado compañía; pensé que todos le habían abandonado. Critón, que había estado contemplando la lucha, se acercó inmediatamente a él, para acompañarle. Ante la sorpresa general, el propio Autólico le saludó, pero como se encontraba desnudo y cubierto de polvo, no se movió de donde estaba. Todos los demás se apartaron a su paso, o le volvieron la espalda; al acercarse, oí la risa de alguien.

En cuanto a mí, no tuve el valor suficiente para avanzar, ni fui lo bastante cobarde para retroceder. Cuando los que se apartaban me dejaron frente a él, casi no me atreví a mirarle. Esperaba que él posara fijamente sus ojos en ellos, como decían que había hecho con el enemigo en Delio, durante la retirada; pero al pasar junto a mí hablaba como si conversara en su casa.

—Asegura que puede enseñarme el método —decía—, pero no el poder de aprehenderlo. Si se tratara de una cuestión de matemáticas…

No oí más. Midas me llamaba y me volví para marchar. Entonces vi a Jenofonte detrás de mí. No me vio al principio, pues seguía a Sócrates con la mirada. Esperé que me pagara la apuesta, pues siempre sabía perder, pero sin dejar de mirar más allá de donde yo me encontraba, dijo:

—Pido a los dioses que cuando me suman en la desgracia, me den también el valor de este hombre.

De regreso a casa, trepamos a la Ciudad Alta y miramos a la bahía. Zarpaba una nave. El día era claro y vimos una divisa azul en su vela.

—Debe de ser el Salaminia —dijimos—, con su lechuza azul.

Se alejaba rápidamente, rumbo a Sicilia.

VI

Aquel año, en las fiestas de Dioniso, mi padre nos llevó a mi madre y a mí al teatro. Le gustaba mucho el poeta autor de la obra, porque se burlaba de los sofistas y de los demócratas y de cuantos querían subvertir la Ciudad con algo nuevo. Cidila nos acompañó para cuidar de mi madre, y Sostias para llevar los cojines; mi padre le dio dos óbolos para que asistiera a la representación. El día era claro y hermoso; unas pequeñas nubes cruzaron sobre el teatro, empujadas por el viento hacia el mar. Mi madre y Cidila fueron a los asientos reservados para las mujeres. Llevaba un par de aretes nuevos, de oro, que mi padre le había regalado, de los cuales pendían unas hojitas que temblaban al volver ella la cabeza. Los asientos estaban ya llenándose. Las pieles de cabra y las ropas sin teñir de los trabajadores, en los bancos de la parte alta, y los brillantes colores en los asientos más bajos, daban al conjunto el aspecto de una gran flor, apoyada contra el flanco de la Ciudad Alta, en un cáliz de hojas secas.

En la actualidad a menudo me pregunto por qué asisto aún a la representación de las obras de Aristófanes, cuyas manos están manchadas, si las palabras pueden manchar las manos que las han escrito, con la sangre que me era más querida en la tierra. Ese día fui con desgana, a causa de sus burlas de Sócrates, que todos repetían.

Sin embargo, en aquella comedia había un canto sobre los pájaros, tan hermoso, que le cosquilleaba a uno la nuca. Cuando Aristófanes canta, hace su propio cielo y tierra; lo bueno es aquello que él elige, y donde él coloca sus altares descienden los dioses. Plutón dice que a ningún poeta debiera permitírsele hacer eso; y ahora es demasiado distinguido para discutir con él. Sea como fuere, Aristófanes no ganó el premio aquel año. Fue otorgado a una comedia titulada "Los ebrios jaraneros", que suscitó gran furia en el auditorio contra los profanadores de hermas y blasfemos.

Esperábamos a mi madre afuera, cuando un hombre se acercó.

—Me quedé para decirte, Miron, que tu esposa ha regresado a tu casa. Pero no estés ansioso; mi propia esposa la ha acompañado, y dice que no es nada grave. Debe saberlo, pues ha tenido ya cuatro.

El hombre sonrió y mi padre le dio las gracias con mayor calidez que la que le demostrara al principio.

—Bien, Alexias —dijo—. Vamos, pues, a casa.

Estaba muy animado durante el camino de regreso, y hablaba de la comedia. No recuerdo lo que le contesté. Entró a ver a mi madre y yo quedé solo. Sin pensarlo, ni buscar a mi tutor o pedir permiso, salí corriendo de casa y recorrí las calles. Cuando estaba cerca de la Puerta de Acamas, alguien me llamo.

—¿Adónde vas tan de prisa, hijo de Miron?

Vi que era Lisias, pero no habría podido hablar con nadie, ni aunque me hubiese ido en ello la vida. Volví la cara para sustraerla a su mirada, y seguí corriendo. Crucé campos y bosques, y finalmente llegué a las laderas de Licabeto.

Trepando por las escarpadas rocas, valiéndome de pies y manos, llegué a un lugar plano, donde unas pocas florecillas blancas nacían entre las rocas. Incluso la Ciudad Alta aparecía plana desde allí; más allá de Himeto brillaba el mar. Me eché al suelo, respirando afanosamente. «¿Por qué he corrido? —me preguntaba—. No deben hacerse las cosas sin motivo.» Luego volví el rostro y lloré amargamente; sin embargo, mientras corría no supe que quería llorar.

Me dije a mí mismo que mi pena era absurda; pero me llenaba el corazón e incluso me hería las carnes. Me parecía que mi madre me había traicionado; después de haberme recogido cuando nadie me quería, se había aliado con mi padre para poner a otro en mi lugar. Odié a mi padre por ello, a pesar de saber que pecaba contra los dioses. Mejor hubiera sido, me decía, que los espartanos no hubiesen llegado el día en que nací, y que en aquellos lejanos tiempos, y en un lugar parecido a aquel en que me encontraba, los zorros hubiesen limpiado mis huesos, desparramándolos el viento después.

Más tarde se secaron mis lágrimas; las florecillas producían largas sombras y sentí el fresco de la tarde, recordándome cómo había escalado el tejado el día del matrimonio de mi padre, para contemplar desde allí la llegada de la desposada. Había supuesto, en la sencillez de mis siete años, que se me debía haber permitido tomar parte en los festejos. Mi padre me había dicho que me traía una madre; y como si me hubiera prometido un perro o un pájaro sólo para mí, creí que ella me pertenecía ya.

Sólo cuando llegó el momento de encender las lámparas abandoné mis recuerdos y bajé de Licabeto. Estaba hambriento. El sol se había ocultado ya. Recordé que me había ausentado durante varias horas sin estar acompañado de mi tutor, y me pregunté si, por suerte para mí, mi padre estaría ausente de la casa. Cuando llegué, le encontré esperándome.

Estaba solo. En lugar de pedirle perdón, hablé antes de que él pudiera hacerlo.

—¿Dónde está mi madre? —pregunté, sintiéndome súbitamente temeroso de que ella estuviera realmente enferma.

—Cada cosa a su tiempo, Alexias —repuso él, poniéndose en pie—. ¿Dónde has estado?

Al hablar él como si yo no tuviera derecho alguno para preguntar, la ira se apoderó de mí. Le miré fijamente a la cara, con los labios apretados. Le vi sonrojarse, como seguramente me había sonrojado yo también.

—Muy bien —dijo unos momentos después—. Si has hecho algo de lo que te avergüenzas, tienes razón para callar. Pero te prevengo que será mejor que me lo digas ahora, a esperar, cobardemente, a que yo lo averigüe.

Al oír esas palabras, pareció como si un fuego me ardiera en la cabeza.

—He estado en la palestra de los hombres, escuchando a los sofistas y hablando con mis amigos.

La profunda irritación que se apoderó de mi padre le obligó a hacer una pausa antes de hablar. Luego, sin levantar la voz, dijo:

—¿Con quién, pues, has estado allí?

—Con ninguno más que con otro —repuse—; aunque tu amigo Critias me pidió que le acompañara a su casa.

Traté de contener mi ira con mi temor. Mi padre era un hombre muy alto y fornido. Apreté los dientes y resolví que, si me mataba, no me vería acobardarme. Pero sólo habló en voz baja.

—Ve a tu aposento y espérame allí —dijo.

La noche era fría y yo me sentía hambriento. Mi pequeño aposento estaba oscuro por la noche, pues la higuera crecía frente a su ventana. Paseé por él, intentando entrar en calor. Poco después apareció mi padre, con el látigo de montar en la mano.

—He esperado —dijo—, pues no quería azotarte mientras estaba irritado. Más que complacerme a mí mismo, quería hacer lo que fuera justo. Si llegas a ser algo en tu vida, tendrás que agradecerme que corrija tu insolencia. Desnúdate.

Dudo que yo ganara tanto como él por el dominio de sí mismo, pues fue la peor paliza que recibí en mi vida. Hacia el final no pude permanecer completamente en silencio, pero evité gritar o pedirle que dejara de azotarme. Cuando hubo acabado, permanecí de espaldas a él, esperando que continuara.

—Alexias.

Me volví entonces, para que no creyera que no osaba mostrarle la cara.

—Me alegra ver que no te falta tanto valor como sentido común. Pero el valor sin buen comportamiento es virtud del ladrón o del tirano. No lo olvides.

Me sentía muy enfermo, pero hubiera preferido morir en el acto, antes que desmayarme en su presencia. Por tanto, para librarme de él dije:

—Lo siento, padre.

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