Alexias de Atenas (35 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Los dos teníamos nuestras razones para abandonar la Ciudad. El padre de Lisias había muerto, debido a un frío cogido durante el invierno; y Lisias, que durante años le había ahorrado los cuidados que exigían una propiedad arruinada, no pudo soportar tener que ahorrar en su tumba. Fue depositado entre los trofeos ganados en las carreras de carros, y cuando todo hubo acabado, Lisias ya no pudo permitirse mantener por más tiempo un caballo, a menos que hubiera recurrido a los fondos de leva de la caballería. Pero era demasiado orgulloso para hacerlo.

Mi padre había recobrado sus fuerzas. Tal vez quisiera montar a Fénix, y no quise esperar a que lo pidiera. Aquellos días él y yo caminábamos suavemente, como lo hacen los hombres en una casa que ha quedado resquebrajada a causa de un temblor de tierra.

En aquellos tiempos se reunía con varios oligarcas, quienes tenían fama de ser numerosos más que de sentir nostalgia del pasado.

Se reunían sin alegría, como hombres con un propósito común. A menudo encontraba el comedor lleno de ellos, y en ocasiones así los ilotas tenían orden de no dejar entrar a nadie. Eso ofrecía un aspecto que no me gustaba en absoluto, y sobre todo me desagradaba la presencia de Critias. Si, como se decía, en la Ciudad había hombres que dejarían entrar a los espartanos en el caso de que éstos le permitieran seguir ocupando sus puestos, me parecía que aquéllos pertenecían a esa especie. Dada mi edad, hubiera podido considerar mi derecho a tratar de ello con mi padre, pero no hablábamos ya de asuntos graves. Si él me hacía reproches, era sólo con relación a cosas triviales: por no dejarme crecer la barba, o por permanecer demasiado tiempo en la tienda de perfumes, a la que en verdad sólo entraba cuando veía que algunos amigos míos se encontraban allí.

Después de todo, ¿para qué iba uno a la Ciudad sino para reunirse con sus amigos y charlar? Es cierto, sin embargo, que cuando Lisias no estaba libre, algunas veces solía pasar mi tiempo con personas poco provechosas, en vez de optar por volverme a casa.

Lisias se inquietaba por eso, pero no se sentía con ánimos para reprochármelo. Teníamos nuestra propia vida que vivir, y esa cuestión no le importaba a nadie. Pero nuestra inquietud se manifestaba en eso también. En aquel tiempo había en nosotros cierto salvajismo que en ocasiones estallaba en violenta alegría, y otras en actos de temeridad, en extravagantes travesuras en las reuniones de bebedores, o en excesivo arrojo en el campo de batalla.

Sócrates nunca hablaba de ello. En verdad, no creo que para él la causa fuera ya un secreto. El amor es en el fondo un jactancioso que no puede ocultar el caballo robado sin dejar que la brida sea vista. En aquellos días nadie hubiera podido ser más amable que él.

Sin hablar palabra, simplemente por estar a su lado, comprendí que aun cuando se suponía que éramos nosotros quienes hacíamos algo por él, era él quien, por afecto a nosotros, había pensado en darnos parte de sus dones, y nos daba su amabilidad, como amigos que hubieran sufrido una pérdida.

Nosotros lo sabíamos, pero entonces no lo sentíamos en nuestro interior. Lo que nos había derrotado era algo que se hallaba más allá de nosotros mismos; y aquello que había llegado después nos parecía un consuelo y una alegría. Cumplíamos nuestros deberes para con los dioses, y éramos fieles el uno al otro, ayudándonos a conservar nuestro respectivo honor. Sólo a partir de aquel tiempo descubrí que las visiones de mi juventud se hacían menos frecuentes, hasta que comenzaron a desvanecerse y convertirse en recuerdos. Pero se me había dicho que eso era un efecto necesario de los años.

Así estaban las cosas cuando cierto día visité a Asclepios, hijo de Apolo.

No se podía ir a Epidauros a causa de la guerra, y en verdad eso hubiera sido darle demasiada importancia. De manera que fui al pequeño santuario de la cueva en las rocas de la Ciudad Alta, justamente debajo de las murallas. Acudí al atardecer. Unos pálidos rayos de sol caían sobre los pilares del pórtico, pero adentro reinaba la oscuridad, y el goteo del santo manantial sonaba de un modo fuerte y solemne. El sacerdote tomó el pastel de miel que yo llevé y se lo dio a la serpiente sagrada, que permanecía en su pequeño hoyo. Se desenroscó, y lo aceptó. Entonces el sacerdote me preguntó por qué había ido. Era un hombre moreno, delgado, con largos dedos. Mientras hablaba me tocó la piel, y tiró de mis párpados para volverlos sobre los ojos.

—En los próximos Juegos Olímpicos es mi deseo participar en la carrera masculina de largo trecho —dije.

—Entonces dale gracias al dios por tener buena salud —respondió él—, y si deseas un dietario, consulta con tu entrenador. Este lugar es para los enfermos.

Me disponía a irme cuando me detuvo.

—Espera —dijo—. ¿De qué se trata?

—De poca cosa —contesté—. No debiera haber molestado a Apolo. La respiración de un corredor es de poca importancia para él. Pero algunas veces, cuando corro la última vuelta a la pista, o bien al final, cuando me he quedado sin aliento, siendo un dolor como si estuvieran clavándome un cuchillo, algunas veces en el pecho, y otras veces en el brazo izquierdo. En algunas ocasiones, cuando me acomete ese dolor, la luz del sol se vuelve negra. Pero después de la carrera se me pasa.

—¿Cuándo comenzaste a sentirlo? —preguntó.

—Un poco en el istmo. Pero después de eso corrí un largo trecho a campo traviesa, ascendiendo una montaña, y desde entonces incluso haciendo ejercicio me viene el dolor.

—Ya veo. Entonces ve al Ágora. Saluda el Altar de los Doce, y regresa aquí inmediatamente, sin detenerte a hablar con nadie.

La carrera no significó nada; pero al final el ascenso me hizo jadear, y otra vez sentí un poco el dolor. El sacerdote me puso las manos en el cuello y las muñecas, y luego apoyó la cabeza contra mi pecho. Su barba me cosquilleó, pero comprendía que hubiera sido inconveniente reír. Me trajo una copa y dijo:

—Bebe esto, y duerme. Cuando despiertes, procura recordar qué sueño te ha enviado el dios.

Tomé el amargo brebaje y después me tumbé en un jergón en el pórtico. Había allí un hombre durmiendo en otro jergón, y lo demás estaba vacío. Me quedé dormido en el momento en que la lámpara fue encendida. Al despertar percibí olor a mirra, y encontré al sacerdote haciendo sus oraciones matinales, pues estaba a punto de amanecer. El otro hombre seguía durmiendo aún en su jergón. Me sentía soñoliento, con la cabeza pesada, y extraño. El sacerdote pronto se separó del altar, y me preguntó si el dios me había enviado un sueño.

—Sí —contesté—. Uno agradable. He soñado que algo frío me tocaba la frente, he abierto los ojos en este mismo lugar, y el dios se me ha aparecido. Era el mismo que vemos en el templo, pero un poco más viejo. Tenía unos treinta años, no llevaba barba y era como un atleta. Sobre el hombro llevaba una clámide blanca, y a la espalda su arco. Ha permanecido en pie ante mí.

—Sí —dijo el sacerdote—. ¿Y después?

—Después —contesté—, el dios me ha tendido una corona de olivo con las cintas de Olimpia.

El sacerdote asintió con la cabeza, y se acarició la barba.

—¿Con qué mano la tenía cogida el dios? ¿Con la izquierda o con la derecha?

Entonces recordé, y respondí:

—Con ninguna de las dos. Ha sacado de su aljaba una flecha, sobre la punta de la flecha ha colgado la corona, y así me la ha ofrecido.

—Espera —dijo él.

Echó incienso en el altar, y miró a través del humo. El agua sagrada caía en el hueco de la roca, y los resecos anillos de la serpiente se agitaban en el hoyo de arena. La mañana era nublosa y algo fría.

El sacerdote volvió junto a mí, con la guirnalda en la cabeza.

—Esto es lo que dice Apolo. «Hijo de Miron, hasta ahora he sido amigo tuyo. Ni siquiera el olivo de Olimpia te rehusaré si me lo pides con toda tu voluntad. Pero no me lo pidas, pues con la corona descenderá, rápida, a través del cielo abierto, la flecha.» Me miró para ver si le había comprendido. Durante un rato reflexioné en silencio, y después le pregunté por qué ocurriría eso.

—Tu corazón es demasiado grande para tu cuerpo, Alexias. Éste es el mensaje del dios —contestó.

El sol se había levantado. Caminé rodeando las rocas, y subí a la Ciudad Alta para mirar hacia los elevados y azules collados de Lacedemonia, más allá de los cuales se encuentra Olimpia. Pensé en cómo después de los últimos Juegos, cuando el ganador de la carrera larga regresó, sus conciudadanos pensaron que las puertas de la Ciudad eran demasiado estrechas para él y abrieron una brecha en los muros para que pudiera pasar. Cuando oí por vez primera la historia de Ladas el espartano, que cayó muerto cuando el olivo se hallaba aún fresco en su corona, consideré que un hombre difícilmente hubiera podido tener un fin más feliz. Pero desde entonces había estado en el Istmo, y en aquellos momentos me parecía más conveniente consumir la vida como un caballero, tal como habían hecho Harmodio y Aristogeitón, o sea, muriendo por la libertad de la Ciudad y por el honor de un amigo. Sin embargo, mientras me dirigía a mi casa, sentía desnuda la mente, como si sus conocidos pensamientos hubiesen desaparecido. Hasta entonces había soñado con Olimpia: los verdes campos junto al río lleno de guijarros, el collado de Cronos con su solemne bosquecillo de robles, y el estadio a sus pies, con las estatuas de los ganadores alineadas a lo largo de sus muros, desde el tiempo de los héroes hasta la última vez en que se celebraron los Juegos. Cuando el escultor me pidió en la palestra que posara para él, creo haberme dicho en el corazón: «Hay bastante tiempo».

Por esto dejé de correr la carrera larga. Yo diría que tiempo llegará en que tendré que pagar el precio por mis viejas coronas. Después de haber cumplido los cincuenta años, cada vez que hago un ascenso o me apresuro un poco, siento en el pecho clavárseme la flecha de Apolo. Así que relataré las cosas mientras pueda recordarlas.

A raíz de esa visita al sacerdote trabamos amistad con un ateniense del escuadrón de Samos, que como hoplita de marinos servía en uno de los barcos. Habíamos bebido vino en abundancia, de modo que nos preguntó alegremente por qué jóvenes buenos como nosotros nos moríamos de hambre allí cuando, en realidad, podíamos vivir como caballeros en la más hermosa ciudad de las islas y participar en acciones dignas de un hombre, mientras luchábamos contra los barcos de la liga espartana, que tenían su base en Mileto, al otro lado del estrecho.

—No hay mejor ciudad que Samos —dijo—. Los samios harán cualquier cosa por un ateniense, puesto que expulsaron a sus oligarcas, y aquellos de nuestros hombres que se encontraban en el puerto lucharon en el bando de los demócratas. Por eso se puede conseguir lo que se quiera, o a quien se quiera. Y, por otra parte, necesitan a cuantos demócratas que les brinden sus servicios, pues soplan aires de tormenta.

Esta última perspectiva la descartamos, pues, como dijo Lisias, sólo un estúpido se hubiera metido en política en una ciudad extraña. Pero lo demás nos pareció muy bueno. Nos habló de un nuevo barco, el Sirena, que estaba aparejando en El Pireo y no había logrado completar aún su tripulación. Al trierarca, que necesitaba un teniente de infantes de marina, le alegró conseguir a un hombre con la hoja de servicios de Lisias, y dado que éste y yo éramos miembros de la misma tribu, le fue fácil colocarme a bordo. Era aún algo joven para servir en el extranjero, pero en tiempo de guerra uno se siente por lo general inducido a hacer más de lo que necesita, particularmente si se trata de un caso en el que es preciso ayudar a nuestro amante.

Era aún invierno cuando el Sirena aparejó; pero el trierarca, por razones que habríamos de saber más tarde, se mostraba ansioso de hacerse a la vela. Entonces le correspondió a mi padre permanecer en el muelle para presenciar mi partida.

—Bien, Alexias —dijo—, si en estos últimos meses hubieses concedido parte de tu tiempo a los asuntos de la Ciudad, yo habría hecho cualquier cosa por ti. Pero dejémoslo pasar. No te has portado mal del todo en el campo de batalla y no tengo el menor temor de que hayamos de avergonzarnos de ti. Sólo he de advertirte que mantengas muy abiertos los ojos en Samos, y que procures usar bien tu ingenio cuando veas cómo miente aquella gente. Atenas ha sido gobernada demasiado tiempo por la canalla*. Ha llegado el momento de que la gente de calidad demuestre lo que es.

No tuve tiempo de preguntarle cuál era el significado de su oráculo. Mis pensamientos se hallaban a bordo ya. Olía a cáñamo y brea, a los cuerpos de los remeros, a los barriles rebosantes de pescado salado y aceite, y a la fría brisa del mar invernal. Las gaviotas revoloteaban sobre nosotros, en espera de alimentarse con lo que fuéramos dejando en nuestra estela.

El Sirena era un trirreme de guerra, no un transporte, y sólo conducía su propia unidad de combate, compuesta por quince hombres. Hacíamos la vida en la cubierta de popa, bajo un toldo de piel de buey que se elevaba justamente sobre la primera hilera de remeros. La nave estaba tripulada por veinticinco hombres, y había tres hileras de remeros, la más baja de las cuales se hallaba compuesta por ilotas, ya que los hombres libres no trabajaban allí. Los agujeros de los remos estaban cubiertos con cuero para impedir que penetrase el agua del mar, y debido a ello un remero no veía en todo el día sino la espalda del hombre sentado delante de él, y los pies del remero de la segunda hilera sobre los apoyos que había a ambos lados. Pero cuando llovía y soplaba el viento se hallaban mejor guarecidos que nosotros, puesto que los protegía nuestra cobertura de pieles. Había pensado que incluso un viaje en invierno no sería mucho más duro que algunas de aquellas noches de vivac pasadas en las montañas, cuando pertenecíamos a la Guardia. Había olvidado que uno no se mareaba a lomos de un caballo. Pero el viento cambió al segundo día, y entonces me sentí mejor.

Aunque habíamos procurado no hacer ostentación de ello, de algún modo a bordo se llegó a saber nuestra amistad. Después de haber servido en la caballería, donde existe tolerancia por esas cosas, me resultó difícil tener que enfrentarme con algunas de las vulgares nociones propias de una unidad de infantería. O quizás era que en aquellos días estaba siempre presto a sentirme ofendido. Como pude observar más tarde, la mayor parte de ellos eran buenos individuos, y su charla provenía de un mero hábito y de no haberse detenido jamás a definir sus términos.

Transportábamos la paga para algunos de los barcos estacionados en Sestos, adonde, debido a que los vientos nos fueron propicios, llegamos seis días más tarde. Pero en el puerto de Sestos fuimos abordados por un barco cargado de grano, en forma tal que dos o tres remeros quedaron heridos y algunas tablas se rompieron.

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