Alexias de Atenas (39 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

—Estoy impidiendo que vayas a reunirte con tus amigos —dijo—, pero deseo oír tus noticias antes de que la multitud te lleve. Todos los hombres de Alcibíades caminan por la ciudad envueltos en el manto de su gloria, y no está mal que lo hagan. ¿Cómo se siente uno al verse tan cargado de laureles de victoria?

—Pues que se halla a las órdenes de un buen jefe —respondí.

Eutidemo enarcó las cejas, medio sonriendo.

—¡Oh, Alexias! Incluso tú. Tú, que si mal no recuerdo, despreciabas las vulgares idolatrías y lo desaprobabas.

Reí, y me encogí de hombros. La verdad es que no había uno solo de nuestros hombres en Samos que no pensara que el sol nacía en sus ojos.

—Quien no haya luchado bajo sus órdenes en la guerra no le conoce —dije—. Aquí. en la Ciudad nadie lo comprende como nosotros lo comprendemos en Samos. Él confía en nosotros, y nosotros confiamos en él, y en ello consiste el secreto.

Ante estas palabras, Eutidemo rió con fuerza y exclamó:

—¡Por Zeus! Ha debido de darte un filtro.

Sentí que me ponía furioso, lo cual era absurdo.

—No soy un político, sino sólo un teniente de infantes de la marina. Hablo como me lo dictan los hechos. Nunca le he visto abandonar un barco o un hombre durante un combate. Los hombres que luchan por él no mueren por nada. Él sabe para qué sirve cada hombre, y se lo dice. Cuando se puso al frente de la flota para ir a tomar Bizancio, había una gran borrasca y la noche estaba a punto de caer, pero nos hicimos a la vela elevando en un canto nuestras voces contra el fragor de los truenos. Nadie se detiene a hacer preguntas cuando él da una orden. Piensa deprisa. Yo estuve con él cuando tomó Selimbria con sólo treinta hombres.

Le conté la historia. Selimbria se encuentra en el Propóntide, y se alza en unas bajas colinas junto al mar. Habíamos desembarcado ante ella y arrastrado a la playa los barcos. Cuando llegó el momento de encender las lámparas, nos encontrábamos cenando alrededor de las hogueras. Los marinos del Sirena y los de otro navío, treinta en total, estábamos de avanzadilla entre el campamento y la ciudad para prevenir cualquier ataque por sorpresa. De modo que cenábamos con la armadura puesta y las armas a nuestro lado.

Justamente habíamos comenzado a hacerlo cuando Alcibíades se acercó a grandes zancadas a través de los tamariscos.

—Buenas noches, Lisias. ¿Puedes hacerme sitio junto al fuego? He aquí algo para la cena.

Su ilota depositó en el suelo un ánfora de vino de Quíos, y él se instaló entre nosotros. En momentos así era el mejor compañero, y cualquier destacamento al que visitara se pasaba el día siguiente hablando de él y citando sus palabras; pero aquella noche se mostró grave, y nos dijo que no pensáramos en descansar, sino que debíamos estar listos para avanzar a medianoche. Se había puesto en contacto con algunos demócratas de la ciudad, que habían convenido en abrirle las puertas. El ejército se deslizaría a través de las sombras de la noche, presto para embestir cuando desde las murallas nos fuera hecha una señal con una antorcha.

—He apostado a los tracios en la colina —dijo—. Esto podemos llevarlo a cabo sin ellos. Ni los dioses ni los hombres pueden contener a los tracios en una ciudad tomada, y he dado mi palabra de que si la ciudad paga tributo no será derramada sangre.

Cuando era necesario, mataba sin misericordia; pero mataba sin complacerse en ello, y siempre parecía agradarle conseguir lo que deseaba sin verter sangre. Sea lo que fuere lo que le había hecho avanzar sobre Milo (supongo que se daba cuenta de lo que deseaban los atenienses), lo cierto es que un día era para él como el curso de toda una vida.

Acabamos de cenar, y mezclamos la última ronda de vino. Debajo de nosotros las hogueras parpadeaban en la playa. A un estadio de distancia se alzaban las oscuras murallas de la ciudad. La noche comenzaba a caer. De repente Lisias señaló y dijo:

—¿Has dicho a medianoche, Alcibíades? ¿Qué es aquello?

La antorcha resplandecía con tonos rojos sobre la puerta de la torre. Todos nos pusimos en pie de un salto. El ejército se hallaba a media milla de distancia. A aquella hora, la mayor parte de los hombres seguramente estaban desnudos, engrasando las correas o repasando sus armaduras antes de emprender el combate. Todos volvimos la mirada hacia Alcibíades. La situación permanecía en suspenso, mientras él contemplaba las murallas rodeado tan sólo por treinta hombres armados. Esperaba oírle maldecir. En este aspecto, había oído muchas cosas.

Permaneció allí, con sus grandes ojos azules fijos en la antorcha y las cejas enarcadas.

—Esos colonos —murmuró—. No se puede contar con ellos. Supongo que alguien ha debido acobardarse, y los demás no se han atrevido a esperar. Polis, ve a toda prisa al campamento, haz formar a los hombres y tráelos a paso ligero. ¡Compañía, a las armas! Bien, amigos, ahí está la señal, y ahí vamos nosotros. ¡Adelante!

A través de las sombras de la noche corrió hacia la ciudad, y nosotros le seguimos sin titubear, como si fuera lo más razonable del mundo. Cuando llegamos a las puertas, se abrieron por completo, y penetramos en una calle, por la que el jefe de la intriga llegaba a todo correr para encontrarse con Alcibíades y explicarle por qué había sido hecha tan a destiempo la señal. Sólo pude ver al hombre mover la cabeza arriba y abajo, y a Alcibíades mirando a su alrededor, sin escucharle. En el momento en que, con gran ruido y batir de armas, llegamos al Ágora, los selimbrianos nos rodearon desordenadamente.

Lisias se acercó a mí y colocó su escudo junto al mio. Me pregunté si las puertas habían sido cerradas detrás de nosotros, y pensé: «Alcibíades procurara que seamos enterrados juntos si morimos», pues nunca se olvidaba de tales cosas. Pero la vida hormigueaba en mí, de la misma manera que la piel de un gato despide chispas durante una tormenta. Sólo el hombre medio muerto teme a la muerte. Entonces la voz de Alcibíades, tan fría como si estuviera dirigiendo la instrucción militar, dijo:

—Heraldo, anuncia una proclama.

Nuestro heraldo hizo una llamada. Se produjo una pausa en las oscuras calles, y pudieron oírse muchos murmullos.

—Diles esto, heraldo: «El pueblo de Selimbria no debe resistir a los atenienses. Respetaré sus vidas si se someten a esta condición».

El heraldo avanzó e hizo la proclama. A sus palabras siguió el silencio. Ninguno de nosotros respiraba. Entonces una voz, temblorosa pero orgullosa aún, habló.

—Eso es lo que tú dices, general, pero dinos primero tus condiciones.

—Que venga aquí entonces vuestro portavoz —contestó Alcibíades.

Su osadía había tenido éxito. Suponían que éramos ya dueños de la ciudad, y él permaneció hablando con ellos el tiempo suficiente para que eso fuera cierto.

Al final de la historia, Eutidemo observó:

—¿De modo que tú y Lisias seguís juntos aún?

—¿Cómo no? Le he dejado en el muelle, hablando con los proveedores. En toda la flota no hay mejor trierarca y si crees que exagero, puedes preguntárselo a quien quieras.

—En verdad, Alexias, nunca lo has ensalzado más de lo que se merecía. Os busqué a los dos cuando el escuadrón llegó a El Pireo, pero la gente se había reunido de tal forma para ver al gran Alcibíades que no pude ver otra cosa sino guirnaldas y hojas de mirto volando a través del aire, hacia la cresta de su yelmo.

—Es una lástima —dije— que parte de la fortuna gastada en guirnaldas y coros no le fuera entregada para mantener los barcos. Hace años que anda escaso de dinero. Si él no hiciera un milagro cada mes, no tendríais marina. La mitad de nuestras batallas tienen que ser libradas para conseguir tributo, y algunas veces tenemos que extraerlo de un modo doloroso, pero ¿qué otra cosa podemos hacer?

—Bien —repuso—, yo creo que la ciudad ha sido llevada hasta el límite en lo que a impuestos se refiere. Hablemos de algo más agradable. Ya veo que no has dejado de ir a las librerías para comprar la última pieza de Agatón.

—Él mismo entró en la librería, y logré que me firmara el libro —dije—. Y no es que conceda gran importancia a semejantes pequeñeces. Es para llevarlo a Samos como un regalo para mi muchacha.

Por afecto a ella, yo la llamaba muchacha aun cuando ya no lo era.

Eufro nunca hacía de su edad un gran secreto, pero tampoco del hecho de que había sido madre de un hijo que tenía dieciséis años cuando murió. En verdad, la conocí por vez primera en el cementerio que hay fuera de la ciudad, adonde había ido con una cesta de ofrendas para colocarlas sobre su tumba. Al verme cerca de ella, se echó sobre la cara el velo para mostrarse acorde con las circunstancias, y eso hizo que no viera donde pisaba, que al inclinarse hacia adelante su pie resbalara y que el contenido de la cesta se derramase a mis pies.

Como todo hombre que se hace con frecuencia a la mar, yo observaba los augurios, y no me gustó que hubiera sido derramado sobre mí, por así decirlo, un don destinado al muerto. Pero cuando ella me pidió que la perdonara, me pareció que su voz tenía una suavidad superior al arte de su oficio. Sus oscuros ojos parecían claros debajo del velo, y su frente era pura y blanca. Me incliné para coger el frasco del aceite, pero comprobé que se había roto. Se me ocurrió la idea de comprarle otro, de manera que la seguí a cierta distancia, y así supe dónde vivía. Cuando más tarde volví con mi obsequio, salió sin el velo a la puerta y me saludó, no descaradamente, sino como a un amigo esperado. Hasta entonces no había poseído a una mujer que supiera, o se preocupase, de la clase de hombre que era.

Vi que había sido como un hombre que desprecia el vino, por no haber probado jamás otra cosa que las heces.

Lisias se alegró cuando le dije que había conocido a una mujer que me complacía. Cuando después observó lo muy a menudo que iba a verla, y lo mucho que charlaba con ella, no creo que se sintiera ya tan contento. Su muchacha era bonita, aunque sin más talentos que uno solo; pero cuando yo citaba alguna opinión de Eufro sobre la tragedia o la música, él casi siempre encontraba un motivo para no mostrarse de acuerdo. Con su acostumbrada bondad, accedió a mi proposición de llevar a nuestras dos compañeras a un mesón de la ciudad; pero no puedo pretender que aquella reunión constituyera un gran éxito. Aunque Eufro era un poco mayor de lo que a él le agradaban las mujeres, Lisias se sintió encantado con su mentalidad y completamente dispuesto a hablar con ella de política y poesía, sólo que un tanto inclinado a mantenerse un poco severo. Pero a su muchacha le importaban poco tales cosas, y por estar enamorada de él veía rivales en todas partes. Cuando interrumpió una historia de Eufro diciendo que se trataba de una época que ella era demasiado joven para recordar, no pude por menos que observar que yo, que era más joven, la recordaba muy bien. Cuando Lisias y yo volvimos a reunirnos después de haber llevado a sus casas a las mujeres, nos sentimos algo constreñidos al principio y permanecimos pensativos, hasta que de repente nuestras miradas se encontraron y los dos nos echamos a reír.

Entonces, de regreso en Atenas, mientras la Ciudad festejaba a Alcibíades, tuvimos ocasión de encontrar a los viejos amigos y de ir otra vez a nuestras casas.

Mi padre me pareció más joven y en mejor estado de salud que cuando partí. Al igual que todos los padres, se mostró complacido de que me hubiera incorporado a un cuerpo glorioso. Él, por su parte, habiéndose unido a Terámenes para luchar contra los tiranos, y tras ayudar con sus propias manos a derribar la puerta de la casa de los traidores, disfrutaba en la Ciudad de cierta merecida importancia. Mi madre, por otra parte, había envejecido más de lo que yo esperaba. No mucho tiempo antes había abortado, pero puesto que se trataba de otra niña, uno no podía por menos que considerar que había sido mejor así.

Encontré a Sócrates en el Ágora, de pie en el pórtico del templo de Zeus. Su barba se había vuelto más blanca, pues tenía ya más de sesenta años; pero, exceptuando que deseó saber todo cuanto me había sucedido, fue como si no me hubiera ausentado. Al cabo de unos cuantos minutos me hallaba sumido en la discusión que se desarrollaba en el momento de llegar yo: si lo santo es lo que los dioses aman, o si lo aman porque es santo; si puede ser santa una cosa que es sagrada a un dios y odiosa a otro, o sólo si todos los dioses la aman; qué cosas aman, y por qué. Antes de llegar al fin, la persona ortodoxa que había inspirado la discusión se alejó, escandalizada, murmurando algo. Lo cual fue un alivio para todo el mundo, pues era una de esas personas que sólo desean demostrar que están en lo cierto en todas las ocasiones. En cuanto a mí, me pareció maravilloso oír nuevamente a Sócrates diciendo:

—O hallamos lo que buscamos, o nos vemos libres de la persuasión de que sabemos lo que no sabemos.

Como era de esperar después de tanto tiempo, encontré algunas caras nuevas a su alrededor, y una algo conocida que al principio me dejó perplejo. Era un joven de una edad aproximada a la mía, fornido y de anchos hombros, con unos ojos profundos en un rostro de fuertes facciones. Estaba seguro de que me era extraño, y sin embargo algo agitaba mi memoria, de manera que me pregunté si habría conocido a algún familiar suyo que se pareciese a él. Tan pronto como se dio cuenta de que le miraba, me sonrió. Le devolví la sonrisa, pero seguía sin poder identificarle. Cuando permanecía quieto, en su persona había una impresionante dignidad, y, no obstante, su sonrisa era modesta, casi tímida. No intervenía a menudo en la polémica, pero cada vez que lo hacía cambiaba su curso, y me sorprendían las maneras de Sócrates en tales casos. No pareció tomar muy en cuenta al muchacho, ni tampoco le trataba con la ternura que solía emplear con Fedón, sino convertirse más que nunca en sí mismo. Quizás ello se debía a que veía que su pensamiento era seguido tan de prisa, hasta el punto de que algunas veces tenían que detenerse para dejar que los otros los alcanzasen. Mientras me encontraba batallando con mi memoria, Sócrates dijo:

—Sí, lo sé, Platón; pero si subes siempre los escalones de tres en tres, un día pondrás el pie en uno roto.

Apenas Sócrates se marchó, se acercó a mí a grandes zancadas, tomó mi mano y me preguntó cómo estaba y si Lisias había llegado conmigo.

—Apenas te había visto, Platón, desde los Juegos —dije—. Pero ahora veo que debo llamarte Aristocles.

—Ninguno de mis amigos me llama así. Si tú no lo fueras, Alexias, me sentiría muy apenado.

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