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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Alexias de Atenas (38 page)

Me entristeció pensar que yo era más dado a los extremos, y menos capaz de razonar, que los otros hombres. En verdad, cuando vuelvo mis ojos al pasado, no puedo comprenderme en ese período de mi vida.

Cuando él se hubo ido, salí a caminar, pues el dios, habiéndome escogido como blanco de su castigo, no perdonó ni a mi mente ni a mi cuerpo, y no me fue posible permanecer en la cama. En el cielo había luna nueva, y ascendí el sendero para dirigirme al castillo de Polícrates y sentarme allí para mirar el mar. El lugar olía a ovejas, pues el ganado se encontraba en el redil. También había olor a tomillo, y a las plantas que crecían en el campo. Me lamenté ante el dios diciéndole que era injusto conmigo, puesto que jamás le había insultado ni desafiado; pero sin mirarme, a su vez me acusó, haciéndome recordar mi anterior falta de cortesía con Lisias, que no me había mostrado sino amabilidad. También me hizo recordar cómo, mucho antes de aquello, no me había preocupado de Polimedes ni de otra docena de hombres cuyos nombres ni siquiera conservaba en la memoria. Asimismo me dijo que por mi propia voluntad me había convertido en su esclavo, y que dado que él donaba a los hombres más alegría que cualquiera otra deidad, era natural que sus castigos produjeran también más dolor. De modo que acepté su justicia, y finalmente regresé a casa. Cuando Lisias volvió, fingí dormir.

Las cosas se desarrollaron de tal manera que encontró a la muchacha más agradable de lo que había esperado, y fue a visitarla varias noches. Yo sufría en esa época. Sin embargo, dejó en mi mente menos huellas que otras heridas que al principio parecían más leves, como en aquellos casos en los que personas de poca importancia me fallaban en lo referente a la lealtad o el honor. De la misma manera que el molde se rompe y convierte en polvo, mientras que la estatua de bronce perdura, así no puedo reanimar aquel dolor. Y sin embargo, recuerdo, como si todo eso hubiera sucedido ayer, los aromas de la noche, la Galaxia extendiéndose como espuma a lo largo del profundo cielo, los fanales ardiendo en los barcos anclados, y los balidos de un cordero despierto contestados por un chotacabras.

No sé durante cuánto tiempo se hubiera prolongado eso. El hecho es que comenzaba a ejercer sobre mí un efecto insensato, hasta el punto de que Lisias me preguntó si me encontraba enfermo. Pero se le presentaron graves cuestiones, que alejaron de nosotros tales locuras.

El trierarca del Paralos llegó solo, en un mercante de Agina.

Cuando el barco llegó a Atenas, los oligarcas dominaban la situación. Desesperados por la pérdida de Alcibíades, no se atrevieron a esperar los resultados de Samos y se pusieron en movimiento en seguida. Informaron que el golpe había tenido éxito y que Alcibíades se hallaba en camino, y al obtener el poder en tales circunstancias, suspendieron los pagos al personal público y disolvieron el Senado.

Apoyándose en matones contratados y en informadores mantenían sometido al pueblo, y a los moderados de sus propias filas los tranquilizaron prometiéndoles una lista electoral compuesta por caballeros, la cual sería redactada en breve.

Cuando supieron las noticias que traía el Paralos, no se atrevieron a dejárselas conocer a la Ciudad. Obligaron a toda la tripulación a abandonar el barco de honor, donde tenía derecho a servir, y la trasladaron a un transporte de guerra que estaba a punto de zarpar, encarcelando a los que se negaron a ir. Por fortuna, el trierarca vio desde el muelle lo que sucedía y, deslizándose entre las mercancías desembarcadas, logró escapar para venir a contarnos lo que ocurría.

Añadió que cualquier soldado no tenía sino que mirar el nuevo fuerte que estaban construyendo en el puerto para saber a qué se hallaba destinado: a mantener sometidos a los ciudadanos y crear una cabeza de puente para que desembarcaran los espartanos.

Cualquiera podría suponer que estas noticias hicieron caer a Samos desde las alturas del triunfo a los abismos de la desesperación.

Pero nuestra sangre aún bullía con el ardor de la victoria, y nuestras almas con el calor de nuestra justa causa. Éramos como los hombres de Maratón cuando avanzan por el campo para hacer frente a la Ciudad, sabiendo que los dioses les son favorables.

Al día siguiente de haber sido conocidas las noticias, atenienses y samios, soldados, marinos y ciudadanos se congregaron para subir juntos a la Acrópolis, situada en la cumbre de la colina. Allí prestamos juramento de camaradería, y prometimos defender nuestras libertades, proseguir la guerra y no hacer la paz con nuestros enemigos ni en la patria ni fuera de ella. Había allí un gran campo abierto, circundado por una vieja muralla. Las alondras emprendieron el vuelo cantando cuando entonamos el himno a Zeus y el humo de las ofrendas se elevó recto hacia el cielo.

Jamás me había sentido menos en el exilio. Éramos nosotros quienes representábamos a la Ciudad, y constituíamos una libre Atenas al otro lado del mar. Llevábamos también su espada y su armadura. Era la Marina, no el gobierno de la patria la que recogía los tributos para financiar la guerra. El sol brillaba. El mar resplandecía debajo de nosotros como plata martillada. Todos sentíamos que estábamos haciendo algo nuevo en la tierra.

Después, ya en la ciudad, los atenienses fuimos agasajados en las casas de los samios y ocupamos la silla de los huéspedes, mientras nos servían su mejor vino, higos especiados y todo cuanto tenían. Aquella noche conté en tres hogares samios la historia de mi vida, o gran parte de ella, y cuando Lisias y yo nos reunimos en el campamento, ninguno de los dos estaba sobrio.

Pero nos sentíamos felices y llenos de fe. Él se había olvidado por completo de la muchacha; y, lo que es más notable, también yo la había olvidado.

Era un cálido anochecer de primavera. Se olía a mar, a la cena que se preparaba en hogueras de leña de pino, y al aroma de las flores que crecían en la colina. Permanecíamos sentados en la puerta de la cabaña mientras se ocultaba el sol, y saludábamos a los amigos que pasaban por allí. Abrimos un frasco de vino para brindar por nuestra empresa.

—Pues —dijo Lisias—, si estás sobrio a medias, es como si no te encontraras de ninguna manera.

Pero nuestra mente chisporroteó más brillantemente con el vino. Entre los dos solucionamos todos los asuntos de los atenienses y los samios, y pensamos en la manera de ganar la guerra.

Después llegó el trierarca del Paralos y se detuvo para beber con nosotros. Lisias se lamentó cortésmente de la pérdida de su barco. El hombre rió y dijo:

—No tengas lástima de mí, sino del trierarca que lo manda ahora. Conozco a aquellos muchachos. La red no apresa al delfín. Te apuesto cinco contra uno a que, en cuanto se les presente la primera oportunidad de salir a mar abierto, le ponen grilletes y vienen rápidamente a Samos.

(Debo añadir que ganó su apuesta.) Todavía le hacía sentirse furioso, dijo, recordar lo que había visto en Atenas. Pero entonces aquel sombrío cuadro se hallaba iluminado por nuestras esperanzas.

—Cuando Alcibíades venga a tomar el mando —dijo—, no durarán mucho. Han perdido ya a los moderados. Teramenes y su grupo sólo esperan que llegue su momento. Se sumaron al movimiento bajo la promesa de unos derechos políticos limitados, principio que yo no sostengo, pero que, no obstante, es un principio. Ahora saben que han apoyado a una tiranía, y no la soportarán más tiempo del necesario.

Quedé silencioso, avergonzado de que aquel extraño le hiciera a mi padre más justicia de la que yo le había hecho. Muchas cosas volvieron a mi mente. Cuando regresé de la montaña hallé en mi habitación, envuelto en un paño, el dinero que le había entregado por la pérdida de Sostias.

—Pero —prosiguió el trierarca—, casi había olvidado que he venido aquí para deciros, en primer lugar, que se ha convocado una asamblea del ejército para mañana. Muy pronto oiréis al heraldo. La mitad de los barcos de la flota se hallan en la misma condición que el vuestro, pues el trierarca ha huido a Mileto, y el primer oficial ostenta el mando. Los nuevos ascensos serán decididos por votación. Si yo estuviera tan seguro como tú de obtener un barco, Lisias, esta noche dormiría muy bien.

Miré a Lisias, dejando que se transparentara mi contento. Él, por un sentimiento de modestia, descartó la posibilidad; pero el trierarca dijo:

—A vuestro piloto se le ha oído decir de ti: «Sabe que a un barco no se le gobierna del mismo modo que a un caballo». Y eso, tratándose de un piloto, es una loa.

Lo cual era cierto, pues entre el soldado que lucha en un barco y el marino que lo gobierna existe una pugna tan vieja como Troya.

El trierarca marchó, y poco después oímos al heraldo. Entonces llenamos las copas y bebimos, no atreviéndonos a mencionar las buenas noticias por miedo a tentar a los dioses. El sol del atardecer resplandecía como el bronce sobre las techumbres de caña de las chozas. Acá y acullá, los hombres cantaban alrededor de las hogueras. Pensé desde lo hondo de mi corazón: «Cosas como ésta son el placer de la virilidad. Debemos hacer el trabajo de la estación, como dice Hesiodo».

Lisias me miró por encima de la copa.

—A la salud del hermoso Alexias —dijo, y arrojó más allá de la puerta las sobras.

En el suelo formaron una alfa. Debido a la mucha práctica que tenía, lograba hacerlo tres veces de cada cuatro. Bostezó, sonrió y observó:

—Se está haciendo tarde.

Pero permanecimos sentados un poco más, pues al ocultarse el sol apareció la luna. Su luz se mezcló con los últimos resplandores crepusculares, y la colina detrás de la ciudad tenía el color de la piel del león. Pensé: «El cambio es la suma del universo, y lo que pertenece a la naturaleza no debe ser temido. Pero se le entregan rehenes, y las lamentaciones son para los dioses. Sócrates es libre, y debiera haberme enseñado lo que es la libertad. Pero he uncido al inmortal caballo con un caballo terrenal para arrastrar la carreta, y cuando se desploma uno, se enredan los dos en los tirantes». Pensé en Sócrates, y vi la lógica de mi caso.

—Tus pensamientos son demasiado largos para que no los compartas conmigo —dijo Lisias.

—Pensaba en el tiempo —contesté—, en los cambios, en que un hombre debe ir con ellos como un río, sometiéndose a sus meandros. Y sin embargo, al final, tanto si somos obedientes como si nos mostramos desafiantes, el último cambio es siempre la muerte.

—¿El último? —replicó, sonriendo—. No manifiestes nunca una opinión como si fuera algo demostrado. Hoy hemos vivido como si no fuera así, y ambos sentimos que eso es bueno.

Su rostro se mostraba tranquilo a la brillante luz de la luna. Se me ocurrió pensar que en el empleo de su coraje, en la fe de su causa y en la exaltación del voto hecho en la cumbre de la colina, había vuelto a hallarse a sí mismo.

Permanecimos pensativos. Aparté los ojos de las montañas y comprobé que él tenía los suyos vueltos hacia mí. Posó su mano sobre la mía.

—Nada cambia, Alexias. No, no es verdad. Siempre hay cambio dondequiera hay vida, y ni tú ni yo somos ya como cuando nos conocimos en la palestra de Taureas. Pero ¿qué estúpido plantaría un esqueje de manzano para cortarlo en la temporada en que el fruto comienza a madurar? Las flores pueden ser recogidas cada año, pero requiere tiempo el árbol que sombrea el umbral de tu puerta y crece dentro de la casa gracias al sol y la lluvia de cada año.

En verdad, él era demasiado bueno para mí. A menudo me parecía que sólo era él quien me había hecho hombre.

Helios había hundido en las olas del mar su rojo cabello, y las canciones comenzaban a morir alrededor de las hogueras. Empezaba a hacer frío, y penetramos en la choza; pues, como decían los hombres de Homero cuando una larga jornada había quedado tras ellos, era bueno someterse a la noche.

XXI

 

—Bienvenido a la patria, Alexias —me dijo en el Ágora un joven que me era completamente desconocido—. ¿Sabes que miras a tu alrededor como un colono? En verdad has permanecido ausente largo tiempo, y es agradable volver a verte.

—Tres años —contesté—. Conozco bien tu cara, pero…

—Mi nombre es el que debes conocer mejor —dijo él, sonriendo—, pues me he dejado crecer la barba desde la última vez que nos vimos. Eutidemo.

Ambos lanzamos exclamaciones de alegría, reímos, y nos sentamos para hablar en un banco frente a la tienda. Se había convertido en un excelente individuo, despojado de su vieja solemnidad. Sócrates siempre sabía dónde excavar para encontrar oro.

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